/ domingo 24 de julio de 2022

Opinión | Lo que queda del paraíso

Habrás oído decir –yo lo escucho en todas partes- que este mundo es un infierno. No lo es. Hay en él, todavía, algunos restos del paraíso. Me preguntarás cuáles, y yo ahora te lo diré. Mas antes hay que afinar la mirada, hijo mío, y verlo todo con ojos nuevos para descubrirlos.

¿Sabías, por ejemplo, que según el relato bíblico todos los ríos nacieron en el Edén? Todas sus fuentes están allí. Así que, cuando veas el correr de las aguas, no te limites a contemplarlas de lejos: sumérgete en ellas y te sentirás renovado, distinto.

Esta breve carta podría haberse titulado Defensa de los ríos, y si con ella logro hacerte amarlos, no será tiempo perdido. Dirás que se trata de una carta ecológica, pero yo te digo que es mucho más que eso. Es, si lo prefieres, una carta teológica: una invitación a la vida contemplativa.

Sabe, hijo mío, que todo río es sagrado y purificador. Lava no solamente la suciedad del cuerpo: cura también la tristeza del alma y aplaca la nostalgia del paraíso que todos llevamos dentro. ¿Qué tiene el agua viva que canta al correr y encanta al bañar? Escucha el relato bíblico:

“El Señor Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver, y buenos para comer, así como el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal. De Edén salía un río que regaba el huerto, y desde aquí se dividía en cuatro brazos. El primero se llamaba Pisón; es el que bordea la región de Javilá, donde hay oro; el oro de esta región es puro; y también hay allí resina olorosa y ónix. El segundo se llamaba Guijón; es el que bordea la región de Cus. El tercero se llamaba Tigris; es el que pasa al este de Asiria. El cuarto es el Éufrates” (Génesis 2, 8-14).

¿Ves que este río era un único y solo río que luego se dividía en cuatro brazos? ¿Observas que este río salía del Edén, trascendiendo sus fronteras? Así pues, hijo mío, todos los ríos que conoces por haberlos visto alguna vez son ramificaciones ulteriores de ese único río nacido en el Edén. ¡Los geólogos te darán otras explicaciones, seguramente! Pero en esto hay un misterio que supera con mucho los saberes de la geología. Toda agua que fluye es, en cierta medida, agua nacida en el Edén.

Que esto es así, lo aseguran incluso los viejos maestros judíos, y un estudioso de ellos, Aryeh Kaplan, ha podido escribir: “Existe un midrash que nos cuenta que, después de que Adán fue arrojado del Edén, se arrepintió sentándose en este río. Si bien había sido arrojado permanentemente del jardín, él trataba de mantener un vínculo por medio de este río. Así también, cuando una persona se sumerge en las aguas de la mitvah, está restableciendo un vínculo con el estado perfecto del hombre. Entonces pierde el estado de impureza (tumah), y renace a un estado de pureza en el cual se le permite entrar en el Templo santo”. Y prosigue: “La narración del Edén se interrumpe con una descripción del río que corre fuera del jardín del Edén. Ahora bien, la razón de ser de este río es clara. La Torá nos dice que Dios plantó un jardín y en él el árbol del conocimiento del bien y del mal. Con él fue creada la posibilidad de que el hombre pudiera pecar y ser arrojado del Edén. Así, aún antes de que Dios pusiera al hombre en el Edén, estableció un vínculo entre el jardín y el mundo externo, o sea, el río que emerge del Edén”.

No es éste el momento de explicarte en qué consiste una mitvah, y además no creo que te interese, pues no eres judío. Quédate, sin embargo, con esta idea: “Aún antes de que Dios pusiera al hombre en el Edén, estableció un vínculo entre el jardín y el mundo externo, o sea, el río que emerge del Edén”. Esto quiere decir que todo río es un brazo más de aquel río original y nos conecta con él.

Hoy los jóvenes se bañan en bellas piscinas iluminadas. Pero bañarse en un rio, como ya lo puedes ver, es otra cosa. ¿Cómo, pues, podrá ser un infierno este mundo mientras haya ríos? Mientras éstos existan, aún habrá entre nosotros vestigios del paraíso.

¿Y qué decir de los árboles? También éstos nacieron allí. Y hay quien asegura que Adán, mientras caminaba rumbo al exilio, lejos del Edén, se llevó consigo, oculta en la palma de su mano, unas cuantas semillas que, al convertirse más tarde en árboles frondosos, le recordarían su pasado glorioso.

¡Qué dulce es sentarse a la sombra de un árbol! ¿No te pone nostálgico, mientras corres de un lado para otro, pensar que podrías pasar la tarde en medio de un jardín? Sí, los jardines nos ponen nostálgicos, pues también los árboles nacieron en el Edén. Así, cuando veas uno, sobre todo si es añoso y aún fuerte, detente a contemplarlo y, de ser posible, a reposar cabe su sombra. ¡Es una sombra protectora! Si así lo haces, experimentar, aunque sólo sea en pequeñas dosis, la dulzura que debió experimentar Adán cuando la tierra estaba recién hecha. Y luego está la miel. ¿No te gusta? ¿No es exquisita? ¡Es porque tiene, igualmente, como los ríos y los árboles, sabor a paraíso! De las abejas que la producen dijo un famoso entomólogo norteamericano que es un animal divino “voluntariamente escapado del jardín del Edén para endulzar el destino del hombre expulsado del paraíso”.

La lista podría alargarse más, pero yo debo concluir. ¡Son tantos, todavía, los vestigios que quedan del paraíso! Trata de descubrirlos y de experimentar su fuerza sanadora. Búscalos con pasión y así te volverás un ser contemplativo. Busca en todas las cosas su origen divino, y entonces el mundo ya no te parecerá un infierno.

No, el mundo no es el infierno. Es el lugar del exilio humano, solamente.

Habrás oído decir –yo lo escucho en todas partes- que este mundo es un infierno. No lo es. Hay en él, todavía, algunos restos del paraíso. Me preguntarás cuáles, y yo ahora te lo diré. Mas antes hay que afinar la mirada, hijo mío, y verlo todo con ojos nuevos para descubrirlos.

¿Sabías, por ejemplo, que según el relato bíblico todos los ríos nacieron en el Edén? Todas sus fuentes están allí. Así que, cuando veas el correr de las aguas, no te limites a contemplarlas de lejos: sumérgete en ellas y te sentirás renovado, distinto.

Esta breve carta podría haberse titulado Defensa de los ríos, y si con ella logro hacerte amarlos, no será tiempo perdido. Dirás que se trata de una carta ecológica, pero yo te digo que es mucho más que eso. Es, si lo prefieres, una carta teológica: una invitación a la vida contemplativa.

Sabe, hijo mío, que todo río es sagrado y purificador. Lava no solamente la suciedad del cuerpo: cura también la tristeza del alma y aplaca la nostalgia del paraíso que todos llevamos dentro. ¿Qué tiene el agua viva que canta al correr y encanta al bañar? Escucha el relato bíblico:

“El Señor Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver, y buenos para comer, así como el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal. De Edén salía un río que regaba el huerto, y desde aquí se dividía en cuatro brazos. El primero se llamaba Pisón; es el que bordea la región de Javilá, donde hay oro; el oro de esta región es puro; y también hay allí resina olorosa y ónix. El segundo se llamaba Guijón; es el que bordea la región de Cus. El tercero se llamaba Tigris; es el que pasa al este de Asiria. El cuarto es el Éufrates” (Génesis 2, 8-14).

¿Ves que este río era un único y solo río que luego se dividía en cuatro brazos? ¿Observas que este río salía del Edén, trascendiendo sus fronteras? Así pues, hijo mío, todos los ríos que conoces por haberlos visto alguna vez son ramificaciones ulteriores de ese único río nacido en el Edén. ¡Los geólogos te darán otras explicaciones, seguramente! Pero en esto hay un misterio que supera con mucho los saberes de la geología. Toda agua que fluye es, en cierta medida, agua nacida en el Edén.

Que esto es así, lo aseguran incluso los viejos maestros judíos, y un estudioso de ellos, Aryeh Kaplan, ha podido escribir: “Existe un midrash que nos cuenta que, después de que Adán fue arrojado del Edén, se arrepintió sentándose en este río. Si bien había sido arrojado permanentemente del jardín, él trataba de mantener un vínculo por medio de este río. Así también, cuando una persona se sumerge en las aguas de la mitvah, está restableciendo un vínculo con el estado perfecto del hombre. Entonces pierde el estado de impureza (tumah), y renace a un estado de pureza en el cual se le permite entrar en el Templo santo”. Y prosigue: “La narración del Edén se interrumpe con una descripción del río que corre fuera del jardín del Edén. Ahora bien, la razón de ser de este río es clara. La Torá nos dice que Dios plantó un jardín y en él el árbol del conocimiento del bien y del mal. Con él fue creada la posibilidad de que el hombre pudiera pecar y ser arrojado del Edén. Así, aún antes de que Dios pusiera al hombre en el Edén, estableció un vínculo entre el jardín y el mundo externo, o sea, el río que emerge del Edén”.

No es éste el momento de explicarte en qué consiste una mitvah, y además no creo que te interese, pues no eres judío. Quédate, sin embargo, con esta idea: “Aún antes de que Dios pusiera al hombre en el Edén, estableció un vínculo entre el jardín y el mundo externo, o sea, el río que emerge del Edén”. Esto quiere decir que todo río es un brazo más de aquel río original y nos conecta con él.

Hoy los jóvenes se bañan en bellas piscinas iluminadas. Pero bañarse en un rio, como ya lo puedes ver, es otra cosa. ¿Cómo, pues, podrá ser un infierno este mundo mientras haya ríos? Mientras éstos existan, aún habrá entre nosotros vestigios del paraíso.

¿Y qué decir de los árboles? También éstos nacieron allí. Y hay quien asegura que Adán, mientras caminaba rumbo al exilio, lejos del Edén, se llevó consigo, oculta en la palma de su mano, unas cuantas semillas que, al convertirse más tarde en árboles frondosos, le recordarían su pasado glorioso.

¡Qué dulce es sentarse a la sombra de un árbol! ¿No te pone nostálgico, mientras corres de un lado para otro, pensar que podrías pasar la tarde en medio de un jardín? Sí, los jardines nos ponen nostálgicos, pues también los árboles nacieron en el Edén. Así, cuando veas uno, sobre todo si es añoso y aún fuerte, detente a contemplarlo y, de ser posible, a reposar cabe su sombra. ¡Es una sombra protectora! Si así lo haces, experimentar, aunque sólo sea en pequeñas dosis, la dulzura que debió experimentar Adán cuando la tierra estaba recién hecha. Y luego está la miel. ¿No te gusta? ¿No es exquisita? ¡Es porque tiene, igualmente, como los ríos y los árboles, sabor a paraíso! De las abejas que la producen dijo un famoso entomólogo norteamericano que es un animal divino “voluntariamente escapado del jardín del Edén para endulzar el destino del hombre expulsado del paraíso”.

La lista podría alargarse más, pero yo debo concluir. ¡Son tantos, todavía, los vestigios que quedan del paraíso! Trata de descubrirlos y de experimentar su fuerza sanadora. Búscalos con pasión y así te volverás un ser contemplativo. Busca en todas las cosas su origen divino, y entonces el mundo ya no te parecerá un infierno.

No, el mundo no es el infierno. Es el lugar del exilio humano, solamente.