/ domingo 30 de septiembre de 2018

Opinión

LA CAMPANA DE LA DICHA

Antes de morir el rey de un lejano país, llamó a su hijo y le dijo:

-Hijo, voy a dejar el mundo. Durante mi largo reinado solo pensé en hacer feliz a mi pueblo, y he llegado a saber que un rey no puede ser dichoso. El hombre que gobierna vive atormentado y esclavo de su pueblo. No conoce tranquilidad ni paz. Hijo, un rey solo puede sentirse dichoso si al morir lo hace con dulzura.

El príncipe heredero oyó estas palabras sin creerlas y le dijo: -Padre, ni cargas ni deberes de Estado me abrumarán y me volverán triste, porque la vida de un rey debe ser siempre dichosa y si la suerte me acompaña, demostraré al mundo entero y a mi Corte en qué consiste la dicha.

Terminado el luto el joven monarca ordenó que instalasen una campana de plata en la torre más alta del palacio. Una cadena de fino alambre la ponía en comunicación en todas las habitaciones. El nuevo rey dijo a su pueblo: Cada vez que me sienta dichoso tocaré la campana de plata. Y esperaba hacerlo con mucha frecuencia y desvanecer la tristeza que su padre había dejado. Pasaron los años y los súbditos nunca oyeron el sonido de la campana que debía pregonar la dicha de su rey.

Los cabellos del soberano se habían puesto plateados; vacilaba su vista y se inclinaban sus hombros. Estaba llegando al final de su vida y jamás había tocado la campana, y aunque a veces estaba a punto de hacerlo, surgía una revuelta o una guerra, o pasaban los enemigos por su país destrozando todo.Y el rey envejecía lentamente y también llegó para él la hora de la muerte. Y cuando el pueblo supo que su rey se moría, se amontonó frente al palacio, invadió los cercados jardines y parques. Este pueblo laborioso y sufrido sabía amar a sus reyes. Ahora gemía y su clamor de sollozos llegó a la cámara del monarca, que se incorporó en el lecho. -¿Qué sonido tan triste es ese que oigo?- preguntó a su fiel ayudante.

-Son los gitanos, que lloran su miseria- le contestó. Pero el rey no se dejó engañar e insistió: -¡No es eso! Dime la verdad, ¿quién causa esos sollozos que oigo?-Es nuestro pueblo que llora porque se muere su rey- contestó vacilante- ¿Así que me muero?-¡Sí, Majestad! Nadie se atrevía a decírselo –murmuró temblando- ¿Y por eso está triste mi pueblo? ¿Qué es lo que quieren?

-¡Os quiere a vos, Señor! Cada uno de ellos daría su vida por la Vuestra, Majestad.Al oír estas palabras el rey se incorporó por segunda vez en su lecho. -¿Es cierto eso que dices? ¿Es cierto Dios mío? Y su voz débil sonaba llena de esperanza y brillaba en sus ojos una dicha desacostumbrada. -¡Majestad, es tan cierto como que el cielo existe y Dios en él!

El rostro del soberano se iluminó y se llenó de una gran alegría. Alzó la vieja mano temblorosa y tomó el rojo alambre de cobre, que estaba desde siempre a la cabecera de su lecho. Y por fin sonó la campana de la dicha. El rey se desplomó sobre sus almohadas, cerró los ojos y con una sonrisa de felicidad penetró en el Paraíso, donde se encuentra la verdadera dicha muy cerquita de Dios.

Hermosa reflexión que hoy entrega “El Sol de San Luis” a sus fieles lectores, la cual forma parte de las compilaciones del padre Fernando Castro Villanueva, misma que demuestra que la verdadera felicidad no está en la riqueza terrenal, sino en el amor, el cariño y la lealtad, sentimientos que emanan del corazón, y son el celestial reflejo del alma inmortal.


Comentarios: altagracia_155@hotmail.com


LA CAMPANA DE LA DICHA

Antes de morir el rey de un lejano país, llamó a su hijo y le dijo:

-Hijo, voy a dejar el mundo. Durante mi largo reinado solo pensé en hacer feliz a mi pueblo, y he llegado a saber que un rey no puede ser dichoso. El hombre que gobierna vive atormentado y esclavo de su pueblo. No conoce tranquilidad ni paz. Hijo, un rey solo puede sentirse dichoso si al morir lo hace con dulzura.

El príncipe heredero oyó estas palabras sin creerlas y le dijo: -Padre, ni cargas ni deberes de Estado me abrumarán y me volverán triste, porque la vida de un rey debe ser siempre dichosa y si la suerte me acompaña, demostraré al mundo entero y a mi Corte en qué consiste la dicha.

Terminado el luto el joven monarca ordenó que instalasen una campana de plata en la torre más alta del palacio. Una cadena de fino alambre la ponía en comunicación en todas las habitaciones. El nuevo rey dijo a su pueblo: Cada vez que me sienta dichoso tocaré la campana de plata. Y esperaba hacerlo con mucha frecuencia y desvanecer la tristeza que su padre había dejado. Pasaron los años y los súbditos nunca oyeron el sonido de la campana que debía pregonar la dicha de su rey.

Los cabellos del soberano se habían puesto plateados; vacilaba su vista y se inclinaban sus hombros. Estaba llegando al final de su vida y jamás había tocado la campana, y aunque a veces estaba a punto de hacerlo, surgía una revuelta o una guerra, o pasaban los enemigos por su país destrozando todo.Y el rey envejecía lentamente y también llegó para él la hora de la muerte. Y cuando el pueblo supo que su rey se moría, se amontonó frente al palacio, invadió los cercados jardines y parques. Este pueblo laborioso y sufrido sabía amar a sus reyes. Ahora gemía y su clamor de sollozos llegó a la cámara del monarca, que se incorporó en el lecho. -¿Qué sonido tan triste es ese que oigo?- preguntó a su fiel ayudante.

-Son los gitanos, que lloran su miseria- le contestó. Pero el rey no se dejó engañar e insistió: -¡No es eso! Dime la verdad, ¿quién causa esos sollozos que oigo?-Es nuestro pueblo que llora porque se muere su rey- contestó vacilante- ¿Así que me muero?-¡Sí, Majestad! Nadie se atrevía a decírselo –murmuró temblando- ¿Y por eso está triste mi pueblo? ¿Qué es lo que quieren?

-¡Os quiere a vos, Señor! Cada uno de ellos daría su vida por la Vuestra, Majestad.Al oír estas palabras el rey se incorporó por segunda vez en su lecho. -¿Es cierto eso que dices? ¿Es cierto Dios mío? Y su voz débil sonaba llena de esperanza y brillaba en sus ojos una dicha desacostumbrada. -¡Majestad, es tan cierto como que el cielo existe y Dios en él!

El rostro del soberano se iluminó y se llenó de una gran alegría. Alzó la vieja mano temblorosa y tomó el rojo alambre de cobre, que estaba desde siempre a la cabecera de su lecho. Y por fin sonó la campana de la dicha. El rey se desplomó sobre sus almohadas, cerró los ojos y con una sonrisa de felicidad penetró en el Paraíso, donde se encuentra la verdadera dicha muy cerquita de Dios.

Hermosa reflexión que hoy entrega “El Sol de San Luis” a sus fieles lectores, la cual forma parte de las compilaciones del padre Fernando Castro Villanueva, misma que demuestra que la verdadera felicidad no está en la riqueza terrenal, sino en el amor, el cariño y la lealtad, sentimientos que emanan del corazón, y son el celestial reflejo del alma inmortal.


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