/ domingo 15 de noviembre de 2020

Oración del perseguido


Cómo se llamaba, quién era el hombre que cantó por primera vez el salmo 16? Era, en todo caso, un hombre perseguido: alguien que, a causa del encono de sus enemigos, siente que le llega el agua al cuello.

Señor –gime, desconsolado-, escucha mi apelación,

atiende a mis clamores,

presta oído a mi súplica,

pues en mis labios no hay engaño;

emane de ti la sentencia,

miren tus ojos mi rectitud (vv. 1-2).

Quien sea que haya escrito estas palabras, la verdad es que estaba desesperado. ¿Por qué lo persiguen? Empieza suplicándole a Dios que lo escuche, y luego que lo examine. Se pone, por decirlo así, bajo la mirada de Dios para que sea Él y no otros quienes le den su merecido. Y, por lo demás, cree que puede pedir ser escuchado, pues su conciencia nada le reprocha:

Aunque sondees mi corazón –prosigue-,

visitándolo de noche;

aunque me pruebes al fuego,

no encontrarás malicia en mí (v. 3).

Mientras leo este versículo –es el mediodía, lo que los antiguos llamaba “la hora sexta”-, me ruborizo. ¡Yo no podría hablar como el salmista, pues no estoy tan seguro de mí mismo! Él, sin embargo, lo está. Es un hombre recto que sabe que no ha fallado ni transgredido a sabiendas los mandamientos del Señor:

Yo me he mantenido –dice-

en la senda establecida.

Mis pies estuvieron firmes en tus caminos

y no vacilaron mis pasos (vv. 4-5).

¿Por qué se empeña el salmista en justificarse a sí mismo con tanta insistencia ante Dios? Porque, si fuese culpable, no pediría auxilio: no se atrevería. Pero, puesto que no lo es, pide a Dios que se ponga de su lado. ¡Este hombre sabe a quién se dirige! No a un Dios al que le dé lo mismo el bien que el mal, sino a Aquel que enjuga las lágrimas de los justos y lo defiende de los hombres perversos:

Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío;

inclina el oído y escucha mis palabras.

Muestra las maravillas de tu misericordia,

tú que salvas de sus adversarios

a quien se refugia a tu derecha (vv. 6-7).

¡Sorpréndeme!, pide a Dios el salmista. Muéstrate como lo que eres, o como quien eres: un Dios poderoso que ama al hombre bueno y detesta al malvado. El autor del salmo 16 se espanta de ver cuántos enemigos tiene y cuán feroces son, y por eso dice, suplicante:

Guárdame como a las niñas de tus ojos,

a la sombra de tus alas escóndeme

de los malvados que me asaltan,

del enemigo mortal que me cerca (vv. 8-9).

No se trata de cualesquiera enemigos: éstos son letales, como ciertas serpientes del desierto. Pero, ¿puede un hombre bueno, un hombre justo, tener enemigos? ¡Claro que puede tenerlos! Él más que nadie. ¡Desechemos cuanto antes, por el amor de Dios, la imagen del hombre grande al que todos aprecian! Seamos honestos y confesémoslo: entre más grande sea un hombre, más enemigos tendrá. Jesús los tuvo, y fueron para él absolutamente fatales.

Confesó una vez el novelista francés Émile Zola (1840-1902) a uno de sus colegas: “Me atacan, luego vivo. La verdadera muerte literaria empieza con el silencio que se hace en torno al hombre y a sus obras”. También Jesús, dos mil años después de su resurrección; también Jesús, hoy mismo, podría decir: “Me atacan, luego vivo”. Prosigue el salmista:

Has cerrado sus entrañas

y hablan con boca arrogante;

ya me rodean sus pasos,

se hacen guiños para derribarme,

como un león ávido de presa,

como un cachorro agazapado en su escondrijo (vv. 10-11).

¿Quién era este hombre que tantos enemigos tenía? Debía tratarese, en efecto, de un hombre muy gramde. Sólo a los grandes les suceden estas cosas. “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo –dijo una vez Jonathan Swift (1667-1745)-, puedes reconocerlo por esta señal: todos los imbéciles se han confabulado contra él”.


Cómo se llamaba, quién era el hombre que cantó por primera vez el salmo 16? Era, en todo caso, un hombre perseguido: alguien que, a causa del encono de sus enemigos, siente que le llega el agua al cuello.

Señor –gime, desconsolado-, escucha mi apelación,

atiende a mis clamores,

presta oído a mi súplica,

pues en mis labios no hay engaño;

emane de ti la sentencia,

miren tus ojos mi rectitud (vv. 1-2).

Quien sea que haya escrito estas palabras, la verdad es que estaba desesperado. ¿Por qué lo persiguen? Empieza suplicándole a Dios que lo escuche, y luego que lo examine. Se pone, por decirlo así, bajo la mirada de Dios para que sea Él y no otros quienes le den su merecido. Y, por lo demás, cree que puede pedir ser escuchado, pues su conciencia nada le reprocha:

Aunque sondees mi corazón –prosigue-,

visitándolo de noche;

aunque me pruebes al fuego,

no encontrarás malicia en mí (v. 3).

Mientras leo este versículo –es el mediodía, lo que los antiguos llamaba “la hora sexta”-, me ruborizo. ¡Yo no podría hablar como el salmista, pues no estoy tan seguro de mí mismo! Él, sin embargo, lo está. Es un hombre recto que sabe que no ha fallado ni transgredido a sabiendas los mandamientos del Señor:

Yo me he mantenido –dice-

en la senda establecida.

Mis pies estuvieron firmes en tus caminos

y no vacilaron mis pasos (vv. 4-5).

¿Por qué se empeña el salmista en justificarse a sí mismo con tanta insistencia ante Dios? Porque, si fuese culpable, no pediría auxilio: no se atrevería. Pero, puesto que no lo es, pide a Dios que se ponga de su lado. ¡Este hombre sabe a quién se dirige! No a un Dios al que le dé lo mismo el bien que el mal, sino a Aquel que enjuga las lágrimas de los justos y lo defiende de los hombres perversos:

Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío;

inclina el oído y escucha mis palabras.

Muestra las maravillas de tu misericordia,

tú que salvas de sus adversarios

a quien se refugia a tu derecha (vv. 6-7).

¡Sorpréndeme!, pide a Dios el salmista. Muéstrate como lo que eres, o como quien eres: un Dios poderoso que ama al hombre bueno y detesta al malvado. El autor del salmo 16 se espanta de ver cuántos enemigos tiene y cuán feroces son, y por eso dice, suplicante:

Guárdame como a las niñas de tus ojos,

a la sombra de tus alas escóndeme

de los malvados que me asaltan,

del enemigo mortal que me cerca (vv. 8-9).

No se trata de cualesquiera enemigos: éstos son letales, como ciertas serpientes del desierto. Pero, ¿puede un hombre bueno, un hombre justo, tener enemigos? ¡Claro que puede tenerlos! Él más que nadie. ¡Desechemos cuanto antes, por el amor de Dios, la imagen del hombre grande al que todos aprecian! Seamos honestos y confesémoslo: entre más grande sea un hombre, más enemigos tendrá. Jesús los tuvo, y fueron para él absolutamente fatales.

Confesó una vez el novelista francés Émile Zola (1840-1902) a uno de sus colegas: “Me atacan, luego vivo. La verdadera muerte literaria empieza con el silencio que se hace en torno al hombre y a sus obras”. También Jesús, dos mil años después de su resurrección; también Jesús, hoy mismo, podría decir: “Me atacan, luego vivo”. Prosigue el salmista:

Has cerrado sus entrañas

y hablan con boca arrogante;

ya me rodean sus pasos,

se hacen guiños para derribarme,

como un león ávido de presa,

como un cachorro agazapado en su escondrijo (vv. 10-11).

¿Quién era este hombre que tantos enemigos tenía? Debía tratarese, en efecto, de un hombre muy gramde. Sólo a los grandes les suceden estas cosas. “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo –dijo una vez Jonathan Swift (1667-1745)-, puedes reconocerlo por esta señal: todos los imbéciles se han confabulado contra él”.