/ miércoles 12 de septiembre de 2018

No es bueno andar buscando lo que no has perdido

A ese pueblo se llegaba partiendo de Celaya después de tres largas horas de camino. Estaba tan lejos que parecía haber huido de la ciudad buscando esconderse en lo más recóndito del monte. En el recorrido los ojos se aburrían de ver tanta distancia, cansándose de ver terreno y más terreno; la mayoría de labranzas antiguas, abandonadas. Eso y solo eso se veía desde Celaya hasta llegar a un lomerío que obligadamente debía de ser pueblo en medio de aquella vastedad.

Ya en el caserío, este venía a ser lo mismo que el camino: tierra seca y nubes de polvo que, en su afán, parecen levantarse del piso con el ansia de llegar cerca de alguna nube para pedirle les haga su caridad de soltar su agüita, aun y que sea una vez cada dos años. En el pueblo hay imperio de telarañas, y los agujerados techos parecen fauces abiertas clamando al cielo por auxilio; potreros desmoronados, mala hierba asomando por puertas y ventanas decía ―sin necesidad de levantar ningún censo― que en ese pueblo a tres horas de Celaya era más el número de muertos que de vivos.

Las pocas familias que ahí vivían se dedicaban a cuidar sus animales. Todo el hacer envuelto en ese ambiente de silencio solo alterado por el silbar del viento, quien obligado a pasar por tantos agujeros como ahí había, por costumbre, emitía un chiflido de arriero sin ganado; perene sonido que al escucharlo las primeras veces erizaba el espinazo…

Pero hacía algunos días que algo venía ocurriendo en ese rincón del universo. Los tiempos se vieron alterados con la llegada de una camioneta. Quienes en ella venían fueron preguntando por la ubicación del casco de la ex hacienda. Ya localizado el sitio, se metieron y ni permiso pidieron para empezar a excavar por todos lugares. Ellos eran buscadores de tesoros y, enfurecidos, agujereaban pisos y paredones buscando lo que cabalmente no habían perdido.

Uno de los tipos de la camioneta portaba un aparato detector de metales. Paseaba por todo el caso de la hacienda con los auriculares puestos. Un día escogió un gran cuarto para pasearse por él toda la mañana. Guardó silencio de lo que escuchó, pero algo sería, porque ese gran cuarto de vigas apolilladas se volvió su cuartel privado. Excavaba sin descanso y por ahí cuando llegó a los cuatro metros sintió que la barreta picaba en flojo y, sin má esfuerzo se dibujó la pequeña boca de un hoyo. La luz del quinqué no le permitía ver lo suficiente, por lo que, con las manos, directamente, agrandó el agujero, según dijo: “Para no romper a golpe de barra la tapa del baúl que esperaba encontrar”.

Cuando la apertura del boquete fue como de 50 centímetros, el ambicioso mayor subió por la lámpara de mano para poder ver lo que el quinqué no alcanzaba a alumbrar. Confesó que su corazón se encontraba agitado porque antes de subir por la lámpara había metido la mano por el boqueto y sus dedos tocaron una superficie perfectamente pulida y cuyo contacto le dijo que había encontrado lo buscado.

Bajó con la lámpara y se tiró de panza acercando su cara al agujero. Su mano nerviosa apuntó el rayo de luz viendo que algo brillaba en el fondo… ¡Yupi!... Se acercó lo más que pudo y el rayo de luz, obediente, le mostró un rostro enfebrecido y de brillantes ojos rojos, con barba que parecía hasta de 9 días.

El buscador lanzó un grito por todos escuchado en aquel silencio del pueblo. Y toda la mañana fue considerado como el mayor espantado de todos cuantos habían llegado en la camioneta… Pero de medio día en adelante fue considerado como el mayor tontejo del grupo…, y todo a raíz de que sus compañeros, al amparo de la luz de día y dándose ánimos entre ellos, bajaron al hoyo particular del espantado, descubriendo que la lámpara se encontraba apuntando hacia un espejo ―que nadie supo cómo es que fue a dar ahí, a esa covacha, tal vez hacia 100 ó 150 años―.

Lo demás fue sencillo de adivinar: este hombre se había asustado con su propia cara en las profundidades de un agujero…, buscando lo que no había perdido.

A ese pueblo se llegaba partiendo de Celaya después de tres largas horas de camino. Estaba tan lejos que parecía haber huido de la ciudad buscando esconderse en lo más recóndito del monte. En el recorrido los ojos se aburrían de ver tanta distancia, cansándose de ver terreno y más terreno; la mayoría de labranzas antiguas, abandonadas. Eso y solo eso se veía desde Celaya hasta llegar a un lomerío que obligadamente debía de ser pueblo en medio de aquella vastedad.

Ya en el caserío, este venía a ser lo mismo que el camino: tierra seca y nubes de polvo que, en su afán, parecen levantarse del piso con el ansia de llegar cerca de alguna nube para pedirle les haga su caridad de soltar su agüita, aun y que sea una vez cada dos años. En el pueblo hay imperio de telarañas, y los agujerados techos parecen fauces abiertas clamando al cielo por auxilio; potreros desmoronados, mala hierba asomando por puertas y ventanas decía ―sin necesidad de levantar ningún censo― que en ese pueblo a tres horas de Celaya era más el número de muertos que de vivos.

Las pocas familias que ahí vivían se dedicaban a cuidar sus animales. Todo el hacer envuelto en ese ambiente de silencio solo alterado por el silbar del viento, quien obligado a pasar por tantos agujeros como ahí había, por costumbre, emitía un chiflido de arriero sin ganado; perene sonido que al escucharlo las primeras veces erizaba el espinazo…

Pero hacía algunos días que algo venía ocurriendo en ese rincón del universo. Los tiempos se vieron alterados con la llegada de una camioneta. Quienes en ella venían fueron preguntando por la ubicación del casco de la ex hacienda. Ya localizado el sitio, se metieron y ni permiso pidieron para empezar a excavar por todos lugares. Ellos eran buscadores de tesoros y, enfurecidos, agujereaban pisos y paredones buscando lo que cabalmente no habían perdido.

Uno de los tipos de la camioneta portaba un aparato detector de metales. Paseaba por todo el caso de la hacienda con los auriculares puestos. Un día escogió un gran cuarto para pasearse por él toda la mañana. Guardó silencio de lo que escuchó, pero algo sería, porque ese gran cuarto de vigas apolilladas se volvió su cuartel privado. Excavaba sin descanso y por ahí cuando llegó a los cuatro metros sintió que la barreta picaba en flojo y, sin má esfuerzo se dibujó la pequeña boca de un hoyo. La luz del quinqué no le permitía ver lo suficiente, por lo que, con las manos, directamente, agrandó el agujero, según dijo: “Para no romper a golpe de barra la tapa del baúl que esperaba encontrar”.

Cuando la apertura del boquete fue como de 50 centímetros, el ambicioso mayor subió por la lámpara de mano para poder ver lo que el quinqué no alcanzaba a alumbrar. Confesó que su corazón se encontraba agitado porque antes de subir por la lámpara había metido la mano por el boqueto y sus dedos tocaron una superficie perfectamente pulida y cuyo contacto le dijo que había encontrado lo buscado.

Bajó con la lámpara y se tiró de panza acercando su cara al agujero. Su mano nerviosa apuntó el rayo de luz viendo que algo brillaba en el fondo… ¡Yupi!... Se acercó lo más que pudo y el rayo de luz, obediente, le mostró un rostro enfebrecido y de brillantes ojos rojos, con barba que parecía hasta de 9 días.

El buscador lanzó un grito por todos escuchado en aquel silencio del pueblo. Y toda la mañana fue considerado como el mayor espantado de todos cuantos habían llegado en la camioneta… Pero de medio día en adelante fue considerado como el mayor tontejo del grupo…, y todo a raíz de que sus compañeros, al amparo de la luz de día y dándose ánimos entre ellos, bajaron al hoyo particular del espantado, descubriendo que la lámpara se encontraba apuntando hacia un espejo ―que nadie supo cómo es que fue a dar ahí, a esa covacha, tal vez hacia 100 ó 150 años―.

Lo demás fue sencillo de adivinar: este hombre se había asustado con su propia cara en las profundidades de un agujero…, buscando lo que no había perdido.

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