/ domingo 14 de octubre de 2018

Noches perdidas

Veo entrar a mi vecino por la puerta de enfrente. No es que lo espíe, no, pero he tenido que ir a la cocina a tomarme una pastilla que había olvidado y no pude evitar verlo tambalearse, mover su cuerpo hacia atrás y hacia adelante, buscar una llave, equivocarse una, dos, tres veces, dar un golpe desesperado a la cerradura y quedarse allí varios minutos no sé si despierto o ya dormido sobre sus dos pies. Deben ser, más o menos, las tres de la mañana.

¿De dónde viene mi vecino? ¿De qué antro, bar o lo que sea? Pero siempre es lo mismo con él. No hay fin de semana que no regrese a su casa en iguales condiciones.

A veces, cuando organiza fiestas en su domicilio, el movimiento de platos, vasos y hielos dura hasta el amanecer. No me quejo. Para estas ocasiones he encontrado ya un remedio con qué defenderme del ruido: ponerme unos audífonos y quedarme dormido mientras escucho a Fangoria, que canta aquello de Puede que sólo dure un poco más… Me gusta dormirme escuchando la voz de Olvido (es decir, de Alaska), de manera que hasta puedo decir que agradezco a mi vecino que se desvele tanto. Lo que no me queda claro, ni logro comprender, es qué tanto discute con sus amigos en esas noches interminables al amor de las cubas.

No es que sea yo un amargado, pero desde que era joven he aprendido a desconfiar de las amistades que suelen trenzarse alrededor de una mesa cargada de botellas. ¡Lo más seguro es que los supuestos amigos ni siquiera recuerden al día siguiente nada de lo que estuvieron diciendo la noche anterior! Sí, en este tipo de reuniones se habla, se discute, a veces hasta se grita, pero luego todo se olvida.

Recuerdo que cuando tenía yo dieciocho años –tal vez ya diecinueve- asistí a una de esas reuniones; al principio todo estuvo muy bien, pero de pronto uno de los contertulios, joven como yo entonces, se puso a llorar diciendo que la vida lo trataba mal, e hizo un recuento de todos los agravios padecidos por él desde que aprendió a caminar; otro se puso agresivo y nos amenazó diciéndonos que lo que tuviéramos contra él se lo dijéramos ahora, si no queríamos que nos partiera la cara; otro, más envalentonado aún, dijo que lo que todos éramos unos tales por cuales, que él eso lo sabía muy bien y que era ésta la última vez que se tomaba unos tragos con nosotros; otro se puso a reír y a burlarse de sus hermanos, que no lo comprendían porque eran una partida de imbéciles; hubo quien se puso melancólico y pidió una pistola para dispararse de una vez por todas un tiro en la sien… ¡Qué noche más triste, Dios mío! ¿Y al otro día? ¿Qué pasó al otro día? No pasó nada. Éramos, los unos para los otros, los mismos desconocidos que habíamos sido hasta entonces. Y desde entonces confío poco –quiero decir, nada- en los frágiles lazos que anuda el alcohol.

Esta noche, en algún lugar de la ciudad, mi vecino ha levantado su vaso innumerables veces y ha dicho ¡salud!; ha conversado; quizá, incluso, ha reído y cantado. Pero, en el fondo, está solo. Él no lo sabe, no se da cuenta, pero lo está. Los amigos de barra no son amigos; los compañeros de copas no son compañeros.

En Un mundo desconocido, la novela del escritor polaco SergiuszPiasecki (1901-1964) hay una escena en la que Isaj, un ladrón ya bien entrado en años, está bebiendo con unos amigos mientras conversa con ellos acerca de Vige, una de sus sobrinas, hermosa mujer como una tarde soleada, que en esos momentos de la noche se encuentra en una fiesta que han organizado unos ladrones enemigos suyos.

“-Si se me pone en la cabeza –dice Isaj empinando el codo-, soy capaz de machacarles del cráneo a todos ellos, ¿entienden? ¡Figúrense qué miedo me pueden dar! Creo que yo soy más ladrón que todos ellos. He estado cinco veces en la cárcel y pueden estar seguros de que se echarán a temblar en cuanto me vean aparecer. Yo no tengo miedo a nadie.

“-Vamos –le dicen sus compañeros de farra para picarle la cresta al gallo-. Ahora sí que creemos que exageras un poco.

“-Y yo les digo que ahora mismo voy y regresaré con Vige –replicó furioso Isaj.

“Se puso de pie. Estaba borracho perdido.

“-Quedaos aquí y esperadme. La traeré aquí y luego la acompañaré a casa de su madre para que la azote por irse a divertir con semejantes ladronzuelos.

“Dicho esto, se dirigió hacia la puerta y desapareció.

“-Este tonto va en busca de una paliza –masculló uno de los que se quedaron.

“-Me gustaría que le dieran una buena –dijo otro-, para que aprenda de una vez a no dárselas de matón. Un buen puntapié en el trasero le sentaría muy bien. Así aprenderá a no meter las narices en asuntos que no le competen”.

Y concluye el novelista: “Ninguno se movió para seguir a Isaj. Preferían que se las arreglara solo, pues no les importaba lo más mínimo lo que pudiera sucederle”.

Y lo que sucedió fue que la paliza la recibió él: una azotaina que lo dejó cojo y tuerto para el resto de sus días.

¡Pobre Isaj! ¡Y él que creía que los que suelen beber de la misma botella son por lo regular amigos! No lo son casi nunca: entre emborracharse con alguien y contar con él después en las dificultades de la vida hay un océano de distancia.

¡Ah, si mi vecino leyera esta novela! ¡Si por lo menos leyera esta página que he transcrito aquí! Creo que algún día, aprovechando cualquier ocasión y fingiendo demencia, se la prestaré, aun arriesgándome a que no me la devuelva.

Veo entrar a mi vecino por la puerta de enfrente. No es que lo espíe, no, pero he tenido que ir a la cocina a tomarme una pastilla que había olvidado y no pude evitar verlo tambalearse, mover su cuerpo hacia atrás y hacia adelante, buscar una llave, equivocarse una, dos, tres veces, dar un golpe desesperado a la cerradura y quedarse allí varios minutos no sé si despierto o ya dormido sobre sus dos pies. Deben ser, más o menos, las tres de la mañana.

¿De dónde viene mi vecino? ¿De qué antro, bar o lo que sea? Pero siempre es lo mismo con él. No hay fin de semana que no regrese a su casa en iguales condiciones.

A veces, cuando organiza fiestas en su domicilio, el movimiento de platos, vasos y hielos dura hasta el amanecer. No me quejo. Para estas ocasiones he encontrado ya un remedio con qué defenderme del ruido: ponerme unos audífonos y quedarme dormido mientras escucho a Fangoria, que canta aquello de Puede que sólo dure un poco más… Me gusta dormirme escuchando la voz de Olvido (es decir, de Alaska), de manera que hasta puedo decir que agradezco a mi vecino que se desvele tanto. Lo que no me queda claro, ni logro comprender, es qué tanto discute con sus amigos en esas noches interminables al amor de las cubas.

No es que sea yo un amargado, pero desde que era joven he aprendido a desconfiar de las amistades que suelen trenzarse alrededor de una mesa cargada de botellas. ¡Lo más seguro es que los supuestos amigos ni siquiera recuerden al día siguiente nada de lo que estuvieron diciendo la noche anterior! Sí, en este tipo de reuniones se habla, se discute, a veces hasta se grita, pero luego todo se olvida.

Recuerdo que cuando tenía yo dieciocho años –tal vez ya diecinueve- asistí a una de esas reuniones; al principio todo estuvo muy bien, pero de pronto uno de los contertulios, joven como yo entonces, se puso a llorar diciendo que la vida lo trataba mal, e hizo un recuento de todos los agravios padecidos por él desde que aprendió a caminar; otro se puso agresivo y nos amenazó diciéndonos que lo que tuviéramos contra él se lo dijéramos ahora, si no queríamos que nos partiera la cara; otro, más envalentonado aún, dijo que lo que todos éramos unos tales por cuales, que él eso lo sabía muy bien y que era ésta la última vez que se tomaba unos tragos con nosotros; otro se puso a reír y a burlarse de sus hermanos, que no lo comprendían porque eran una partida de imbéciles; hubo quien se puso melancólico y pidió una pistola para dispararse de una vez por todas un tiro en la sien… ¡Qué noche más triste, Dios mío! ¿Y al otro día? ¿Qué pasó al otro día? No pasó nada. Éramos, los unos para los otros, los mismos desconocidos que habíamos sido hasta entonces. Y desde entonces confío poco –quiero decir, nada- en los frágiles lazos que anuda el alcohol.

Esta noche, en algún lugar de la ciudad, mi vecino ha levantado su vaso innumerables veces y ha dicho ¡salud!; ha conversado; quizá, incluso, ha reído y cantado. Pero, en el fondo, está solo. Él no lo sabe, no se da cuenta, pero lo está. Los amigos de barra no son amigos; los compañeros de copas no son compañeros.

En Un mundo desconocido, la novela del escritor polaco SergiuszPiasecki (1901-1964) hay una escena en la que Isaj, un ladrón ya bien entrado en años, está bebiendo con unos amigos mientras conversa con ellos acerca de Vige, una de sus sobrinas, hermosa mujer como una tarde soleada, que en esos momentos de la noche se encuentra en una fiesta que han organizado unos ladrones enemigos suyos.

“-Si se me pone en la cabeza –dice Isaj empinando el codo-, soy capaz de machacarles del cráneo a todos ellos, ¿entienden? ¡Figúrense qué miedo me pueden dar! Creo que yo soy más ladrón que todos ellos. He estado cinco veces en la cárcel y pueden estar seguros de que se echarán a temblar en cuanto me vean aparecer. Yo no tengo miedo a nadie.

“-Vamos –le dicen sus compañeros de farra para picarle la cresta al gallo-. Ahora sí que creemos que exageras un poco.

“-Y yo les digo que ahora mismo voy y regresaré con Vige –replicó furioso Isaj.

“Se puso de pie. Estaba borracho perdido.

“-Quedaos aquí y esperadme. La traeré aquí y luego la acompañaré a casa de su madre para que la azote por irse a divertir con semejantes ladronzuelos.

“Dicho esto, se dirigió hacia la puerta y desapareció.

“-Este tonto va en busca de una paliza –masculló uno de los que se quedaron.

“-Me gustaría que le dieran una buena –dijo otro-, para que aprenda de una vez a no dárselas de matón. Un buen puntapié en el trasero le sentaría muy bien. Así aprenderá a no meter las narices en asuntos que no le competen”.

Y concluye el novelista: “Ninguno se movió para seguir a Isaj. Preferían que se las arreglara solo, pues no les importaba lo más mínimo lo que pudiera sucederle”.

Y lo que sucedió fue que la paliza la recibió él: una azotaina que lo dejó cojo y tuerto para el resto de sus días.

¡Pobre Isaj! ¡Y él que creía que los que suelen beber de la misma botella son por lo regular amigos! No lo son casi nunca: entre emborracharse con alguien y contar con él después en las dificultades de la vida hay un océano de distancia.

¡Ah, si mi vecino leyera esta novela! ¡Si por lo menos leyera esta página que he transcrito aquí! Creo que algún día, aprovechando cualquier ocasión y fingiendo demencia, se la prestaré, aun arriesgándome a que no me la devuelva.