/ domingo 13 de diciembre de 2020

Sabrosas migajas

Cierto profesor universitario, adusto como una estatua y severo como un oficial de migración, amonestaba así a un estudiante holgazán:

-¡Estos jóvenes de hoy! ¡No saben nada de nada! Parece que estuvieran peleados con los libros. Mire usted, jovencito: para que lo sepa, a su edad, Alejandro Magno yA había conquistado el mundo.

Le respondió el muchacho, esbozando una sonrisa maliciosa:

-Tiene usted razón, profesor. ¡Pero tome usted en cuenta que Alejandro Magno tuvo como maestro a Aristóteles!

A Don Cojazzi (1880-1953), famoso y santo sacerdote italiano, le gustaba contar en sus sermones y conferencias la siguiente historia:

“Un peregrino venido de muy lejos se acerca a un obrero que se encuentra muy abstraído cincelando con minuciosa atención una estatua en la parte más elevada de una inmensa catedral gótica. Viéndolo hacer, le gritó desde el camino:

“-¿Para qué tanto esmero y tanto detalle? ¡Desde abajo tu pequeña estatua apenas se ve!

“El obrero, cegado por el sol, hace pantalla con las manos y, desde arriba, le responde así:

“-¿Desde abajo? ¡Yo no me preocupo de quien mira mi obra desde abajo! Yo me preocupo del que la ve desde arriba”.

En Vida e historia, uno de sus muchos libros, el doctor Gregorio Marañón (1870-1960) distingue entre el vestido masculino, que permanece invariable durante décadas y décadas –traje, pantalón y corbata-, y el vestido de la mujer, que suele cambiar, en promedio, unas dos veces por año: “El vestido masculino –escribe el doctor Marañón- es, ante todo, práctico, porque la misión del hombre es luchar en el mundo. El vestido de la mujer es, ante todo, llamativo, porque su fin es agradar y, muchas veces, engañar. Es, por ejemplo, típico del arreo femenino el hecho extraordinario de que los botones no sirven para abrochar nada, sino de mero adorno. El traje de la mujer nos ofrece la sorpresa, profundamente significativa, de que se abre siempre por donde menos se espera.

“Es cierto que el hombre de profunda condición viril no se fija gran cosa en los detalles del vestido femenino, ni entiende para nada de modas. La mujer elegante, en realidad, se viste para la mujer”.

(Sí –comentamos nosotros-, para que las mujeres que la vean se mueran de envidia: he aquí, por lo visto, el único objeto del intrincado arreglo femenino. La mujer no se acicala para su pareja sentimental –que, por lo demás, muy poco caso hace a lo que ésta se pone o deja de ponerse-, sino para molestar, y a veces ahuyentar, a sus posibles contrincantes).

Solía decir el padre Lyonnet –no Stanislas, que era un gran biblista y un profundo conocedor del pensamiento de San Pablo, sino otro padre Lyonnet llamado Pierre-: “¡Cuidado! No hay que tratar de hacer las cosas demasiado bien; si se espera hacer las cosas demasiado bien, nunca se hará nada en la vida”. También decía: “El que hace algo, puede que se equivoque, pero el que no hace nada se equivoca siempre. Lo importante es sembrar”.

Jesuita cultísimo, el mismo padre Lyonnet dijo un día refiriéndose en público a los estudios universitarios: “No tendremos mucho de qué gloriarnos por haber formado un bachiller si no le hemos formado un corazón apartado del deseo de riquezas y un alma leal y pura. Fracasaremos en nuestro objetivo si sólo hacemos técnicos sin alma y sin conciencia, es decir, especialistas interesados. Éstos no podrán sino construir un mundo duro dedicado a la búsqueda del dinero: un mundo sin alma que nunca dará frutos de caridad”. (¡Y que me ahorquen si este sabio jesuita no estaba, más que arengando, profetizando!).

Afirmó André Malraux (1901-1976) en 1955: “El mundo moderno lleva en sí, como un cáncer, su carencia de alma. No se librará de esta ausencia que explica su propia ley. Y seguirá siendo igual hasta que una invocación colectiva del alma conmocione a los hombres” Pero ya en 1952 había dicho también: “Europa necesita una trascendencia. La tarea del próximo siglo será la de redescubrir a sus dioses”.

Existe un método infalible para detectar a los mediocres. ¿Quiere usted saber cuál es? Helo aquí: “La gente inteligente –dice Jules Romains (1885-1972)- habla de ideas, en tanto que la gente común habla de cosas; la gente mediocre habla de la gente”. Ateniéndome a esta máxima luminosa, cuando alguien me empieza a hablar de la hermosa casa del señor X, o del bello automóvil del doctor Y, o de la fascinante piscina de la familia Z, y no habla de otra cosa, siempre en tono encomiástico, ya puedo formarme una opinión de ante quién estoy. Y la previsión, hasta ahora, no me ha fallado nunca.

Un proverbio chino: “Si me engañas una vez, debería darte vergüenza; si me engañas dos veces, debería darme vergüenza”.

Cuando a Victor Hugo (1802-1855) le reprochaban sus amigos el pasarse demasiado tiempo descabezando ideas, les respondía: “Un hombre no se halla inactivo cuando piensa. Hay trabajos visibles y trabajos invisibles”.

Cierto profesor universitario, adusto como una estatua y severo como un oficial de migración, amonestaba así a un estudiante holgazán:

-¡Estos jóvenes de hoy! ¡No saben nada de nada! Parece que estuvieran peleados con los libros. Mire usted, jovencito: para que lo sepa, a su edad, Alejandro Magno yA había conquistado el mundo.

Le respondió el muchacho, esbozando una sonrisa maliciosa:

-Tiene usted razón, profesor. ¡Pero tome usted en cuenta que Alejandro Magno tuvo como maestro a Aristóteles!

A Don Cojazzi (1880-1953), famoso y santo sacerdote italiano, le gustaba contar en sus sermones y conferencias la siguiente historia:

“Un peregrino venido de muy lejos se acerca a un obrero que se encuentra muy abstraído cincelando con minuciosa atención una estatua en la parte más elevada de una inmensa catedral gótica. Viéndolo hacer, le gritó desde el camino:

“-¿Para qué tanto esmero y tanto detalle? ¡Desde abajo tu pequeña estatua apenas se ve!

“El obrero, cegado por el sol, hace pantalla con las manos y, desde arriba, le responde así:

“-¿Desde abajo? ¡Yo no me preocupo de quien mira mi obra desde abajo! Yo me preocupo del que la ve desde arriba”.

En Vida e historia, uno de sus muchos libros, el doctor Gregorio Marañón (1870-1960) distingue entre el vestido masculino, que permanece invariable durante décadas y décadas –traje, pantalón y corbata-, y el vestido de la mujer, que suele cambiar, en promedio, unas dos veces por año: “El vestido masculino –escribe el doctor Marañón- es, ante todo, práctico, porque la misión del hombre es luchar en el mundo. El vestido de la mujer es, ante todo, llamativo, porque su fin es agradar y, muchas veces, engañar. Es, por ejemplo, típico del arreo femenino el hecho extraordinario de que los botones no sirven para abrochar nada, sino de mero adorno. El traje de la mujer nos ofrece la sorpresa, profundamente significativa, de que se abre siempre por donde menos se espera.

“Es cierto que el hombre de profunda condición viril no se fija gran cosa en los detalles del vestido femenino, ni entiende para nada de modas. La mujer elegante, en realidad, se viste para la mujer”.

(Sí –comentamos nosotros-, para que las mujeres que la vean se mueran de envidia: he aquí, por lo visto, el único objeto del intrincado arreglo femenino. La mujer no se acicala para su pareja sentimental –que, por lo demás, muy poco caso hace a lo que ésta se pone o deja de ponerse-, sino para molestar, y a veces ahuyentar, a sus posibles contrincantes).

Solía decir el padre Lyonnet –no Stanislas, que era un gran biblista y un profundo conocedor del pensamiento de San Pablo, sino otro padre Lyonnet llamado Pierre-: “¡Cuidado! No hay que tratar de hacer las cosas demasiado bien; si se espera hacer las cosas demasiado bien, nunca se hará nada en la vida”. También decía: “El que hace algo, puede que se equivoque, pero el que no hace nada se equivoca siempre. Lo importante es sembrar”.

Jesuita cultísimo, el mismo padre Lyonnet dijo un día refiriéndose en público a los estudios universitarios: “No tendremos mucho de qué gloriarnos por haber formado un bachiller si no le hemos formado un corazón apartado del deseo de riquezas y un alma leal y pura. Fracasaremos en nuestro objetivo si sólo hacemos técnicos sin alma y sin conciencia, es decir, especialistas interesados. Éstos no podrán sino construir un mundo duro dedicado a la búsqueda del dinero: un mundo sin alma que nunca dará frutos de caridad”. (¡Y que me ahorquen si este sabio jesuita no estaba, más que arengando, profetizando!).

Afirmó André Malraux (1901-1976) en 1955: “El mundo moderno lleva en sí, como un cáncer, su carencia de alma. No se librará de esta ausencia que explica su propia ley. Y seguirá siendo igual hasta que una invocación colectiva del alma conmocione a los hombres” Pero ya en 1952 había dicho también: “Europa necesita una trascendencia. La tarea del próximo siglo será la de redescubrir a sus dioses”.

Existe un método infalible para detectar a los mediocres. ¿Quiere usted saber cuál es? Helo aquí: “La gente inteligente –dice Jules Romains (1885-1972)- habla de ideas, en tanto que la gente común habla de cosas; la gente mediocre habla de la gente”. Ateniéndome a esta máxima luminosa, cuando alguien me empieza a hablar de la hermosa casa del señor X, o del bello automóvil del doctor Y, o de la fascinante piscina de la familia Z, y no habla de otra cosa, siempre en tono encomiástico, ya puedo formarme una opinión de ante quién estoy. Y la previsión, hasta ahora, no me ha fallado nunca.

Un proverbio chino: “Si me engañas una vez, debería darte vergüenza; si me engañas dos veces, debería darme vergüenza”.

Cuando a Victor Hugo (1802-1855) le reprochaban sus amigos el pasarse demasiado tiempo descabezando ideas, les respondía: “Un hombre no se halla inactivo cuando piensa. Hay trabajos visibles y trabajos invisibles”.