/ miércoles 29 de agosto de 2018

Nonatos, vendimia y chuchos con rabia

La chava trabajaba de mesera en una cantina llamada “la sirena”. Recién esta joven mujer había tenido un encuentro cercano, no de los conocidos como del tercer tipo ―alienígenas, reptilianos, etc.―, no; su encuentro fue con “la catrina”, “la huesos flacos”, la “doña Muerte” pues. Y todo esto a resultas de lo que se conoce como aborto provocado…, el segundo ya en sus 16 largos años de existencia en este planeta.

Todo fue el encaminar sus pasos a la casa de la espanta-cigüeñas, mujerona que mostraba la dureza de sus entrañas en la cara, de igual forma que enseñaba un título de enfermera ahí colgado en la sala de su casa, como para que la clientela supiera que estaba en buenas manos… Una platiquita intrascendente acompañada del pago de mil pesos de aquellos tiempos; lejanos tiempos en donde los halcones sobrevolaban palacio nacional… Y “pásale para la recamara”, y “acuéstate en ese catre”, y en menos de lo que se dice “¡Jesús me ayude!” la enfermera titulada ya había introducido la sonda.

En menos de 24 horas el feto en formación fue expulsado. Las gotas de sangre en el piso condujeron hacia la joven mujer. Estaba ahí, bajo la escalera del edificio, lugar de escobas, cubetas y trapeadores, tirada en aquel nido de ratas, convulsionando entre tiliches y basura…

Por fin, taladrando los oídos, el ruido de la sirena de aquella ambulancia en algo tranquilizó las emporcadas conciencias. Los socorristas, con movimientos muy aprendidos ubicaron el vehículo. Dos de ellos cargando a la chica de “la sirena” la treparon a una camilla de lona con dos largos travesaños. Nada de metal o ruedas. Eso es modernidad.

Ya rumbo al hospital, la torreta se trajo consigo la luz roja que había espantado a medio mundo en el edificio de departamentos. Disminuyó el ruido de la sirena, haciendo creer que la ambulancia no avanzaba, como si fuera frenada por las cada vez más lentas respiraciones de la mesera. Y la botella de suero, como si tuviera chincuales, meciéndose por toda la ambulancia, dándole vida, gota a gota, al cuerpo aquel que aun mostraba entre sus piernas una delgada manguera de plástico transparente.

Un poco antes de llegar al hospital se volvió a escuchar el sonido de la sirena, quien, con sus altos y sus bajos, claramente te hacia recordar el clamor de “la Llorona” ―esa que perdió a sus hijos y no cesa de buscarlos―. De pronto, el espacio se llena de palabras en nada parecidas a las escuchadas en el bar: “…sonda…”, “…suero…”, “…raspado…”, “¿Quién la trajo? ¿Quién la trajo…?”, “¡Se puede ir! ¡Se puede ir…!”, y la cara, con 16 años de antigüedad en la vida, parecía el rostro de la misma muerte, con la única diferencia ―en verdad, la única― de que el rostro que llevaban en la camilla no tenía las cuencas vacías: aun portaba unos hermosos ojos de venadita asustada.

Y este niño no nació. La verdad es que ni siquiera se alcanzó a formar. Tejidos sanguinolentos, suero y tres unidades de sangre… Cuando en el hospital se preguntaba por ella, la respuesta era: “Se reporta delicada”. Al otro día la voz respondía: “Es paciente de legrado. Se reporta en recuperación”. ¿Raspado? ¿Legrado? ¿Qué es eso?… Y llegaban los recuerdos de meses anteriores. A esta chava, la mariguana y el cemento le hacían entrar al trabajo cantando. Los tragos que se metía en el curso de la jornada, mantenían la sonrisa a la par que los apretones, el albur y la buena propina. Se hacía difícil imaginar que era la misma que ahora andaba bailando con la muerte

Margarita se hacía llamar y, por su parte, ella a todo mundo le decía “carnal”. Cuando desapareció del bar, su ausencia se hizo notar, principalmente entre los más asiduos clientes. Era diciembre y el frio se hacía sentir. La lluvia presente en las tardes del antiguamente llamado Distrito federal y cuya agua enfriaba los pies, obligaba a calentarlos con unos tragos. Aquellas bebidas servidas en vaso alto y que se pedían diciendo al mesero: “Tráeme un Chucho con rabia”.

Así pues que era obligado ir a “la sirena”, escuchando en el camino el grito alegre de la vendimia decembrina. Al estilo chilango pues ― ¡¡¡Bolsitas para la baba con la carita del Cepillín, pero si esas no le gustan también traemos con la figura del Chapulín!!!―. Nulos eran los cantos navideños. Todo era grito invitando a la compra. Como en cualquier mercado pues.

Pero en ese diciembre no hubo nacimiento, al menos en Margarita, la mesera del bar “la sirena”, cantina chilanga en donde te calentabas los pies, apretabas por aquí y por allá, de donde pudieras y te dejaran, y bebías harto “Chucho con rabia” hasta vomitar.


La chava trabajaba de mesera en una cantina llamada “la sirena”. Recién esta joven mujer había tenido un encuentro cercano, no de los conocidos como del tercer tipo ―alienígenas, reptilianos, etc.―, no; su encuentro fue con “la catrina”, “la huesos flacos”, la “doña Muerte” pues. Y todo esto a resultas de lo que se conoce como aborto provocado…, el segundo ya en sus 16 largos años de existencia en este planeta.

Todo fue el encaminar sus pasos a la casa de la espanta-cigüeñas, mujerona que mostraba la dureza de sus entrañas en la cara, de igual forma que enseñaba un título de enfermera ahí colgado en la sala de su casa, como para que la clientela supiera que estaba en buenas manos… Una platiquita intrascendente acompañada del pago de mil pesos de aquellos tiempos; lejanos tiempos en donde los halcones sobrevolaban palacio nacional… Y “pásale para la recamara”, y “acuéstate en ese catre”, y en menos de lo que se dice “¡Jesús me ayude!” la enfermera titulada ya había introducido la sonda.

En menos de 24 horas el feto en formación fue expulsado. Las gotas de sangre en el piso condujeron hacia la joven mujer. Estaba ahí, bajo la escalera del edificio, lugar de escobas, cubetas y trapeadores, tirada en aquel nido de ratas, convulsionando entre tiliches y basura…

Por fin, taladrando los oídos, el ruido de la sirena de aquella ambulancia en algo tranquilizó las emporcadas conciencias. Los socorristas, con movimientos muy aprendidos ubicaron el vehículo. Dos de ellos cargando a la chica de “la sirena” la treparon a una camilla de lona con dos largos travesaños. Nada de metal o ruedas. Eso es modernidad.

Ya rumbo al hospital, la torreta se trajo consigo la luz roja que había espantado a medio mundo en el edificio de departamentos. Disminuyó el ruido de la sirena, haciendo creer que la ambulancia no avanzaba, como si fuera frenada por las cada vez más lentas respiraciones de la mesera. Y la botella de suero, como si tuviera chincuales, meciéndose por toda la ambulancia, dándole vida, gota a gota, al cuerpo aquel que aun mostraba entre sus piernas una delgada manguera de plástico transparente.

Un poco antes de llegar al hospital se volvió a escuchar el sonido de la sirena, quien, con sus altos y sus bajos, claramente te hacia recordar el clamor de “la Llorona” ―esa que perdió a sus hijos y no cesa de buscarlos―. De pronto, el espacio se llena de palabras en nada parecidas a las escuchadas en el bar: “…sonda…”, “…suero…”, “…raspado…”, “¿Quién la trajo? ¿Quién la trajo…?”, “¡Se puede ir! ¡Se puede ir…!”, y la cara, con 16 años de antigüedad en la vida, parecía el rostro de la misma muerte, con la única diferencia ―en verdad, la única― de que el rostro que llevaban en la camilla no tenía las cuencas vacías: aun portaba unos hermosos ojos de venadita asustada.

Y este niño no nació. La verdad es que ni siquiera se alcanzó a formar. Tejidos sanguinolentos, suero y tres unidades de sangre… Cuando en el hospital se preguntaba por ella, la respuesta era: “Se reporta delicada”. Al otro día la voz respondía: “Es paciente de legrado. Se reporta en recuperación”. ¿Raspado? ¿Legrado? ¿Qué es eso?… Y llegaban los recuerdos de meses anteriores. A esta chava, la mariguana y el cemento le hacían entrar al trabajo cantando. Los tragos que se metía en el curso de la jornada, mantenían la sonrisa a la par que los apretones, el albur y la buena propina. Se hacía difícil imaginar que era la misma que ahora andaba bailando con la muerte

Margarita se hacía llamar y, por su parte, ella a todo mundo le decía “carnal”. Cuando desapareció del bar, su ausencia se hizo notar, principalmente entre los más asiduos clientes. Era diciembre y el frio se hacía sentir. La lluvia presente en las tardes del antiguamente llamado Distrito federal y cuya agua enfriaba los pies, obligaba a calentarlos con unos tragos. Aquellas bebidas servidas en vaso alto y que se pedían diciendo al mesero: “Tráeme un Chucho con rabia”.

Así pues que era obligado ir a “la sirena”, escuchando en el camino el grito alegre de la vendimia decembrina. Al estilo chilango pues ― ¡¡¡Bolsitas para la baba con la carita del Cepillín, pero si esas no le gustan también traemos con la figura del Chapulín!!!―. Nulos eran los cantos navideños. Todo era grito invitando a la compra. Como en cualquier mercado pues.

Pero en ese diciembre no hubo nacimiento, al menos en Margarita, la mesera del bar “la sirena”, cantina chilanga en donde te calentabas los pies, apretabas por aquí y por allá, de donde pudieras y te dejaran, y bebías harto “Chucho con rabia” hasta vomitar.


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