/ domingo 24 de abril de 2022

Necesidad de los viajes

No soy el prototipo del hombre nómada y, sin embargo, reconozco y admito la necesidad de los viajes. Si me dan a elegir, yo prefiero con mucho quedarme en casa, aunque reconozco que, de cuando en cuando, es preciso salir de ella. Por supuesto que no admiro a los que, llegando el verano, parten hacia todas direcciones en busca de un poco de mar o de sol, pero tampoco los censuro. Es más: hasta les digo adiós echando a volar mi mano derecha pero sin tristeza y mucho menos con nostalgia. ¡Ah, si se tratara de otro sol! Pero es el mismo, de manera que en el fondo me da igual verlo desde la playa que desde la azotea de mi casa.

“Esas personas que a medianoche, con un tiempo de perros, esperan en la punta de un muelle el barco que las llevará lejos, mientras el pueblo duerme profundamente, ay, esas personas no son felices”, dice el escritor islandés Halldór Laxness (1902-1998) en una hermosísima novela titulada Salka Valka. No hay que desdeñar esta aguda observación. Los que viajan, ¿lo hacen para buscar la felicidad que no tienen? Y ya que hemos entrado de lleno en la literatura, quedémonos en ella. En un cuento de Fabio Morábito aparece un hombre –un pobre hombre, en realidad- que no puede proseguir su viaje a París porque los habitantes del pueblo al que llegó para pasar la noche –el cuento se titula El turista- no lo dejan ir: hay tanto que ver allí –dicen- que sería un pecado pasar de largo…

Un día, por ejemplo, lo llevan a ver una piedra que los moradores del lugar consideran muy interesante. ¿Qué tenía de especial esa piedra? Nada, nada. Sólo que era diferente a todas las demás piedras en más de un aspecto. Y el turista tuvo que ir a verla, fingiendo que aquel monolito lo dejaba sin aliento. Al día siguiente lo llevaron ver la Cueva de los Sonámbulos., que era “no una gruta, sino un nicho de respetables proporciones, un refugio ideal para un hombre durante una tormenta, nada más. El alcalde le pidió que observara las rugosidades de la roca, algo digno de verse”.

Por demás está decir que nuestro peregrino no veía nada de atractivo en las rugosidades de la roca, pero aun así, fingió interesarse en ella seriamente para no dar pie a ningún tipo de desaire. ¿Qué pensarían los habitantes del lugar si él les dijese que su Cueva de los Sonámbulos le tenía perfectamente sin cuidado? Otro día lo llevaron a conocer la famosa Mosca de Frik. Una curiosa mosca que…

“-Gentiles señores –suplicó el turista-, les ruego que me disculpen, pero tengo que poner fin a este hermosísimo paseo. Mañana me espera un viaje largo y cansado.

“El doctor Patak sonrió:

“-Entendemos, pero no puede marcharse de Werst (así se llamaba el dichoso pueblo) sin ver la mosca de Frik. Frik es uno de los pastores de la aldea. Hay una mosca en su casa que es preciso ver, lleva años viviendo en la cocina. Puede afirmarse que se trata de una mosca domesticada, única en su género. Le ruego que nos acompañe, la casa del pastor queda cerca”.

Y allá fue nuestro pobre turista, a ver la mosca domesticada, donde con todo lujo de detalles los guías le explicaron:

“-Es inconfundible, observe las estrías del abdomen, las nervaduras de las alas transparentes; un dibujo raro, único en su género”.

“-Un insecto fuera de lo común –murmuró a su oído el alcalde Koltz”.

El día después lo llevaron a contemplar la hierba de las praderas.

“-Observe, señor conde –le dijeron los gruías- la particular curvatura del pasto”…

Y luego, un poco más tarde, fue conducido a admirar de cerca la Escoba de la Viuda Hermod:

“-Ese fleco que tiene usted en la mano se parece a la escoba de la viuda Hermod. Una escoba única en su tipo. Valdría la pena que la viera. La casa de la viuda Hermod queda a dos pasos”.

Era, en verdad, un objeto digno de verse. Los observadores superficiales dirían que se trataba de una escoba parecida a cien mil otras, pero, viéndola de cerca y con profunda atención, al instante se daba uno cuenta de que no era así. Luego llevaron a nuestro turista a contemplar –admírese usted- el Borde Descarapelado del Fregadero de la Señora Riatzy, que no era nada común, y, por último, El Recodo Enmohecido del Conducto de Desagüe de los Lavaderos Públicos junto con El Margen Carcomido de la Contratapa de la Biblia del Señor Tusnesdor.

“-Sí –dijo uno de los guías-, los atractivos de este pueblo son innumerables con sólo poner un poco de atención”.

Entretanto, y mientras aquél hablaba, nuestro turista pensaba: “París, París”.

Por eso yo no viajo casi nunca, y menos aún permito que me lleven los guías a ver quién sabe qué maravilla única en su género. Pero, aunque yo no viaje, reconozco, con todo, la necesidad de los viajes. No nos conformamos los hombres con las piedras de nuestra ciudad, ni con nuestras grutas locales, ni con nuestras moscas domesticadas, ni con la contemplación de nuestras escobas. Si de eso se tratara, nos bastaría con pasarnos la vida contemplado gotas de agua, pues, como se sabe, no hay dos iguales en el entero universo. El hombre necesita los viajes. Los necesita para ver otras piedras y contemplar otros rostros y para caminar otras calles. No vaya a creer que su pequeño mundo es todo el mundo, tentación muy propia ésta de los que nunca hacen maletas ni salen de casa.

No soy el prototipo del hombre nómada y, sin embargo, reconozco y admito la necesidad de los viajes. Si me dan a elegir, yo prefiero con mucho quedarme en casa, aunque reconozco que, de cuando en cuando, es preciso salir de ella. Por supuesto que no admiro a los que, llegando el verano, parten hacia todas direcciones en busca de un poco de mar o de sol, pero tampoco los censuro. Es más: hasta les digo adiós echando a volar mi mano derecha pero sin tristeza y mucho menos con nostalgia. ¡Ah, si se tratara de otro sol! Pero es el mismo, de manera que en el fondo me da igual verlo desde la playa que desde la azotea de mi casa.

“Esas personas que a medianoche, con un tiempo de perros, esperan en la punta de un muelle el barco que las llevará lejos, mientras el pueblo duerme profundamente, ay, esas personas no son felices”, dice el escritor islandés Halldór Laxness (1902-1998) en una hermosísima novela titulada Salka Valka. No hay que desdeñar esta aguda observación. Los que viajan, ¿lo hacen para buscar la felicidad que no tienen? Y ya que hemos entrado de lleno en la literatura, quedémonos en ella. En un cuento de Fabio Morábito aparece un hombre –un pobre hombre, en realidad- que no puede proseguir su viaje a París porque los habitantes del pueblo al que llegó para pasar la noche –el cuento se titula El turista- no lo dejan ir: hay tanto que ver allí –dicen- que sería un pecado pasar de largo…

Un día, por ejemplo, lo llevan a ver una piedra que los moradores del lugar consideran muy interesante. ¿Qué tenía de especial esa piedra? Nada, nada. Sólo que era diferente a todas las demás piedras en más de un aspecto. Y el turista tuvo que ir a verla, fingiendo que aquel monolito lo dejaba sin aliento. Al día siguiente lo llevaron ver la Cueva de los Sonámbulos., que era “no una gruta, sino un nicho de respetables proporciones, un refugio ideal para un hombre durante una tormenta, nada más. El alcalde le pidió que observara las rugosidades de la roca, algo digno de verse”.

Por demás está decir que nuestro peregrino no veía nada de atractivo en las rugosidades de la roca, pero aun así, fingió interesarse en ella seriamente para no dar pie a ningún tipo de desaire. ¿Qué pensarían los habitantes del lugar si él les dijese que su Cueva de los Sonámbulos le tenía perfectamente sin cuidado? Otro día lo llevaron a conocer la famosa Mosca de Frik. Una curiosa mosca que…

“-Gentiles señores –suplicó el turista-, les ruego que me disculpen, pero tengo que poner fin a este hermosísimo paseo. Mañana me espera un viaje largo y cansado.

“El doctor Patak sonrió:

“-Entendemos, pero no puede marcharse de Werst (así se llamaba el dichoso pueblo) sin ver la mosca de Frik. Frik es uno de los pastores de la aldea. Hay una mosca en su casa que es preciso ver, lleva años viviendo en la cocina. Puede afirmarse que se trata de una mosca domesticada, única en su género. Le ruego que nos acompañe, la casa del pastor queda cerca”.

Y allá fue nuestro pobre turista, a ver la mosca domesticada, donde con todo lujo de detalles los guías le explicaron:

“-Es inconfundible, observe las estrías del abdomen, las nervaduras de las alas transparentes; un dibujo raro, único en su género”.

“-Un insecto fuera de lo común –murmuró a su oído el alcalde Koltz”.

El día después lo llevaron a contemplar la hierba de las praderas.

“-Observe, señor conde –le dijeron los gruías- la particular curvatura del pasto”…

Y luego, un poco más tarde, fue conducido a admirar de cerca la Escoba de la Viuda Hermod:

“-Ese fleco que tiene usted en la mano se parece a la escoba de la viuda Hermod. Una escoba única en su tipo. Valdría la pena que la viera. La casa de la viuda Hermod queda a dos pasos”.

Era, en verdad, un objeto digno de verse. Los observadores superficiales dirían que se trataba de una escoba parecida a cien mil otras, pero, viéndola de cerca y con profunda atención, al instante se daba uno cuenta de que no era así. Luego llevaron a nuestro turista a contemplar –admírese usted- el Borde Descarapelado del Fregadero de la Señora Riatzy, que no era nada común, y, por último, El Recodo Enmohecido del Conducto de Desagüe de los Lavaderos Públicos junto con El Margen Carcomido de la Contratapa de la Biblia del Señor Tusnesdor.

“-Sí –dijo uno de los guías-, los atractivos de este pueblo son innumerables con sólo poner un poco de atención”.

Entretanto, y mientras aquél hablaba, nuestro turista pensaba: “París, París”.

Por eso yo no viajo casi nunca, y menos aún permito que me lleven los guías a ver quién sabe qué maravilla única en su género. Pero, aunque yo no viaje, reconozco, con todo, la necesidad de los viajes. No nos conformamos los hombres con las piedras de nuestra ciudad, ni con nuestras grutas locales, ni con nuestras moscas domesticadas, ni con la contemplación de nuestras escobas. Si de eso se tratara, nos bastaría con pasarnos la vida contemplado gotas de agua, pues, como se sabe, no hay dos iguales en el entero universo. El hombre necesita los viajes. Los necesita para ver otras piedras y contemplar otros rostros y para caminar otras calles. No vaya a creer que su pequeño mundo es todo el mundo, tentación muy propia ésta de los que nunca hacen maletas ni salen de casa.