/ domingo 27 de junio de 2021

Opinión

Eudoxia, la emperatriz, estaba –como ya dijimos en la entrega anterior- muy molesta con Juan, ese predicador iluminado que no paraba de criticarla en sus sermones. ¿Cómo se le había ocurrido a su marido, el emperador Teodosio, hacer venir de Antioquía a ese energúmeno? ¡Y pensar que hubo un momento en que todos creyeron que ese obispo vociferador daría lustre, con su elocuencia, a la recién construida ciudad imperial! ¡Pensar que hasta que hubo que secuestrarlo para traerlo a Constantinopla! ¡Ah, canalla! En vez de mostrarse agradecido con su nombramiento, se le iba la vida atacando a los gobernantes!

La gente, por supuesto, lo quería. Quererlo era poco: más aún que eso, lo adoraban. Pero, ¿y que? ¡o adoraba.Pero, ¿y qugradecido con su nombramiento, se le iba la vida atacando a los ricos!

lo a Constantinopla! ¡Aé? ¡Ya sabría ese prelado con arranques de profeta lo que era toparse con una pared!

Pero Juan arremetía, y cada vez con mayor violencia, importándole muy poco lo que pudiera ocurrirle! Decía a su auditorio:

“Debes procurar ser un hombre para que la naturaleza no resulte mentirosa al llamarte así. ¿Entendéis lo que estoy queriendo decir? Me diréis que ya sois hombres. Pero con frecuencia se es hombre sólo de nombre, no de sentimientos. Si yo veo que vivís irracionalmente, ¿cómo llamaros hombres y no bueyes? Si veo que sois rapaces, ¿cómo voy a llamaros hombres y no lobos?... Me diréis: ‘¿Ya estás otra vez metiéndote con los ricos?’. Pero yo os digo: ‘¡Ya estáis otra vez vosotros contra los pobres!’. Si vosotros no os hartáis de devorar y tragaros a los pobres, yo no me harto de echároslo en cara… Apártate de mis ovejas, apártate de mi rebaño. No me lo destruyas. Y si me lo destruyes, ¿me acusarás de que te persigo? Si yo fuese pastor de ovejas, ¿me acusarías de perseguir al lobo que invadiera mi rebaño? Pero soy pastor de una grey espiritual. Por eso no persigo a pedradas, sino con la palabra. O, mejor dicho: no te persigo, sino que te llamo. Y, además, yo no te persigo a ti, sino al lobo. Y si no eres lobo, no te persigo… Por tanto, yo no estoy contra los ricos, sino a favor de los ricos. Hablando como hablo, estoy a favor tuyo, aunque tú no te des cuenta. Sí, porque te libro del pecado, te saco de la rapiña, te hago amigo de todos y amable a todos. ¿Esto es perseguir o aconsejar?, ¿es esto aborrecerte o más bien amarte? No te persigo a ti, sino a tu pasión; no te hago la guerra a ti, sino a tu maldad”…

¡Llamar bueyes a los poderosos! ¡Llamarlos lobos! ¿No era demasiado? Eudoxia, al oír estos sermones, echaba chispas por los ojos. Sin embargo, en otra ocasión, Juan Crisóstomo fue todavía más allá, poniendo en duda la legitimidad de las riquezas que aquellos señores, sentados en las primeras filas de la Catedral, ostentaban con tanto orgullo:

“Decidme vosotros, por favor: ¿de dónde proceden vuestras riquezas?, ¿de quién las habéis recibido? ‘De mis abuelos por medio de mi padre’. Y bien: ¿sois capaces de iros remontando así por la familia y demostrar que lo que poseéis lo tenéis justamente? No sois capaces. El principio y raíz de la riqueza es siempre, forzosamente, la injusticia. ¿Por qué? Porque al principio Dios no hizo rico a uno y pobre a otro, ni tomó a uno y le dio grandes yacimientos de oro, privando al otro de este hallazgo. ¡No señor! Dios puso delante de todos la misma tierra. Y ¿cómo, siendo común, posees tú hectáreas y más hectáreas, y el otro ni un terrón? ‘Me las transmitió mi padre’, me contestas. Pero él, ¿de quién las recibió? ‘De sus antepasados’. Pero es necesario remontarnos más arriba y llegar al principio”…

Y como esto era ya demasiado –atacar no sólo a los ricos, sino a sus mismos padres y abuelos-, la reina fue terminante: Juan debía irse con su música a otra parte.

Se le exilió y fue llevado a Cúcuso, un villorrio miserable perdido en la geografía del Imperio: región de clima inhóspito, desolado e incomunicado. Y hasta allá fue llevado no a caballo, ni sentado en una mula, sino a pie, bajo los despiadados rayos del sol. Pero en Cúcuso Juan Crisóstomo era Juan Crisóstomo, y los fieles de los confines, si no es exagerado expresarme así, lo quería con un amor rayano en la adoración. De todas partes venían a escucharlo, y eso molestó muchísimo a los emperadores, quienes decidieron llevárselo aún más lejos. Dos guardias pretorianos fueron por él, lo tomaron del brazo y lo obligaron a emprender la larga marcha hacia la soledad. Aquella caminata duró tres meses. Juan, el célebre obispo de Constantinopla, era ya casi un cadáver: cientos de huesos forrados con piel. O más que un cadáver, un ángel del Señor: su cuerpo había perdido todo peso, y era ya más espíritu que carne.

El 13 de septiembre del año 407, Juan y los dos guardias llegaban a Comana; “no al pueblo de ese nombre –precisa uno de sus biógrafos-, sino a un ‘martirio’, término con que era designado el santuario en que había un sepulcro de mártir. Era una rústica ermita en pleno descampado. Se veneraba allí el cuerpo de San Basilisco, obispo que fue de Comana, muerto por la fe en Nicomedia, reinando Maximino.

“En aquella solitaria ermita se alojaron los tres peregrinantes con intención de pasar allí la noche y proseguir el viaje al siguiente día. ¡Estaba de Dios que aquella noche sería la última de Juan!... Al romper el alba, los pretorianos dan la orden de salida. Juan, que se siente desfallecer, pide una tregua, hasta que las fuerzas le vuelvan… Se despojó entonces de su calzado y demás arreos de caminante y se arropó de blanco. ¿Era algo así como amortajarse a sí mismo de antemano? Luego dijo: ‘¡Gloria a Dios en todo!’. Y muriF(﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽Dios en todo!'o dijo: ".a, los pretorianos dan la orden de salida. Juan, que se siente desfallecer, pide una tregua, hó” (Félix Arrarás, Juan Crisóstomo, Madrid, Atlas, 1943, pp. 131-139).

Ese día, Eudoxia, la emperatriz, ignorante de la muerte de Juan, como todos los días, ofrecía una fiesta para mostrar a la alta sociedad constantinopolitana sus nuevas joyas, sus nuevos escarpines y sus nuevos vestidos, cuajados de piedras preciosas...

Eudoxia, la emperatriz, estaba –como ya dijimos en la entrega anterior- muy molesta con Juan, ese predicador iluminado que no paraba de criticarla en sus sermones. ¿Cómo se le había ocurrido a su marido, el emperador Teodosio, hacer venir de Antioquía a ese energúmeno? ¡Y pensar que hubo un momento en que todos creyeron que ese obispo vociferador daría lustre, con su elocuencia, a la recién construida ciudad imperial! ¡Pensar que hasta que hubo que secuestrarlo para traerlo a Constantinopla! ¡Ah, canalla! En vez de mostrarse agradecido con su nombramiento, se le iba la vida atacando a los gobernantes!

La gente, por supuesto, lo quería. Quererlo era poco: más aún que eso, lo adoraban. Pero, ¿y que? ¡o adoraba.Pero, ¿y qugradecido con su nombramiento, se le iba la vida atacando a los ricos!

lo a Constantinopla! ¡Aé? ¡Ya sabría ese prelado con arranques de profeta lo que era toparse con una pared!

Pero Juan arremetía, y cada vez con mayor violencia, importándole muy poco lo que pudiera ocurrirle! Decía a su auditorio:

“Debes procurar ser un hombre para que la naturaleza no resulte mentirosa al llamarte así. ¿Entendéis lo que estoy queriendo decir? Me diréis que ya sois hombres. Pero con frecuencia se es hombre sólo de nombre, no de sentimientos. Si yo veo que vivís irracionalmente, ¿cómo llamaros hombres y no bueyes? Si veo que sois rapaces, ¿cómo voy a llamaros hombres y no lobos?... Me diréis: ‘¿Ya estás otra vez metiéndote con los ricos?’. Pero yo os digo: ‘¡Ya estáis otra vez vosotros contra los pobres!’. Si vosotros no os hartáis de devorar y tragaros a los pobres, yo no me harto de echároslo en cara… Apártate de mis ovejas, apártate de mi rebaño. No me lo destruyas. Y si me lo destruyes, ¿me acusarás de que te persigo? Si yo fuese pastor de ovejas, ¿me acusarías de perseguir al lobo que invadiera mi rebaño? Pero soy pastor de una grey espiritual. Por eso no persigo a pedradas, sino con la palabra. O, mejor dicho: no te persigo, sino que te llamo. Y, además, yo no te persigo a ti, sino al lobo. Y si no eres lobo, no te persigo… Por tanto, yo no estoy contra los ricos, sino a favor de los ricos. Hablando como hablo, estoy a favor tuyo, aunque tú no te des cuenta. Sí, porque te libro del pecado, te saco de la rapiña, te hago amigo de todos y amable a todos. ¿Esto es perseguir o aconsejar?, ¿es esto aborrecerte o más bien amarte? No te persigo a ti, sino a tu pasión; no te hago la guerra a ti, sino a tu maldad”…

¡Llamar bueyes a los poderosos! ¡Llamarlos lobos! ¿No era demasiado? Eudoxia, al oír estos sermones, echaba chispas por los ojos. Sin embargo, en otra ocasión, Juan Crisóstomo fue todavía más allá, poniendo en duda la legitimidad de las riquezas que aquellos señores, sentados en las primeras filas de la Catedral, ostentaban con tanto orgullo:

“Decidme vosotros, por favor: ¿de dónde proceden vuestras riquezas?, ¿de quién las habéis recibido? ‘De mis abuelos por medio de mi padre’. Y bien: ¿sois capaces de iros remontando así por la familia y demostrar que lo que poseéis lo tenéis justamente? No sois capaces. El principio y raíz de la riqueza es siempre, forzosamente, la injusticia. ¿Por qué? Porque al principio Dios no hizo rico a uno y pobre a otro, ni tomó a uno y le dio grandes yacimientos de oro, privando al otro de este hallazgo. ¡No señor! Dios puso delante de todos la misma tierra. Y ¿cómo, siendo común, posees tú hectáreas y más hectáreas, y el otro ni un terrón? ‘Me las transmitió mi padre’, me contestas. Pero él, ¿de quién las recibió? ‘De sus antepasados’. Pero es necesario remontarnos más arriba y llegar al principio”…

Y como esto era ya demasiado –atacar no sólo a los ricos, sino a sus mismos padres y abuelos-, la reina fue terminante: Juan debía irse con su música a otra parte.

Se le exilió y fue llevado a Cúcuso, un villorrio miserable perdido en la geografía del Imperio: región de clima inhóspito, desolado e incomunicado. Y hasta allá fue llevado no a caballo, ni sentado en una mula, sino a pie, bajo los despiadados rayos del sol. Pero en Cúcuso Juan Crisóstomo era Juan Crisóstomo, y los fieles de los confines, si no es exagerado expresarme así, lo quería con un amor rayano en la adoración. De todas partes venían a escucharlo, y eso molestó muchísimo a los emperadores, quienes decidieron llevárselo aún más lejos. Dos guardias pretorianos fueron por él, lo tomaron del brazo y lo obligaron a emprender la larga marcha hacia la soledad. Aquella caminata duró tres meses. Juan, el célebre obispo de Constantinopla, era ya casi un cadáver: cientos de huesos forrados con piel. O más que un cadáver, un ángel del Señor: su cuerpo había perdido todo peso, y era ya más espíritu que carne.

El 13 de septiembre del año 407, Juan y los dos guardias llegaban a Comana; “no al pueblo de ese nombre –precisa uno de sus biógrafos-, sino a un ‘martirio’, término con que era designado el santuario en que había un sepulcro de mártir. Era una rústica ermita en pleno descampado. Se veneraba allí el cuerpo de San Basilisco, obispo que fue de Comana, muerto por la fe en Nicomedia, reinando Maximino.

“En aquella solitaria ermita se alojaron los tres peregrinantes con intención de pasar allí la noche y proseguir el viaje al siguiente día. ¡Estaba de Dios que aquella noche sería la última de Juan!... Al romper el alba, los pretorianos dan la orden de salida. Juan, que se siente desfallecer, pide una tregua, hasta que las fuerzas le vuelvan… Se despojó entonces de su calzado y demás arreos de caminante y se arropó de blanco. ¿Era algo así como amortajarse a sí mismo de antemano? Luego dijo: ‘¡Gloria a Dios en todo!’. Y muriF(﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽Dios en todo!'o dijo: ".a, los pretorianos dan la orden de salida. Juan, que se siente desfallecer, pide una tregua, hó” (Félix Arrarás, Juan Crisóstomo, Madrid, Atlas, 1943, pp. 131-139).

Ese día, Eudoxia, la emperatriz, ignorante de la muerte de Juan, como todos los días, ofrecía una fiesta para mostrar a la alta sociedad constantinopolitana sus nuevas joyas, sus nuevos escarpines y sus nuevos vestidos, cuajados de piedras preciosas...