/ domingo 7 de febrero de 2021

¿Por qué lee tanto Hamid?

En una novela de Mohammed Dib (1920-2003) –mejor dicho, en la primera novela de Mohammed Dib-, el escritor argelino, aparece un hombre, un obrero, un pobre llamado Hamid, que todos los días, a partir de las ocho de la noche, se encierra en su pequeño cuarto de vecindad y se pone a leer extraños libros que nadie, salvo él, podría entender.

Es joven, casi se diría que un muchacho, y por eso los habitantes de aquella vieja casona de barrio no logran comprenderlo. ¡Tener treinta años y pasarse la vida leyendo! ¿No era esto una tontería, un desperdicio de vida? ¡Leer! ¿Por qué no mejor vivir? La novela, escrita en francés, se titula La Grande Maison (1952), y el pasaje al que me refiero dice así: “Era raro no encontrar en los bolsillos del largo abrigo de Hamid, viejo y gris, libros en rústica cuya cubiertas y páginas se desprendían pero que jamás dejaba que se perdiesen. Él era quien había prestado a Omar ese libro intitulado Las montañas y los nombres; el niño lo descifró pacientemente, página tras página, sin desalentarse. Necesitó cuatro meses para terminarlo.

“Al comienzo las vecinas preguntaban:

“-¿Dónde aprendió a leer? –Y se ahogaban de risa. Fátima, su hermana, les replicaba:

“-Ha aprendido solo. ¡Si no quieren creerlo, vengan a ver!

“Se acercaban al umbral de la habitación; las más curiosas deslizaban la cabeza por la abertura de la cortina que cubría la tienda, pero luego se retiraban, confusas. Hamid leía por la noche, al resplandor de una lamparilla eléctrica. La noche era un momento de respiro. El ambiente de sobreexcitación de Dar-Sbitar (la casa grande) se aplacaba desde las ocho de la noche. Se esperaba ese momento para respirar.

“En esa época las mujeres iban a menudo a espiar a Hamid. Éste estaba siempre leyendo. Ellas volvían corriendo, con movimientos de aves asustadas y gran revolotear de faldas.

“-¡Sí, es cierto!

“-Lo hemos visto con nuestros propios ojos.

“Reían. Esta vez, nada de escepticismo. Reían simplemente porque encontraban extraño que un hombre leyese libros. ¿Por qué sólo él, entre todos los hombres que conocían? Esos gruesos libracos, de incalculables páginas, de signos en apretadas hileras, signos negros, pequeños…, ¿cómo se podía entender nada en ellos?

“-Es raro tu hermano –dijo una de las mujeres a Fátima-. No es como nuestros hombres. ¿Y por qué? ¿Quizá quiere llegar a ser un sabio?

“Y reían a mandíbula batiente…

“Si algo les preocupaba era saber por qué Hamid leía tanto. A esta pregunta no podían darle, jamás, una respuesta satisfactoria”.

¡El misterio de la lectura! ¿Por qué lee tanto Hamid? O, dicho con otras palabras, ¿por qué se lee?, ¿para qué? Las mujeres de aquella vieja casa comunal reían al ver a aquel hombre joven siempre inclinado sobre los libros. Pero yo conozco a una mujer a quien las devoradoras lecturas de su marido no causan precisamente hilaridad. Este pobre hombre, del que me compadezco, cuando llega a su casa con un nuevo volumen –quiero decir, recién comprado en una librería de viejo-, debe esconderlo entre sus ropas para que la dueña de sus días no lo acribille con reproches como éstos:

-¿Más libros? ¿Es que no tienes ya bastantes? ¡Ni siquiera has leído todos los que tienes! ¿Es que no sabes en qué otra cosa gastarte el dinero? ¡Ay, Dios mío, qué falta de creatividad! Siempre lo mismo. Libros, libros, libros. Libros en el comedor, libros debajo de la cama, libros sobre el sofá. ¡Con la falta que nos hace reparar el clóset y tú comprando libros!

O bien:

-Te vas a volver loco. Leer tanto es malo para la salud. Lo que tú necesitas es salir, airearte, llevarme al cine. ¿Cuánto hace que no me llevas a ninguna parte? En vez de vivir, lees. La lectura, para ti, es una fuga, un escape. ¿Te das cuenta del ejemplo que estás dando a nuestros hijos?

O, si no:

“-¡Ya verás lo que voy a hacer con tus libros cuando te mueras! ¡Los voy a vender a peso! Va a ser la manera en que me vengaré de ti. O voy a abrir las puertas de la casa de par en par y gritaré a los vecinos: ‘¡Vengan, tomen todos los libros que quieran! ¡Aquí no hacen falta libros, que sólo sirven para acumular polvo y hacer que la casa huela a viejo! ¡Vengan con cajas y llévense los que gusten!’. Sí, eso es lo que voy a hacer. ¡Y con qué gusto!

El pobre hombre, al oír aquellas amenazas no pensaba que quizá la que se moriría antes sería ella, y entonces todo estaría arreglado, sino que se limitaba a bajar la cabeza, como un niño el que sus padres acaban de reñir. ¿Qué más podía hacer? Bueno, sí, hacía además otra cosa: forraba las cubiertas de los libros con papel para envolver regalos, de manera que el ama y señora de sus días no se percatara de que había pasado ya de un libro a otro.

¿Para qué se lee? Como las mujeres de aquel vecindario argelino, nunca lo sabremos. La lectura es –y será siempre, al parecer-, un misterio inexplicable.

Y algunos no cambiaríamos nuestros libros ni por todo el oro sepultado en los océanos y las viejas casonas abandonadas. ¿Por qué? ¡Vaya usted a saber!

Quizá porque Dios, a la hora de nacer, o tal vez mientras crecíamos, nos haya susurrado al oído que hay en este mundo otras alegrías y cosas de mucho más valor que el dinero.

En una novela de Mohammed Dib (1920-2003) –mejor dicho, en la primera novela de Mohammed Dib-, el escritor argelino, aparece un hombre, un obrero, un pobre llamado Hamid, que todos los días, a partir de las ocho de la noche, se encierra en su pequeño cuarto de vecindad y se pone a leer extraños libros que nadie, salvo él, podría entender.

Es joven, casi se diría que un muchacho, y por eso los habitantes de aquella vieja casona de barrio no logran comprenderlo. ¡Tener treinta años y pasarse la vida leyendo! ¿No era esto una tontería, un desperdicio de vida? ¡Leer! ¿Por qué no mejor vivir? La novela, escrita en francés, se titula La Grande Maison (1952), y el pasaje al que me refiero dice así: “Era raro no encontrar en los bolsillos del largo abrigo de Hamid, viejo y gris, libros en rústica cuya cubiertas y páginas se desprendían pero que jamás dejaba que se perdiesen. Él era quien había prestado a Omar ese libro intitulado Las montañas y los nombres; el niño lo descifró pacientemente, página tras página, sin desalentarse. Necesitó cuatro meses para terminarlo.

“Al comienzo las vecinas preguntaban:

“-¿Dónde aprendió a leer? –Y se ahogaban de risa. Fátima, su hermana, les replicaba:

“-Ha aprendido solo. ¡Si no quieren creerlo, vengan a ver!

“Se acercaban al umbral de la habitación; las más curiosas deslizaban la cabeza por la abertura de la cortina que cubría la tienda, pero luego se retiraban, confusas. Hamid leía por la noche, al resplandor de una lamparilla eléctrica. La noche era un momento de respiro. El ambiente de sobreexcitación de Dar-Sbitar (la casa grande) se aplacaba desde las ocho de la noche. Se esperaba ese momento para respirar.

“En esa época las mujeres iban a menudo a espiar a Hamid. Éste estaba siempre leyendo. Ellas volvían corriendo, con movimientos de aves asustadas y gran revolotear de faldas.

“-¡Sí, es cierto!

“-Lo hemos visto con nuestros propios ojos.

“Reían. Esta vez, nada de escepticismo. Reían simplemente porque encontraban extraño que un hombre leyese libros. ¿Por qué sólo él, entre todos los hombres que conocían? Esos gruesos libracos, de incalculables páginas, de signos en apretadas hileras, signos negros, pequeños…, ¿cómo se podía entender nada en ellos?

“-Es raro tu hermano –dijo una de las mujeres a Fátima-. No es como nuestros hombres. ¿Y por qué? ¿Quizá quiere llegar a ser un sabio?

“Y reían a mandíbula batiente…

“Si algo les preocupaba era saber por qué Hamid leía tanto. A esta pregunta no podían darle, jamás, una respuesta satisfactoria”.

¡El misterio de la lectura! ¿Por qué lee tanto Hamid? O, dicho con otras palabras, ¿por qué se lee?, ¿para qué? Las mujeres de aquella vieja casa comunal reían al ver a aquel hombre joven siempre inclinado sobre los libros. Pero yo conozco a una mujer a quien las devoradoras lecturas de su marido no causan precisamente hilaridad. Este pobre hombre, del que me compadezco, cuando llega a su casa con un nuevo volumen –quiero decir, recién comprado en una librería de viejo-, debe esconderlo entre sus ropas para que la dueña de sus días no lo acribille con reproches como éstos:

-¿Más libros? ¿Es que no tienes ya bastantes? ¡Ni siquiera has leído todos los que tienes! ¿Es que no sabes en qué otra cosa gastarte el dinero? ¡Ay, Dios mío, qué falta de creatividad! Siempre lo mismo. Libros, libros, libros. Libros en el comedor, libros debajo de la cama, libros sobre el sofá. ¡Con la falta que nos hace reparar el clóset y tú comprando libros!

O bien:

-Te vas a volver loco. Leer tanto es malo para la salud. Lo que tú necesitas es salir, airearte, llevarme al cine. ¿Cuánto hace que no me llevas a ninguna parte? En vez de vivir, lees. La lectura, para ti, es una fuga, un escape. ¿Te das cuenta del ejemplo que estás dando a nuestros hijos?

O, si no:

“-¡Ya verás lo que voy a hacer con tus libros cuando te mueras! ¡Los voy a vender a peso! Va a ser la manera en que me vengaré de ti. O voy a abrir las puertas de la casa de par en par y gritaré a los vecinos: ‘¡Vengan, tomen todos los libros que quieran! ¡Aquí no hacen falta libros, que sólo sirven para acumular polvo y hacer que la casa huela a viejo! ¡Vengan con cajas y llévense los que gusten!’. Sí, eso es lo que voy a hacer. ¡Y con qué gusto!

El pobre hombre, al oír aquellas amenazas no pensaba que quizá la que se moriría antes sería ella, y entonces todo estaría arreglado, sino que se limitaba a bajar la cabeza, como un niño el que sus padres acaban de reñir. ¿Qué más podía hacer? Bueno, sí, hacía además otra cosa: forraba las cubiertas de los libros con papel para envolver regalos, de manera que el ama y señora de sus días no se percatara de que había pasado ya de un libro a otro.

¿Para qué se lee? Como las mujeres de aquel vecindario argelino, nunca lo sabremos. La lectura es –y será siempre, al parecer-, un misterio inexplicable.

Y algunos no cambiaríamos nuestros libros ni por todo el oro sepultado en los océanos y las viejas casonas abandonadas. ¿Por qué? ¡Vaya usted a saber!

Quizá porque Dios, a la hora de nacer, o tal vez mientras crecíamos, nos haya susurrado al oído que hay en este mundo otras alegrías y cosas de mucho más valor que el dinero.