/ domingo 24 de junio de 2018

Notas Marginales

En El presidente, una de las seiscientas novelas que escribió Georges Simenon (1903-1989), aparece un secretario servil hasta la locura: bueno, a tal punto quería parecerse a su amo que había llegado a adoptar “el modo de andar, la voz, las posturas y hasta los tics de su jefe”. Yo también conocí una vez a un secretario así, y cuando a su patrón le dio por usar un cierto tipo de zapatos que describían en la punta una horrible curva, también él se calzaba con estas cosas parecidas a babuchas. Viéndolos caminar juntos, y lo hacían a menudo, parecían dos mahometanos que salieran a toda prisa de una mezquita para ir a ocuparse de algún asunto a un punto lejano de la ciudad

* * *

Cuenta Walter Scott (1771-1832) en una de las páginas de su diario que una vez, en Irlanda, dio a un muchacho un chelín por algo que valía exactamente la mitad. “Acuérdate que me debes seis peniques, Pat”, le dijo el novelista esbozando una sonrisa. El muchacho, riendo también, le respondió así: “¡Ojalá viva su merced hasta que se lo pague!”. Bendita simplicidad. Encomiable sinceridad. Si aquellos que nos deben dinero nos hablaran con la misma franqueza, estaríamos más en paz con la vida y el estómago nos funcionaría mejor. ¡Mucho mejor! Por lo pronto, no nos haríamos demasiadas ilusiones con respecto a un pago que tal vez nunca llegará.

* * *

Y ya que estamos con el asunto de los préstamos, he aquí que en cierta ocasión un hombre de mediana edad estaba cavilando un día acerca de cómo pedirle a un amigo suyo escritor los 10 000 pesos que le debía desde hacía mucho tiempo. Reclamárselos directamente hubiese sido de pésimo gusto, pero no reclamárselos era resignarse a no ver ese dinero nunca más, de manera que algo tenía que hacer. Pero, ¿qué? Con paso tembloroso y con las ideas aún muy poco claras se encaminó a la casa de su amigo. Éste lo recibió muy amablemente, lo invitó a sentarse, le sirvió un café, pero se cuidó mucho de tocar el asunto del dinero. ¡Parecía que ni siquiera se acordaba de deberlo! Por último, viendo que las cosas se prolongaban más de lo esperado, el visitante le preguntó al artista fingiendo interés:

-¿Y qué escribes ahora, amigo Pedro?

-Ahora me ocupo en escribir mi autobiografía –dijo el escritor.

-¡Tú autobiografía! ¡Quién lo dijera! ¿Y ya llegaste, por casualidad, al capítulo en el que te presto 10 000 pesos?

* * *

Dos o tres horas antes de morir, Walter Scott llamó a su hijo, lo tomó de la mano, se enderezó como pudo en su cama y le dijo sus últimas palabras: “Puede que no tenga sino unos minutos para hablarte. Hijo mío: sé un hombre bueno, sé virtuoso, sé religioso. Ninguna otra cosa te dará tranquilidad cuando llegues a este momento”.

* * *

Cuando se ama, me dijo alguien una vez, ya no se teme a la muerte. No lo creo. Yo soy de los que cree, más bien, que, cuando se ama, se teme a la muerte más que nunca, y comparto plenamente lo que dijo el jesuita Jesús Aguirre (1934-2001) en uno de sus sermones universitarios: “El hombre, cristiano o no, el hombre que ama, tiene miedo de la muerte porque muriendo deja solos a los que ama. Y ahora, para terminar, quisiera citar una frase extraída del diario de un hombre joven y enamorado: ‘Es tarde. Estoy solo con A. Por primera vez sé lo que es temer la muerte: que A. me espere y que yo no llegue nunca”.

* * *

Poco antes de morir, William Saroyan (1908-1981), el famoso escritor estadounidense de origen armenio, confió lo siguiente a un periodista: “Mi tarea es escribir, pero mi trabajo real es ser”. Se trata, sin duda, de una hermosa frase, digna de ser subrayada. Pero cuando uno se entera de que Saroyan escribía hasta cien cuentos en un año, es decir, dos por semana, ya no sabe uno qué pensar de ella. ¿Vivía, pues, o escribía? No nos engañemos: las dos cosas. Escribir, para él, era vivir, así como para otros era sólo respirar. Escribir es vivir, escribir es ser. Sólo entendida así, la declaración ya no resulta mentirosa.

* * *

De William Saroyan son también estos consejos: “Mientras dure tu vida, vive”. “No seas inferior a ningún hombre, ni de ningún hombre seas el superior”. Podría enumerar aquí muchos otros consejos salidos de su pluma. Con éstos basta. En realidad, basta sólo con éste: “Mientras dure tu vida, vive”. Es decir, no te des por muerto antes de tiempo. Mientras el corazón lata en tu pecho hay mucho todavía por vivir, por escribir, por escuchar: es decir, por amar.

* * *

“Durante el verano de 1929 –cuenta William Faulkner (1897-1962) en una página autobiográfica- conseguí trabajo en una fábrica de electricidad como paleador de carbón en el turno de la noche, de las 6 de la tarde a las 6 de la mañana. Acarreaba el carbón desde un depósito mediante una carretilla, la que vaciaba donde el fogonero quería, para echarlo él en la caldera. Como la gente se va a dormir a las 11, después no se necesita tanto vapor, y entonces podíamos descansar el fogonero y yo. Él solía sentarse en una silla y dormitaba; yo convertía la carretilla en mesa, y en esas noches, entre las 12 y las 4, escribí Mientras agonizo en seis semanas”. ¡Así, así es justamente como nacen los buenos libros: cuando no hay casi tiempo para escribirlos! Desconfiemos de los escritores que disponen de demasiado tiempo: nunca nos dirán lo que nos urge que digan.



En El presidente, una de las seiscientas novelas que escribió Georges Simenon (1903-1989), aparece un secretario servil hasta la locura: bueno, a tal punto quería parecerse a su amo que había llegado a adoptar “el modo de andar, la voz, las posturas y hasta los tics de su jefe”. Yo también conocí una vez a un secretario así, y cuando a su patrón le dio por usar un cierto tipo de zapatos que describían en la punta una horrible curva, también él se calzaba con estas cosas parecidas a babuchas. Viéndolos caminar juntos, y lo hacían a menudo, parecían dos mahometanos que salieran a toda prisa de una mezquita para ir a ocuparse de algún asunto a un punto lejano de la ciudad

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Cuenta Walter Scott (1771-1832) en una de las páginas de su diario que una vez, en Irlanda, dio a un muchacho un chelín por algo que valía exactamente la mitad. “Acuérdate que me debes seis peniques, Pat”, le dijo el novelista esbozando una sonrisa. El muchacho, riendo también, le respondió así: “¡Ojalá viva su merced hasta que se lo pague!”. Bendita simplicidad. Encomiable sinceridad. Si aquellos que nos deben dinero nos hablaran con la misma franqueza, estaríamos más en paz con la vida y el estómago nos funcionaría mejor. ¡Mucho mejor! Por lo pronto, no nos haríamos demasiadas ilusiones con respecto a un pago que tal vez nunca llegará.

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Y ya que estamos con el asunto de los préstamos, he aquí que en cierta ocasión un hombre de mediana edad estaba cavilando un día acerca de cómo pedirle a un amigo suyo escritor los 10 000 pesos que le debía desde hacía mucho tiempo. Reclamárselos directamente hubiese sido de pésimo gusto, pero no reclamárselos era resignarse a no ver ese dinero nunca más, de manera que algo tenía que hacer. Pero, ¿qué? Con paso tembloroso y con las ideas aún muy poco claras se encaminó a la casa de su amigo. Éste lo recibió muy amablemente, lo invitó a sentarse, le sirvió un café, pero se cuidó mucho de tocar el asunto del dinero. ¡Parecía que ni siquiera se acordaba de deberlo! Por último, viendo que las cosas se prolongaban más de lo esperado, el visitante le preguntó al artista fingiendo interés:

-¿Y qué escribes ahora, amigo Pedro?

-Ahora me ocupo en escribir mi autobiografía –dijo el escritor.

-¡Tú autobiografía! ¡Quién lo dijera! ¿Y ya llegaste, por casualidad, al capítulo en el que te presto 10 000 pesos?

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Dos o tres horas antes de morir, Walter Scott llamó a su hijo, lo tomó de la mano, se enderezó como pudo en su cama y le dijo sus últimas palabras: “Puede que no tenga sino unos minutos para hablarte. Hijo mío: sé un hombre bueno, sé virtuoso, sé religioso. Ninguna otra cosa te dará tranquilidad cuando llegues a este momento”.

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Cuando se ama, me dijo alguien una vez, ya no se teme a la muerte. No lo creo. Yo soy de los que cree, más bien, que, cuando se ama, se teme a la muerte más que nunca, y comparto plenamente lo que dijo el jesuita Jesús Aguirre (1934-2001) en uno de sus sermones universitarios: “El hombre, cristiano o no, el hombre que ama, tiene miedo de la muerte porque muriendo deja solos a los que ama. Y ahora, para terminar, quisiera citar una frase extraída del diario de un hombre joven y enamorado: ‘Es tarde. Estoy solo con A. Por primera vez sé lo que es temer la muerte: que A. me espere y que yo no llegue nunca”.

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Poco antes de morir, William Saroyan (1908-1981), el famoso escritor estadounidense de origen armenio, confió lo siguiente a un periodista: “Mi tarea es escribir, pero mi trabajo real es ser”. Se trata, sin duda, de una hermosa frase, digna de ser subrayada. Pero cuando uno se entera de que Saroyan escribía hasta cien cuentos en un año, es decir, dos por semana, ya no sabe uno qué pensar de ella. ¿Vivía, pues, o escribía? No nos engañemos: las dos cosas. Escribir, para él, era vivir, así como para otros era sólo respirar. Escribir es vivir, escribir es ser. Sólo entendida así, la declaración ya no resulta mentirosa.

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De William Saroyan son también estos consejos: “Mientras dure tu vida, vive”. “No seas inferior a ningún hombre, ni de ningún hombre seas el superior”. Podría enumerar aquí muchos otros consejos salidos de su pluma. Con éstos basta. En realidad, basta sólo con éste: “Mientras dure tu vida, vive”. Es decir, no te des por muerto antes de tiempo. Mientras el corazón lata en tu pecho hay mucho todavía por vivir, por escribir, por escuchar: es decir, por amar.

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“Durante el verano de 1929 –cuenta William Faulkner (1897-1962) en una página autobiográfica- conseguí trabajo en una fábrica de electricidad como paleador de carbón en el turno de la noche, de las 6 de la tarde a las 6 de la mañana. Acarreaba el carbón desde un depósito mediante una carretilla, la que vaciaba donde el fogonero quería, para echarlo él en la caldera. Como la gente se va a dormir a las 11, después no se necesita tanto vapor, y entonces podíamos descansar el fogonero y yo. Él solía sentarse en una silla y dormitaba; yo convertía la carretilla en mesa, y en esas noches, entre las 12 y las 4, escribí Mientras agonizo en seis semanas”. ¡Así, así es justamente como nacen los buenos libros: cuando no hay casi tiempo para escribirlos! Desconfiemos de los escritores que disponen de demasiado tiempo: nunca nos dirán lo que nos urge que digan.