/ domingo 10 de octubre de 2021

Por lo tanto, sean perfectos

“Ustedes, por lo tanto, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 48). Durante mucho tiempo, debo confesarlo con humildad de penitente, esta palabra, perfección, me angustiaba un poco. ¿Ser perfectos? ¿Y cómo era posible eso? No, no, yo no podía. Y en la medida en que leía libros y más libros para atemperar mi angustia, el ideal me parecía cada vez más lejano e inaccesible. En esos libros se hablaba de ayunos, de silencio, de silicios, de penitencia, de vigilias, de oraciones incesantes y disciplinas severísimas, y yo, mientras los tenía entre mis manos, quería morirme de la pena. ¡Ya no me agradaba la idea de ser perfecto! Todo eso estaba muy bien para un monje, pero no para mí, de modo que tomé, al final, la firme determinación de quedarme como estaba y seguir siendo el mismo cristiano imperfecto que había sido hasta entonces. Para decirlo ya, decidí acomodarme en mi imperfección como en una silla no muy cómoda, todo hay que decirlo, pero la única que tenía a mi alcance.

Un día, sin embargo, a la hora de la meditación en la capilla del Seminario, vinieron a dar ante mis ojos estas palabras que San Francisco de Sales (1567-1622), obispo de Ginebra, escribió en 1608 a una religiosa que seguramente ya sentía en su espalda la comezón de las alas: “Bien querríamos carecer de defectos; pero, querida hija, es necesario aceptar con paciencia el ser sólo hombres y no ángeles”. Recuerdo que, al leerlas, hasta salté en mi asiento, espantando así a mis compañeros de formación, que miraban sus breviarios –eran las 6, 30 de la mañana- con una emoción muy parecida a la modorra. Pero allí no acababa la cosa, no. Porque yo seguí leyendo, y entonces me encontré, al girar la página, con este otro pensamiento que me espabiló del todo:

“En cuanto a mí, si yo deseara, por ejemplo, no caer en el vicio de la vanidad, y que sin embargo diera una tremenda caída en él, no querría reprender a mi corazón en estos términos: ‘Pero, ¿no eres un infeliz abominable cuando después de tantos propósitos de enmienda has caído de nuevo en esa vanidad de la que huías? ¡Cáete, cáete muerto de vergüenza, no levantes los ojos de la tierra, ciego y desvergonzado, traidor y desleal al tu Dios!’, y otras frases parecidas. Yo querría corregirle, al contrario, con razones y con vías de compasión: ‘Anda pues, pobre corazón mío, mira cómo hemos caído en la fosa en la que habíamos hecho el propósito de no volver a caer. ¡Ahora levántate y tratemos de no volver a pecar! Acojámonos a la misericordia de Dios y esperemos que nos asista para ser más firmes en lo sucesivo. ¡Animo! Para otra vez seamos más vigilantes.” (Introducción a la vida devota III, 9).

Estos textos tuvieron para mí un efecto terapéutico. Ahora esta expresión de Jesús: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”, ya no me aterroriza, y ni siquiera me espanta. ¿Quién ha dicho que ser perfectos equivalga a todo eso que leí en aquellos librotes de mi juventud? Lo que Jesús dice es otra cosa. He aquí la perfección tal y como él la entiende: “Han oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Yo, en cambio, les digo: No hagan frente al que los agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, tú acompáñale dos” (Mateo 5, 38-41).

¿De qué se trata aquí? ¿De que los cristianos tengamos que ser, como decimos en México, unos dejados? ¡Para nada! Si ves que un ladrón entra a tu casa, o a la de tu vecino, tu deber es llamar a la policía. Quiere decir, más bien, que el cristiano es un hombre de corazón tan grande que no va pagarle a los demás con la misma moneda con que le pagan a él. Si alguno, como dice el Señor, nos golpea en una mejilla, siempre estaremos en la tentación de devolverle el golpe; pues bien, no lo hagamos, y así el pleito se dará por terminado. Pero si, molestos por la afrenta, también nosotros lo abofeteamos en respuesta a su agresión, él nos dará un nuevo golpe, y aquello no acabará jamás. ¡Seamos grandes! Si nuestro hermano pelea porque, según él, le toca más parte de la herencia paterna que a nosotros, no discutamos: démosle lo que quiere, y que le aproveche. A nosotros Dios nos dará por otros medios lo que con tanta generosidad hemos cedido por amor suyo. Esto es ser perfectos, pero no a la manera de los ángeles, sino de los hombres.

“Amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen. Así serán hijos de su Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia a justos e injustos” (Mateo 5, 43-48).

Hay quienes, cuando los saludas, ni siquiera te ven; gente a la que amas sin que te ame, a la que buscas sin que te busque, a la que prestas sin que te pague… Bien, tú sigue saludándolos, a pesar de todo; síguelos amando, aunque no seas correspondido; préstales lo que necesiten, aunque te parezca que con eso estás echando tu dinero a la lumbre. Eso hace el Padre; Él todos los días multiplica el pan y no por eso es más amado. Y si nosotros hacemos lo mismo, seremos perfectos. Esto es la perfección cristiana, y no lo que yo tontamente creía cuando, en mi juventud había decidido, por imposible, renunciar a ella.

En su tratado Sobre la creación del hombre escribió San Gregorio de Nisa (330-394): «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto. ¿Ves dónde nos propone el Señor la semejanza? Porque Él hace salir su sol sobre buenos y malos, hace llover sobre justos e injustos. Si aborreces lo malo, si no guardas a nadie rencor, si olvidas la enemistad de ayer, si amas a tus hermanos, si eres misericordioso, te has hecho semejante a Dios. Si eres para con el hermano que ha pecado contra ti tal como es Dios para contigo aun cuando pecas, te has hecho semejante a Dios por su misericordia. En conclusión, que tienes su imagen en cuanto que eres racional, pero te haces según su semejanza cuando practicas la bondad».

“Ustedes, por lo tanto, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 48). Durante mucho tiempo, debo confesarlo con humildad de penitente, esta palabra, perfección, me angustiaba un poco. ¿Ser perfectos? ¿Y cómo era posible eso? No, no, yo no podía. Y en la medida en que leía libros y más libros para atemperar mi angustia, el ideal me parecía cada vez más lejano e inaccesible. En esos libros se hablaba de ayunos, de silencio, de silicios, de penitencia, de vigilias, de oraciones incesantes y disciplinas severísimas, y yo, mientras los tenía entre mis manos, quería morirme de la pena. ¡Ya no me agradaba la idea de ser perfecto! Todo eso estaba muy bien para un monje, pero no para mí, de modo que tomé, al final, la firme determinación de quedarme como estaba y seguir siendo el mismo cristiano imperfecto que había sido hasta entonces. Para decirlo ya, decidí acomodarme en mi imperfección como en una silla no muy cómoda, todo hay que decirlo, pero la única que tenía a mi alcance.

Un día, sin embargo, a la hora de la meditación en la capilla del Seminario, vinieron a dar ante mis ojos estas palabras que San Francisco de Sales (1567-1622), obispo de Ginebra, escribió en 1608 a una religiosa que seguramente ya sentía en su espalda la comezón de las alas: “Bien querríamos carecer de defectos; pero, querida hija, es necesario aceptar con paciencia el ser sólo hombres y no ángeles”. Recuerdo que, al leerlas, hasta salté en mi asiento, espantando así a mis compañeros de formación, que miraban sus breviarios –eran las 6, 30 de la mañana- con una emoción muy parecida a la modorra. Pero allí no acababa la cosa, no. Porque yo seguí leyendo, y entonces me encontré, al girar la página, con este otro pensamiento que me espabiló del todo:

“En cuanto a mí, si yo deseara, por ejemplo, no caer en el vicio de la vanidad, y que sin embargo diera una tremenda caída en él, no querría reprender a mi corazón en estos términos: ‘Pero, ¿no eres un infeliz abominable cuando después de tantos propósitos de enmienda has caído de nuevo en esa vanidad de la que huías? ¡Cáete, cáete muerto de vergüenza, no levantes los ojos de la tierra, ciego y desvergonzado, traidor y desleal al tu Dios!’, y otras frases parecidas. Yo querría corregirle, al contrario, con razones y con vías de compasión: ‘Anda pues, pobre corazón mío, mira cómo hemos caído en la fosa en la que habíamos hecho el propósito de no volver a caer. ¡Ahora levántate y tratemos de no volver a pecar! Acojámonos a la misericordia de Dios y esperemos que nos asista para ser más firmes en lo sucesivo. ¡Animo! Para otra vez seamos más vigilantes.” (Introducción a la vida devota III, 9).

Estos textos tuvieron para mí un efecto terapéutico. Ahora esta expresión de Jesús: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”, ya no me aterroriza, y ni siquiera me espanta. ¿Quién ha dicho que ser perfectos equivalga a todo eso que leí en aquellos librotes de mi juventud? Lo que Jesús dice es otra cosa. He aquí la perfección tal y como él la entiende: “Han oído que se dijo: ‘Ojo por ojo, diente por diente’. Yo, en cambio, les digo: No hagan frente al que los agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, tú acompáñale dos” (Mateo 5, 38-41).

¿De qué se trata aquí? ¿De que los cristianos tengamos que ser, como decimos en México, unos dejados? ¡Para nada! Si ves que un ladrón entra a tu casa, o a la de tu vecino, tu deber es llamar a la policía. Quiere decir, más bien, que el cristiano es un hombre de corazón tan grande que no va pagarle a los demás con la misma moneda con que le pagan a él. Si alguno, como dice el Señor, nos golpea en una mejilla, siempre estaremos en la tentación de devolverle el golpe; pues bien, no lo hagamos, y así el pleito se dará por terminado. Pero si, molestos por la afrenta, también nosotros lo abofeteamos en respuesta a su agresión, él nos dará un nuevo golpe, y aquello no acabará jamás. ¡Seamos grandes! Si nuestro hermano pelea porque, según él, le toca más parte de la herencia paterna que a nosotros, no discutamos: démosle lo que quiere, y que le aproveche. A nosotros Dios nos dará por otros medios lo que con tanta generosidad hemos cedido por amor suyo. Esto es ser perfectos, pero no a la manera de los ángeles, sino de los hombres.

“Amen a sus enemigos y recen por los que los persiguen. Así serán hijos de su Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia a justos e injustos” (Mateo 5, 43-48).

Hay quienes, cuando los saludas, ni siquiera te ven; gente a la que amas sin que te ame, a la que buscas sin que te busque, a la que prestas sin que te pague… Bien, tú sigue saludándolos, a pesar de todo; síguelos amando, aunque no seas correspondido; préstales lo que necesiten, aunque te parezca que con eso estás echando tu dinero a la lumbre. Eso hace el Padre; Él todos los días multiplica el pan y no por eso es más amado. Y si nosotros hacemos lo mismo, seremos perfectos. Esto es la perfección cristiana, y no lo que yo tontamente creía cuando, en mi juventud había decidido, por imposible, renunciar a ella.

En su tratado Sobre la creación del hombre escribió San Gregorio de Nisa (330-394): «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto. ¿Ves dónde nos propone el Señor la semejanza? Porque Él hace salir su sol sobre buenos y malos, hace llover sobre justos e injustos. Si aborreces lo malo, si no guardas a nadie rencor, si olvidas la enemistad de ayer, si amas a tus hermanos, si eres misericordioso, te has hecho semejante a Dios. Si eres para con el hermano que ha pecado contra ti tal como es Dios para contigo aun cuando pecas, te has hecho semejante a Dios por su misericordia. En conclusión, que tienes su imagen en cuanto que eres racional, pero te haces según su semejanza cuando practicas la bondad».