/ domingo 20 de marzo de 2022

Quedarse en casa

Son las nueve de la noche y nadie me espera en ninguna parte. ¡Qué cosa más singular! ¡Hoy no me he comprometido a nada, de manera que estoy libre! Además, hace frío; pero no un frío de perros, como se dice, sino delicioso. Todo invita a ir a la cocina, poner agua a hervir y preparar un café mientras se hojea un libro de arte. ¡Es una noche de veras hermosa, silenciosa como pocas! Parece, incluso, que dentro de poco empezará a llover.

Pero una voz interior me dice al oído:

-¿No vas a salir? ¿Vas a quedarte en casa lidiando con tu soledad? ¿Por qué no te das una vuelta a algún lugar? Puedes ir, por ejemplo, a ver la selección de libros de algún hipermercado. En estos lugares, a veces, suelen encontrarse saldos verdaderamente atractivos. ¿No te encontraste una vez en uno de ellos los saldos de la editorial “Destino”, libros hermosos, de pasta dura y página blanca como la nieve, a un precio ridículo? Por lo menos tres premios “Nadal” había entre ellos, ¿lo recuerdas? En aquella ocasión te compraste una docena o algo así, y aún dejaste varios por no traer el suficiente dinero para llevártelos todos. ¿Y qué pasó? Que al día siguiente, cuando fuiste a buscarlos, ya no estaban. Anda, sal, ¡quién sabe qué cosas inesperadas podrás encontrarte si renuncias a ese brebaje lodoso al que llaman café!

Pero al instante responde a aquélla otra voz interior, que también es mía:

-Tienes razón, pero eso de encontrarse buenos libros a precios de remate no es algo que ocurra todos los días. En realidad, sucede muy raras veces. ¡No es nada seguro que esta noche encuentres algo que valga la pena! Es más, hasta podría hacer hoy lo que casi nunca hago: irme a la cama a una hora conveniente. ¡Hace años que no me acuesto antes de las doce de la noche! Y hoy, amigo mío, podría ser una de esas maravillosas noches. ¡Ah, ponerse en piyama y deambular en pantuflas por la habitación! ¡Revisar cajones nunca abiertos y escribir en mi diario –en el que nunca escribo a diario- alguna cosa sin importancia!

En Los defensores, una hermosa novela escrita por Franz Höllering (1896-1967) en tiempos de la segunda guerra mundial, hay un diálogo entre la señorita Marie Steiger y su peluquero, un tal Herr Friedrich quién sabe qué, que ahora que he decidido no salir transcribo en la hoja de una libreta:

“-Su primer corte de cabello en el nuevo año –dijo Herr Friedrich adoptando todas las poses que suelen adoptar los peluqueros de señoras, hoy llamados estilistas.

“-Pero, Herr Friedrich, ¡si todo el mundo está asustado con el solo pensamiento de la guerra!

“-En eso es lo que se equivoca todo el mundo –respondió el peluquero poniendo una cara grave y majestuosa al mismo tiempo-. Para mucha gente, la guerra significaría un cambio que sería bien recibido. Los casados, por ejemplo: los vi en 1914. Cantaban y gritaban de alegría. ¿Sabe por qué? Sencillamente, porque sus mujeres los trataban tan mal que se sentían desgraciados en su casa. Iban contentos a la guerra y estaban deseando que los llamasen. Lo que me sorprende es que nadie haya escrito nada sobre las mujeres como causa de la guerra”.

Pero no: no es descabellada la teoría del peluquero, después de todo. Cuando uno, en su casa, está bien, ¿para qué ha de ir a la calle, a la cantina o a la guerra? En mi caso no hay mujer de por medio, pero es lo mismo: ¿para qué salir si me encuentro tan a gusto entre estas cuatro paredes que contienen todo mi mundo personal?

Sin embargo, mucho antes que el peluquero de la novela, ya Blaise Pascal (1623-1662) había escrito en su libreta (libreta de apuntes a la que luego se le daría el título de Pensamientos):

“Cuando me he puesto a considerar, algunas veces, las diversas agitaciones de los hombres y los peligros y las penas a las que se exponen en la corte, en la guerra, donde nacen tantas querellas, pasiones, empresas audaces y con gran frecuencia malas, etcétera, he descubierto que toda las desgracias de los hombres viene de una sola cosa: de no saber estarse tranquilos en una habitación. Un hombre que tiene suficientes medios de vida, si supiera estarse en casa a gusto, no se marcharía para ir al mar o a sentarse en una plaza. No se compraría tan caro un puesto en el ejército si no le fuera insoportable el no moverse de la ciudad; y no se buscan las conversaciones y los divertimientos de los juegos sino porque no se puede permanecer en casa a gusto” (n. 139, Br.).

Una vez, según leí no sé dónde, le preguntaron a un viejo filósofo griego:

-¿Cuáles son las naves más seguras?

Respondió:

-Las que están en el puerto.

-Pues bien –digo por fin a mi otro yo, el callejero y rebelde-, en el puerto me quedo. Esta noche, por lo que a mí toca, disminuirán las posibilidades de accidentes de tráfico en la ciudad, de asaltos a mano armada en las calles y los ingresos de las tiendas WM. Está decidido: me quedo en casa. ¡No es que me quiera volver un prisionero de ella! Es que hoy no deseo salir. Y, sobre todo, no olvides esto: todas las desgracias y todas las calamidades les vienen a los hombres por no saber estarse quietos sentados en un sillón.

-¿Eso quiere decir que no saldrás? ¿Es tu última palabra?

-Así es. De modo que buenas noches.

¡Vaya, me he vencido a mí mismo! Me imagino que así es como hay que tratarse para vencerse.

Son las nueve de la noche y nadie me espera en ninguna parte. ¡Qué cosa más singular! ¡Hoy no me he comprometido a nada, de manera que estoy libre! Además, hace frío; pero no un frío de perros, como se dice, sino delicioso. Todo invita a ir a la cocina, poner agua a hervir y preparar un café mientras se hojea un libro de arte. ¡Es una noche de veras hermosa, silenciosa como pocas! Parece, incluso, que dentro de poco empezará a llover.

Pero una voz interior me dice al oído:

-¿No vas a salir? ¿Vas a quedarte en casa lidiando con tu soledad? ¿Por qué no te das una vuelta a algún lugar? Puedes ir, por ejemplo, a ver la selección de libros de algún hipermercado. En estos lugares, a veces, suelen encontrarse saldos verdaderamente atractivos. ¿No te encontraste una vez en uno de ellos los saldos de la editorial “Destino”, libros hermosos, de pasta dura y página blanca como la nieve, a un precio ridículo? Por lo menos tres premios “Nadal” había entre ellos, ¿lo recuerdas? En aquella ocasión te compraste una docena o algo así, y aún dejaste varios por no traer el suficiente dinero para llevártelos todos. ¿Y qué pasó? Que al día siguiente, cuando fuiste a buscarlos, ya no estaban. Anda, sal, ¡quién sabe qué cosas inesperadas podrás encontrarte si renuncias a ese brebaje lodoso al que llaman café!

Pero al instante responde a aquélla otra voz interior, que también es mía:

-Tienes razón, pero eso de encontrarse buenos libros a precios de remate no es algo que ocurra todos los días. En realidad, sucede muy raras veces. ¡No es nada seguro que esta noche encuentres algo que valga la pena! Es más, hasta podría hacer hoy lo que casi nunca hago: irme a la cama a una hora conveniente. ¡Hace años que no me acuesto antes de las doce de la noche! Y hoy, amigo mío, podría ser una de esas maravillosas noches. ¡Ah, ponerse en piyama y deambular en pantuflas por la habitación! ¡Revisar cajones nunca abiertos y escribir en mi diario –en el que nunca escribo a diario- alguna cosa sin importancia!

En Los defensores, una hermosa novela escrita por Franz Höllering (1896-1967) en tiempos de la segunda guerra mundial, hay un diálogo entre la señorita Marie Steiger y su peluquero, un tal Herr Friedrich quién sabe qué, que ahora que he decidido no salir transcribo en la hoja de una libreta:

“-Su primer corte de cabello en el nuevo año –dijo Herr Friedrich adoptando todas las poses que suelen adoptar los peluqueros de señoras, hoy llamados estilistas.

“-Pero, Herr Friedrich, ¡si todo el mundo está asustado con el solo pensamiento de la guerra!

“-En eso es lo que se equivoca todo el mundo –respondió el peluquero poniendo una cara grave y majestuosa al mismo tiempo-. Para mucha gente, la guerra significaría un cambio que sería bien recibido. Los casados, por ejemplo: los vi en 1914. Cantaban y gritaban de alegría. ¿Sabe por qué? Sencillamente, porque sus mujeres los trataban tan mal que se sentían desgraciados en su casa. Iban contentos a la guerra y estaban deseando que los llamasen. Lo que me sorprende es que nadie haya escrito nada sobre las mujeres como causa de la guerra”.

Pero no: no es descabellada la teoría del peluquero, después de todo. Cuando uno, en su casa, está bien, ¿para qué ha de ir a la calle, a la cantina o a la guerra? En mi caso no hay mujer de por medio, pero es lo mismo: ¿para qué salir si me encuentro tan a gusto entre estas cuatro paredes que contienen todo mi mundo personal?

Sin embargo, mucho antes que el peluquero de la novela, ya Blaise Pascal (1623-1662) había escrito en su libreta (libreta de apuntes a la que luego se le daría el título de Pensamientos):

“Cuando me he puesto a considerar, algunas veces, las diversas agitaciones de los hombres y los peligros y las penas a las que se exponen en la corte, en la guerra, donde nacen tantas querellas, pasiones, empresas audaces y con gran frecuencia malas, etcétera, he descubierto que toda las desgracias de los hombres viene de una sola cosa: de no saber estarse tranquilos en una habitación. Un hombre que tiene suficientes medios de vida, si supiera estarse en casa a gusto, no se marcharía para ir al mar o a sentarse en una plaza. No se compraría tan caro un puesto en el ejército si no le fuera insoportable el no moverse de la ciudad; y no se buscan las conversaciones y los divertimientos de los juegos sino porque no se puede permanecer en casa a gusto” (n. 139, Br.).

Una vez, según leí no sé dónde, le preguntaron a un viejo filósofo griego:

-¿Cuáles son las naves más seguras?

Respondió:

-Las que están en el puerto.

-Pues bien –digo por fin a mi otro yo, el callejero y rebelde-, en el puerto me quedo. Esta noche, por lo que a mí toca, disminuirán las posibilidades de accidentes de tráfico en la ciudad, de asaltos a mano armada en las calles y los ingresos de las tiendas WM. Está decidido: me quedo en casa. ¡No es que me quiera volver un prisionero de ella! Es que hoy no deseo salir. Y, sobre todo, no olvides esto: todas las desgracias y todas las calamidades les vienen a los hombres por no saber estarse quietos sentados en un sillón.

-¿Eso quiere decir que no saldrás? ¿Es tu última palabra?

-Así es. De modo que buenas noches.

¡Vaya, me he vencido a mí mismo! Me imagino que así es como hay que tratarse para vencerse.