/ domingo 23 de junio de 2019

Sobre el buen uso de las palabras

Por fin había conseguido que el Hombre Importante me recibiera en su despacho.

Había pedido cita a su secretaria en varias ocasiones, pero siempre se me respondió: “El Señor Importante no está por ahora en la ciudad, mas tan pronto como esté de vuelta se lo haremos saber”. O bien: “El Hombre Importante no puede recibirlo por ahora, pero en cuanto pueda lo hará con mucho gusto”. De modo que cuando se comunicó conmigo su secretaria para decirme que por fin el Hombre Importante había hecho un espacio para mí en su apretada agenda, yo estaba que no me lo creía y hasta me daba inofensivas bofetadas en el rostro para convencerme que no estaba soñando. ¿De veras iba a recibirme el Hombre Importante? ¿No se estaban burlando de mí? ¿No se trataba, para decirlo ya, de una tomadura de pelo? Aquel mismo día, muy de mañana, fui a rentar un traje para no causar al Hombre Importante una desagradable impresión; incluso me compré un par de zapatos nuevos –también los venden usados- y un par de pañuelos, no fuera a suceder que tuviera que sonarme la nariz y el Hombre Importante me viera sacar de los bolsillos una vergonzosa servilleta de papel.

El portafolios, en términos generales, estaba bien: lo había comprado a unos vendedores callejeros en Roma y, aunque seguramente no era auténtico, ostentaba unas relucientes letras metálicas que formaban con mucho orgullo la palabra Prada. ¿Es auténtico mi portafolios? No lo sé; pero, en todo caso, es de piel y no se ve, bajo mi brazo, nada mal. Ah, cuando el Hombre Importante viera la marca de mi portafolio seguramente me preguntaría: “¿En dónde lo compró usted, si puede saberse?”. Y yo: “En Roma, Señor Importante”. Lo diría sin orgullo, como si en realidad la cosa no tuviera importancia.

El día de la cita, aunque ésta tendría lugar a las once de la mañana, me levanté a las seis. No quería descuidar ningún detalle. A las 10,22 ya estaba yo allí, haciendo antesala en espera de que me llamasen y me dejaran entrar a la sala donde despachaba el Señor Importante. ¡Cómo se me aceleró el pulso a las 10,53! Creía que el corazón iba a estallarme o, por lo menos, a salírseme del pecho. Pero dieron las 11 y nadie me llamó. Es claro que había gente que entraba y salía de aquel salón objeto de todos mis anhelos, pero ninguno de los que entraban y salían me dirigió siquiera un breve saludo o por lo menos un guiño de complicidad como esos que suelen dirigirse los que, en razón de su oficio, entran y salen de esas cabinas blindadas en las que, por decir así, se amasan las decisiones y se cuece el poder. Me llamaron por fin a las 11,24. Pero, ¿qué importaba esa casi media hora de retraso si iba a estrechar la mano del Hombre Importante y a poner a su consideración el proyecto que traía entre manos?

La secretaria del Señor Importante, que no nos dejó solos ni por un momento, se movía en torno al escritorio de su jefe como una mosca hambrienta de luz. ¡Cómo me mareaba con sus idas y venidas! Ya respondía al teléfono, ya ponía en orden una colosal montaña de papeles, ya se me quedaba viendo con esa sonrisa de satisfacción un tanto estúpida que yo traduje al lenguaje de todo el mundo de la siguiente manera: “¿Lo ve usted? Mi jefe es condescendiente como un dios. ¡Se ha dignado concederle unos minutos! ¿Y por qué, entonces, no se arrodilla usted ante él y ejecuta un acto de adoración?”. Y yo, a mi vez, le sonreía como diciéndole: “Yahvé es el único Señor. No tendrás otro Dios fuera de Él”. En fin, a los doce minutos el Señor importante se cansó de mí, y a modo de despedida me dijo que lo pensaría; que le dejara los papeles que había traído conmigo y que ya les daría él una hojeada en cuanto el tiempo y sus ocupaciones -¡que eran tantas, tantas!- se lo permitieran. Yo estaba feliz, pero no por esta promesa –que, como todas las que profieren estos señores, suelen ser vanas-, sino porque me había despachado pronto. ¡Yo también, vanidad aparte, tengo mis quehaceres! Y ya le estaba estrechando la mano cuando el Hombre Importante dijo en voz alta a su secretaria: “Señorita, saque usted al señor Priego, si me hace usted el favor”. ¿Estaba oyendo bien? ¿Qué significaba en su diccionario interior el verbo sacar? ¿Quiso decir: acompáñelo usted a la puerta, ayúdelo a salir, o algo por el estilo? El alma se me vino al suelo y tardé muchos días en recogerla: quería que se quedara allí tirada. “¡Sáquelo!”. ¿Lo había dicho en serio? ¿Quién se creía que era ese individuo para tratar así a un semejante? Un amigo mío muy optimista, cuando le conté esta aventura, me dijo para consolarme: “El Hombre importante es un buen hombre. Seguramente se le cruzaron los cables en ese momento y dijo una palabra por otra, pero tú no le des importancia”.

Desde entonces me ha quedado muy claro que las palabras son algo serio y que hay que utilizarlas con tacto y prudencia. Tenía razón Georges Steiner, el famoso humanista inglés, cuando confesó en el transcurso de una entrevista: “Sí, las palabras pueden humanizar a un monstruo, pero pueden también hacer exactamente lo contrario. Permítanme decirlo en términos modestos: ¿cuántos padres saben que decir una palabra incorrecta a un adolescente en un momento de ira o estupidez puede significar el final de una familia? Luego es demasiado tarde y ya no puedes desdecirte cuando la puerta se cierra y el muchacho se va… Una relación humana se puede destrozar con una palabra incorrecta… Una sola palabra puede significar que repentinamente se abre la oscuridad, una enorme y completa oscuridad insospechada. El lenguaje es el instrumento de la gracia y de la destrucción del hombre. Me sospecho que el diablo debe ser un gran lingüista”. ¿Tiene razón Steiner? Por lo pronto, nunca más he vuelto a ver al Hombre Importante, y además ni quiero verlo. Adiós admiración, adiós simpatía, adiós todo. ¡Ah, lo que puede una sola palabra mal dicha!

Por fin había conseguido que el Hombre Importante me recibiera en su despacho.

Había pedido cita a su secretaria en varias ocasiones, pero siempre se me respondió: “El Señor Importante no está por ahora en la ciudad, mas tan pronto como esté de vuelta se lo haremos saber”. O bien: “El Hombre Importante no puede recibirlo por ahora, pero en cuanto pueda lo hará con mucho gusto”. De modo que cuando se comunicó conmigo su secretaria para decirme que por fin el Hombre Importante había hecho un espacio para mí en su apretada agenda, yo estaba que no me lo creía y hasta me daba inofensivas bofetadas en el rostro para convencerme que no estaba soñando. ¿De veras iba a recibirme el Hombre Importante? ¿No se estaban burlando de mí? ¿No se trataba, para decirlo ya, de una tomadura de pelo? Aquel mismo día, muy de mañana, fui a rentar un traje para no causar al Hombre Importante una desagradable impresión; incluso me compré un par de zapatos nuevos –también los venden usados- y un par de pañuelos, no fuera a suceder que tuviera que sonarme la nariz y el Hombre Importante me viera sacar de los bolsillos una vergonzosa servilleta de papel.

El portafolios, en términos generales, estaba bien: lo había comprado a unos vendedores callejeros en Roma y, aunque seguramente no era auténtico, ostentaba unas relucientes letras metálicas que formaban con mucho orgullo la palabra Prada. ¿Es auténtico mi portafolios? No lo sé; pero, en todo caso, es de piel y no se ve, bajo mi brazo, nada mal. Ah, cuando el Hombre Importante viera la marca de mi portafolio seguramente me preguntaría: “¿En dónde lo compró usted, si puede saberse?”. Y yo: “En Roma, Señor Importante”. Lo diría sin orgullo, como si en realidad la cosa no tuviera importancia.

El día de la cita, aunque ésta tendría lugar a las once de la mañana, me levanté a las seis. No quería descuidar ningún detalle. A las 10,22 ya estaba yo allí, haciendo antesala en espera de que me llamasen y me dejaran entrar a la sala donde despachaba el Señor Importante. ¡Cómo se me aceleró el pulso a las 10,53! Creía que el corazón iba a estallarme o, por lo menos, a salírseme del pecho. Pero dieron las 11 y nadie me llamó. Es claro que había gente que entraba y salía de aquel salón objeto de todos mis anhelos, pero ninguno de los que entraban y salían me dirigió siquiera un breve saludo o por lo menos un guiño de complicidad como esos que suelen dirigirse los que, en razón de su oficio, entran y salen de esas cabinas blindadas en las que, por decir así, se amasan las decisiones y se cuece el poder. Me llamaron por fin a las 11,24. Pero, ¿qué importaba esa casi media hora de retraso si iba a estrechar la mano del Hombre Importante y a poner a su consideración el proyecto que traía entre manos?

La secretaria del Señor Importante, que no nos dejó solos ni por un momento, se movía en torno al escritorio de su jefe como una mosca hambrienta de luz. ¡Cómo me mareaba con sus idas y venidas! Ya respondía al teléfono, ya ponía en orden una colosal montaña de papeles, ya se me quedaba viendo con esa sonrisa de satisfacción un tanto estúpida que yo traduje al lenguaje de todo el mundo de la siguiente manera: “¿Lo ve usted? Mi jefe es condescendiente como un dios. ¡Se ha dignado concederle unos minutos! ¿Y por qué, entonces, no se arrodilla usted ante él y ejecuta un acto de adoración?”. Y yo, a mi vez, le sonreía como diciéndole: “Yahvé es el único Señor. No tendrás otro Dios fuera de Él”. En fin, a los doce minutos el Señor importante se cansó de mí, y a modo de despedida me dijo que lo pensaría; que le dejara los papeles que había traído conmigo y que ya les daría él una hojeada en cuanto el tiempo y sus ocupaciones -¡que eran tantas, tantas!- se lo permitieran. Yo estaba feliz, pero no por esta promesa –que, como todas las que profieren estos señores, suelen ser vanas-, sino porque me había despachado pronto. ¡Yo también, vanidad aparte, tengo mis quehaceres! Y ya le estaba estrechando la mano cuando el Hombre Importante dijo en voz alta a su secretaria: “Señorita, saque usted al señor Priego, si me hace usted el favor”. ¿Estaba oyendo bien? ¿Qué significaba en su diccionario interior el verbo sacar? ¿Quiso decir: acompáñelo usted a la puerta, ayúdelo a salir, o algo por el estilo? El alma se me vino al suelo y tardé muchos días en recogerla: quería que se quedara allí tirada. “¡Sáquelo!”. ¿Lo había dicho en serio? ¿Quién se creía que era ese individuo para tratar así a un semejante? Un amigo mío muy optimista, cuando le conté esta aventura, me dijo para consolarme: “El Hombre importante es un buen hombre. Seguramente se le cruzaron los cables en ese momento y dijo una palabra por otra, pero tú no le des importancia”.

Desde entonces me ha quedado muy claro que las palabras son algo serio y que hay que utilizarlas con tacto y prudencia. Tenía razón Georges Steiner, el famoso humanista inglés, cuando confesó en el transcurso de una entrevista: “Sí, las palabras pueden humanizar a un monstruo, pero pueden también hacer exactamente lo contrario. Permítanme decirlo en términos modestos: ¿cuántos padres saben que decir una palabra incorrecta a un adolescente en un momento de ira o estupidez puede significar el final de una familia? Luego es demasiado tarde y ya no puedes desdecirte cuando la puerta se cierra y el muchacho se va… Una relación humana se puede destrozar con una palabra incorrecta… Una sola palabra puede significar que repentinamente se abre la oscuridad, una enorme y completa oscuridad insospechada. El lenguaje es el instrumento de la gracia y de la destrucción del hombre. Me sospecho que el diablo debe ser un gran lingüista”. ¿Tiene razón Steiner? Por lo pronto, nunca más he vuelto a ver al Hombre Importante, y además ni quiero verlo. Adiós admiración, adiós simpatía, adiós todo. ¡Ah, lo que puede una sola palabra mal dicha!