/ domingo 11 de julio de 2021

Sobre los ídolos


En la Biblia aparece con mucha frecuencia la palabra ídolos, en plural, como si no fuese nunca uno solo, sino siempre muchos.

Pero, ¿qué es un ídolo? ¿Es una figurilla de barro con ojos de lechuza y cabellos de medusa? En la Biblia a menudo es esto, pero no sólo esto. Casi podríamos decir que, para la Escritura, un ídolo, en su más auténtico sentido, es aquello que se interpone entre Dios y yo; o, dicho de manera aún más simple, aquello por lo cual el hombre abandona a su Dios.

“Se da idolatría –escribió el Cardenal Jean Daniélou (1905-1974) en uno de sus libros- dondequiera que el hombre espera la salvación fuera del poder creador de Dios”. Concederá el lector que se trata de una óptima definición.

Cuando yo espero ser salvado por algo o por alguien que no es Dios, entonces cometo un acto de idolatría.

Si creo que el dinero, por ejemplo, resolverá todos mis problemas –“sin dinero, hija mía, no hay nada que hacer”- y me dedico a acumularlo con afán desenfrenado, con una vehemencia muy parecida a la locura, entonces el dinero ha acabado convirtiéndose para mí en un ídolo. “Las monedas son redondas –decían los antiguos- precisamente para echarlas a rodar”. Pero los avaros no son de esa idea y las acaparan, sacándolas de la circulación, pensando que en ellas encontrarán, a su debido tiempo, la salvación que esperan. Todo avaro, en el fondo, es un idólatra.

Pero los ídolos pueden ser también personas, si de ellas espero lo que sólo cabría esperar de Dios.

Me dijo una vez una mujer:

-Para mí, mi marido es Dios. ¡Ay, lo quiero tanto!

-Señora –le respondí-, espero de todo corazón que, andando el tiempo, no se vaya usted a hacer atea.

Yo querría, por ejemplo, ser el centro de tu vida y que tu amor por mí sea, si no infinito, por lo menos eterno; quisiera que nunca me dejes solo, ni me abandones, ni me olvides. Pero, ¿lo harás? ¡No lo harás! Cuando te mueras, partirás de mi lado, dejándome solo, abandonado a mi suerte. En el ataúd en que reposes dejarás de hablarme, y cuanto yo te diga caerá en oídos sordos. Te hablaré y tú no me dirás nada. No me responderás. ¡Te habrás perdido en la inconsciencia! De ti no puedo esperar la salvación…

De Dios, en cambio… Sé que si Él me olvidara, aunque fuera por un instante, por una milésima de segundo, yo volvería en ese instante a la nada de la que salí. Si quiero que me ames eternamente, pues, te exijo que me ames como únicamente Dios puede amarme, y entonces te pongo en el lugar de Él y te conviertes para mí en un ídolo: en un ídolo que al final me defraudará, porque no es posible que estés pensando en mí a cada instante, ni que tu amor vaya a resolver todos mis problemas afectivos. Si te pido lo que sólo cabría pedirle a Dios, sobrecargaré la relación, llenándola de imperativos, de exigencias desmesuradas, y al final todo se vendrá abajo.

Sí, éste es el problema con los ídolos: que al final siempre nos desilusionan y defraudan.

Sigue diciendo el Cardenal Daniélou: “La idolatría se da en los cristianos que buscan en la meditación no la presencia del Dios vivo, sino entrar en posesión de su plenitud interior. Y se da entre los cristianos que ven el progreso científico un medio de salvación más eficaz que la penitencia y la oración…

“Si los ídolos han ascendido hasta ese punto en el horizonte de la existencia humana, ello se debe a que nuestro tiempo ha perdido el sentido de Dios y de su trascendencia. Concede importancia desmesurada a lo que tiene escasa importancia: la ciencia, el arte, la belleza, el progreso, la prosperidad. No concede importancia alguna a lo que la tiene: la santidad de Dios, la majestad de Dios, la grandeza de las obras de Dios llevadas a cabo sin alharacas. Ha perdido el sentido de esa forma eminente de la admiración que es la adoración. Incluso llega a ver en la adoración no sé qué alienación que lo envilece, siendo así que la actitud para adorar es la característica de la generosidad del alma y que rechazar la adoración es la expresión de un egocentrismo que hace recelar de los valores que uno no posee y que Nietzsche llamaba envidia de Dios”.

Con palabras llanas y descendiendo a lo práctico de la vida podríamos decir: ídolo es aquello que me impide (o me aparta) de dar a Dios lo que a Dios debo.

Aquella mujer, por ejemplo, se ha sometido a un régimen de ayuno severísimo. Es un ayuno riguroso, más áspero incluso que el ayuno al que se sometían los eremitas de la Tebaida en el siglo IV de nuestra era. Pero, a poco que uno la interrogue, se dará cuenta de que no ayuna por motivos religiosos, ni para hacer penitencia, ni por nada que a esto se parezca, sino sólo para guardar la línea, ya que el nutriólogo le ha asegurado que con 15 kilos menos su cuerpo lucirá perfecto.

Aquel otro no dedica a Dios un solo minuto de su vida, pero es capaz de pasarse una tarde entera en un estadio de fútbol aplaudiendo las hazañas de su escuadra favorita.

Ese de más allá tampoco tiene tiempo para Dios –o, por lo menos, eso dice-, pero lo que sí tiene es un auto, y todos los domingos lo lava, lo pule, lo aspira, lo encera, lo besa… Para su auto dispone de tres horas; para Dios, nada de nada. A éste habría que decirle: “Siempre hay tiempo para lo que se ama. Para Dios no tienes tiempo; luego…”.

Idolatría, en fin, significa dejar a Dios por lo que no es Dios.

No sé si me he explicado…


En la Biblia aparece con mucha frecuencia la palabra ídolos, en plural, como si no fuese nunca uno solo, sino siempre muchos.

Pero, ¿qué es un ídolo? ¿Es una figurilla de barro con ojos de lechuza y cabellos de medusa? En la Biblia a menudo es esto, pero no sólo esto. Casi podríamos decir que, para la Escritura, un ídolo, en su más auténtico sentido, es aquello que se interpone entre Dios y yo; o, dicho de manera aún más simple, aquello por lo cual el hombre abandona a su Dios.

“Se da idolatría –escribió el Cardenal Jean Daniélou (1905-1974) en uno de sus libros- dondequiera que el hombre espera la salvación fuera del poder creador de Dios”. Concederá el lector que se trata de una óptima definición.

Cuando yo espero ser salvado por algo o por alguien que no es Dios, entonces cometo un acto de idolatría.

Si creo que el dinero, por ejemplo, resolverá todos mis problemas –“sin dinero, hija mía, no hay nada que hacer”- y me dedico a acumularlo con afán desenfrenado, con una vehemencia muy parecida a la locura, entonces el dinero ha acabado convirtiéndose para mí en un ídolo. “Las monedas son redondas –decían los antiguos- precisamente para echarlas a rodar”. Pero los avaros no son de esa idea y las acaparan, sacándolas de la circulación, pensando que en ellas encontrarán, a su debido tiempo, la salvación que esperan. Todo avaro, en el fondo, es un idólatra.

Pero los ídolos pueden ser también personas, si de ellas espero lo que sólo cabría esperar de Dios.

Me dijo una vez una mujer:

-Para mí, mi marido es Dios. ¡Ay, lo quiero tanto!

-Señora –le respondí-, espero de todo corazón que, andando el tiempo, no se vaya usted a hacer atea.

Yo querría, por ejemplo, ser el centro de tu vida y que tu amor por mí sea, si no infinito, por lo menos eterno; quisiera que nunca me dejes solo, ni me abandones, ni me olvides. Pero, ¿lo harás? ¡No lo harás! Cuando te mueras, partirás de mi lado, dejándome solo, abandonado a mi suerte. En el ataúd en que reposes dejarás de hablarme, y cuanto yo te diga caerá en oídos sordos. Te hablaré y tú no me dirás nada. No me responderás. ¡Te habrás perdido en la inconsciencia! De ti no puedo esperar la salvación…

De Dios, en cambio… Sé que si Él me olvidara, aunque fuera por un instante, por una milésima de segundo, yo volvería en ese instante a la nada de la que salí. Si quiero que me ames eternamente, pues, te exijo que me ames como únicamente Dios puede amarme, y entonces te pongo en el lugar de Él y te conviertes para mí en un ídolo: en un ídolo que al final me defraudará, porque no es posible que estés pensando en mí a cada instante, ni que tu amor vaya a resolver todos mis problemas afectivos. Si te pido lo que sólo cabría pedirle a Dios, sobrecargaré la relación, llenándola de imperativos, de exigencias desmesuradas, y al final todo se vendrá abajo.

Sí, éste es el problema con los ídolos: que al final siempre nos desilusionan y defraudan.

Sigue diciendo el Cardenal Daniélou: “La idolatría se da en los cristianos que buscan en la meditación no la presencia del Dios vivo, sino entrar en posesión de su plenitud interior. Y se da entre los cristianos que ven el progreso científico un medio de salvación más eficaz que la penitencia y la oración…

“Si los ídolos han ascendido hasta ese punto en el horizonte de la existencia humana, ello se debe a que nuestro tiempo ha perdido el sentido de Dios y de su trascendencia. Concede importancia desmesurada a lo que tiene escasa importancia: la ciencia, el arte, la belleza, el progreso, la prosperidad. No concede importancia alguna a lo que la tiene: la santidad de Dios, la majestad de Dios, la grandeza de las obras de Dios llevadas a cabo sin alharacas. Ha perdido el sentido de esa forma eminente de la admiración que es la adoración. Incluso llega a ver en la adoración no sé qué alienación que lo envilece, siendo así que la actitud para adorar es la característica de la generosidad del alma y que rechazar la adoración es la expresión de un egocentrismo que hace recelar de los valores que uno no posee y que Nietzsche llamaba envidia de Dios”.

Con palabras llanas y descendiendo a lo práctico de la vida podríamos decir: ídolo es aquello que me impide (o me aparta) de dar a Dios lo que a Dios debo.

Aquella mujer, por ejemplo, se ha sometido a un régimen de ayuno severísimo. Es un ayuno riguroso, más áspero incluso que el ayuno al que se sometían los eremitas de la Tebaida en el siglo IV de nuestra era. Pero, a poco que uno la interrogue, se dará cuenta de que no ayuna por motivos religiosos, ni para hacer penitencia, ni por nada que a esto se parezca, sino sólo para guardar la línea, ya que el nutriólogo le ha asegurado que con 15 kilos menos su cuerpo lucirá perfecto.

Aquel otro no dedica a Dios un solo minuto de su vida, pero es capaz de pasarse una tarde entera en un estadio de fútbol aplaudiendo las hazañas de su escuadra favorita.

Ese de más allá tampoco tiene tiempo para Dios –o, por lo menos, eso dice-, pero lo que sí tiene es un auto, y todos los domingos lo lava, lo pule, lo aspira, lo encera, lo besa… Para su auto dispone de tres horas; para Dios, nada de nada. A éste habría que decirle: “Siempre hay tiempo para lo que se ama. Para Dios no tienes tiempo; luego…”.

Idolatría, en fin, significa dejar a Dios por lo que no es Dios.

No sé si me he explicado…