/ domingo 3 de febrero de 2019

Terror Sagrado

—Advertid, hermanos —dijo el predicador— que para David hubiera sido fácil, y muy fácil, abatir a Josué, su mortal enemigo. ¿No había acabado en días pasados con Goliat, ese gigante ante el que todos temblaban y se ponían a sudar? ¿No le había partido la cara en dos con un solo golpe de sus certeras piedras?

Yo asentía moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Estaba de acuerdo con el predicador. ¡Ah, qué fácil hubiera sido para David poner nuevamente a trabajar su honda! Y, sin embargo, ante Josué se detuvo porque el rey le infundía un terror sagrado. Mientras me decía a mí mismo todas estas cosas, mi vecino de asiento se sonó la nariz, produciendo tal estrépito que unos niños que estaban detrás de él se echaron a reír y su risa se oyó como un vuelo de palomas.

—En dos ocasiones —siguió diciendo el predicador, haciendo caso omiso al alboroto que se había armado en las bancas del fondo—, ¡en dos!, pudo David acabar con su enemigo, y en ambas supo renunciar como un estoico al suculento manjar de la venganza. ¡Ah, David, cuán noble fue tu corazón! ¡Cuán grande, tu alma! Una vez, mientras el rey hacía sus necesidades en el interior de una caverna, David, pudiendo atravesarlo con su espada, se limitó a cortarle un pedazo del manto. La segunda vez, mientras aquél dormía, clavó una lanza en su cabecera, haciéndole ver con ello que en los dos casos, aunque pudo matarlo sin compasión, había preferido perdonarle la vida. ¿Y no son estos gestos de una nobleza incomparable, hermanos míos?

Y yo volví a asentir. ¿En qué me había quedado antes de que mi vecino se sonara la nariz? ¡Ah, sí! Pero el terror que experimentaba David por Saúl no se debía a que éste fuese el rey, sino a que era, como él mismo lo llamaba, “el ungido del Señor”. En el pasado, cuando el poder aún no se le había subido a la cabeza, Dios había elegido a Saúl. Cuando era un joven sencillo y bien plantado, se había fijado en él para convertirlo en jefe de su pueblo. ¿Cómo, pues, matar a quien Dios había escogido? En otras palabras, era el aceite sagrado que había escurrido por sus cabellos, mucho más que su corona, lo que David respetaba en él. “Dios me libre de hacerle algo contra Saúl —dijo David una y otra vez—. ¿Cómo extender mi mano contra el ungido del Señor?” (1 Samuel 24, 7).

—Y cuando David salió de la cueva con un pedazo del manto del rey en la mano, hermanos míos —continuó el predicador—, llamó al rey y le dijo: “¡Majestad!, ¿por qué hacer caso a lo que dice la gente, que David anda buscando tu ruina? Mira, lo estás viendo hoy con tus propios ojos: el Señor te ha puesto en mi poder dentro de la cueva; me dijeron que te matara, pero te respeté, y dije que no extendería la mano contra mi señor, porque eres el ungido del Señor. Padre mío, mira en mi mano el borde de tu manto; si te corté el borde el manto y no te maté, ya ves que mis manos no están manchadas de maldad, ni de traición, ni de ofensa contra ti, mientras que tú me acechas para matarme. Que el Señor sea nuestro juez. Y que Él me vengue de ti, pues mi mano, ni ahora ni nunca, se alzará contra ti” (1 Samuel 24, 9-13).

El predicador hizo una pausa, fingió ignorar que una niña le jalaba las trenzas a otra niña que debía de ser su hermana, lanzó a su auditorio una mirada severísima y prosiguió de la siguiente manera:

—Por celos. Por envidia, odiaba Josué a su vasallo más noble, al buen David. ¿Cómo pudo el ungido del Señor estar tan ciego? Pero no lo culpemos con tanta precipitación, pues seguramente sus cortesanos, formando apretados corros, le decían: “Con lo popular que se está volviendo el hijo de Jesé, no dudes, señor, que un día te quitará el cetro y hasta te arrebatará la corona”. ¡Ah, qué bien conozco yo estos apretados corros, hermanos míos, pues los hay en todas partes! Y Saúl, lleno de rabia, se dedicó a perseguir a David por valles y collados, con la misma saña con que un perro corre tras la liebre. Mas David no le pagó con la misma moneda, sino que le perdonó la vida una y otra vez, pues pensaba: “Que el Señor sea nuestro juez”.

“David apela al Altísimo, y esto, hermanos míos, es lo que querría que hicieseis también vosotros. ¿Hay quienes os odian por nada? Perdonadlos. No los toquéis, pues gracias al bautismo, de ellos también podría decirse que son los ungidos del Señor. ¡Renunciad a vengaros! ¿Os persiguen, os desprestigian y calumnian? Sin embargo, no os venguéis. Dejad que el Señor sea vuestro juez. Él dará a cada uno lo que merezcan sus obras. ¡Oh, hermanos míos, vosotros no os manchéis las manos! En vez de hacer esto, que os dejará al final con un amargo sabor de boca, dejad que el Señor actúe. ¡Y actuará, de eso podéis estar seguros! Y, por lo demás, ¿habéis oído alguna vez el nombre de san Juan Crisóstomo? Pues bien, este santo obispo, predicando acerca de este mismo texto, dijo un día así a su auditorio: “Cuando los pájaros se remontan en la altura, no caen los cepos; así, tú mira al cielo y no caerás en esas trampas. Allí, desde arriba, no te asombrarán ni las insidias humanas, del mismo modo que al que ha escalado la cúspide de la montaña le paren pequeños la ciudad y sus muros, el ir y venir de las hormigas, la marcha de los hombres. Nada te admirará. Riqueza, gloria, poder, honor, te parecerán minúsculos, si los contemplas desde el cielo”. ¿Y no es éste, hermanos míos, un hermoso pensamiento a la vez que un sabio consejo? Tal fue lo que hizo David. Ascendió hasta las más inaccesibles alturas, es decir, hasta Dios, y desde allí contempló los furores de Josué. Entonces, estos le parecieron nada. Haced, pues, como él. Ved todas las cosas desde Dios, y yo os aseguro que nada: ni persecuciones, ni odios gratuitos, ni confabulaciones vanas, ni difamaciones perversas os quitarán la paz. Acostumbraos a ver las cosas desde las alturas y, entonces, todo lo que habíais magnificado os parecerá pequeño. Esto es lo que os deseo de todo corazón. Amén.


—Advertid, hermanos —dijo el predicador— que para David hubiera sido fácil, y muy fácil, abatir a Josué, su mortal enemigo. ¿No había acabado en días pasados con Goliat, ese gigante ante el que todos temblaban y se ponían a sudar? ¿No le había partido la cara en dos con un solo golpe de sus certeras piedras?

Yo asentía moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Estaba de acuerdo con el predicador. ¡Ah, qué fácil hubiera sido para David poner nuevamente a trabajar su honda! Y, sin embargo, ante Josué se detuvo porque el rey le infundía un terror sagrado. Mientras me decía a mí mismo todas estas cosas, mi vecino de asiento se sonó la nariz, produciendo tal estrépito que unos niños que estaban detrás de él se echaron a reír y su risa se oyó como un vuelo de palomas.

—En dos ocasiones —siguió diciendo el predicador, haciendo caso omiso al alboroto que se había armado en las bancas del fondo—, ¡en dos!, pudo David acabar con su enemigo, y en ambas supo renunciar como un estoico al suculento manjar de la venganza. ¡Ah, David, cuán noble fue tu corazón! ¡Cuán grande, tu alma! Una vez, mientras el rey hacía sus necesidades en el interior de una caverna, David, pudiendo atravesarlo con su espada, se limitó a cortarle un pedazo del manto. La segunda vez, mientras aquél dormía, clavó una lanza en su cabecera, haciéndole ver con ello que en los dos casos, aunque pudo matarlo sin compasión, había preferido perdonarle la vida. ¿Y no son estos gestos de una nobleza incomparable, hermanos míos?

Y yo volví a asentir. ¿En qué me había quedado antes de que mi vecino se sonara la nariz? ¡Ah, sí! Pero el terror que experimentaba David por Saúl no se debía a que éste fuese el rey, sino a que era, como él mismo lo llamaba, “el ungido del Señor”. En el pasado, cuando el poder aún no se le había subido a la cabeza, Dios había elegido a Saúl. Cuando era un joven sencillo y bien plantado, se había fijado en él para convertirlo en jefe de su pueblo. ¿Cómo, pues, matar a quien Dios había escogido? En otras palabras, era el aceite sagrado que había escurrido por sus cabellos, mucho más que su corona, lo que David respetaba en él. “Dios me libre de hacerle algo contra Saúl —dijo David una y otra vez—. ¿Cómo extender mi mano contra el ungido del Señor?” (1 Samuel 24, 7).

—Y cuando David salió de la cueva con un pedazo del manto del rey en la mano, hermanos míos —continuó el predicador—, llamó al rey y le dijo: “¡Majestad!, ¿por qué hacer caso a lo que dice la gente, que David anda buscando tu ruina? Mira, lo estás viendo hoy con tus propios ojos: el Señor te ha puesto en mi poder dentro de la cueva; me dijeron que te matara, pero te respeté, y dije que no extendería la mano contra mi señor, porque eres el ungido del Señor. Padre mío, mira en mi mano el borde de tu manto; si te corté el borde el manto y no te maté, ya ves que mis manos no están manchadas de maldad, ni de traición, ni de ofensa contra ti, mientras que tú me acechas para matarme. Que el Señor sea nuestro juez. Y que Él me vengue de ti, pues mi mano, ni ahora ni nunca, se alzará contra ti” (1 Samuel 24, 9-13).

El predicador hizo una pausa, fingió ignorar que una niña le jalaba las trenzas a otra niña que debía de ser su hermana, lanzó a su auditorio una mirada severísima y prosiguió de la siguiente manera:

—Por celos. Por envidia, odiaba Josué a su vasallo más noble, al buen David. ¿Cómo pudo el ungido del Señor estar tan ciego? Pero no lo culpemos con tanta precipitación, pues seguramente sus cortesanos, formando apretados corros, le decían: “Con lo popular que se está volviendo el hijo de Jesé, no dudes, señor, que un día te quitará el cetro y hasta te arrebatará la corona”. ¡Ah, qué bien conozco yo estos apretados corros, hermanos míos, pues los hay en todas partes! Y Saúl, lleno de rabia, se dedicó a perseguir a David por valles y collados, con la misma saña con que un perro corre tras la liebre. Mas David no le pagó con la misma moneda, sino que le perdonó la vida una y otra vez, pues pensaba: “Que el Señor sea nuestro juez”.

“David apela al Altísimo, y esto, hermanos míos, es lo que querría que hicieseis también vosotros. ¿Hay quienes os odian por nada? Perdonadlos. No los toquéis, pues gracias al bautismo, de ellos también podría decirse que son los ungidos del Señor. ¡Renunciad a vengaros! ¿Os persiguen, os desprestigian y calumnian? Sin embargo, no os venguéis. Dejad que el Señor sea vuestro juez. Él dará a cada uno lo que merezcan sus obras. ¡Oh, hermanos míos, vosotros no os manchéis las manos! En vez de hacer esto, que os dejará al final con un amargo sabor de boca, dejad que el Señor actúe. ¡Y actuará, de eso podéis estar seguros! Y, por lo demás, ¿habéis oído alguna vez el nombre de san Juan Crisóstomo? Pues bien, este santo obispo, predicando acerca de este mismo texto, dijo un día así a su auditorio: “Cuando los pájaros se remontan en la altura, no caen los cepos; así, tú mira al cielo y no caerás en esas trampas. Allí, desde arriba, no te asombrarán ni las insidias humanas, del mismo modo que al que ha escalado la cúspide de la montaña le paren pequeños la ciudad y sus muros, el ir y venir de las hormigas, la marcha de los hombres. Nada te admirará. Riqueza, gloria, poder, honor, te parecerán minúsculos, si los contemplas desde el cielo”. ¿Y no es éste, hermanos míos, un hermoso pensamiento a la vez que un sabio consejo? Tal fue lo que hizo David. Ascendió hasta las más inaccesibles alturas, es decir, hasta Dios, y desde allí contempló los furores de Josué. Entonces, estos le parecieron nada. Haced, pues, como él. Ved todas las cosas desde Dios, y yo os aseguro que nada: ni persecuciones, ni odios gratuitos, ni confabulaciones vanas, ni difamaciones perversas os quitarán la paz. Acostumbraos a ver las cosas desde las alturas y, entonces, todo lo que habíais magnificado os parecerá pequeño. Esto es lo que os deseo de todo corazón. Amén.