/ domingo 15 de mayo de 2022

Mujeres Públicas

-¿No te parece –me dice un amigo mientras da un sorbo a su taza de café- que los Estados, en todas partes, se vuelven cada vez más totalitarios?

-¿Podrías definirme qué es para ti un Estado totalitario? –dije yo.

-Totalitario viene de “totus”, que significa “todo”, o bien “totalidad”. Un Estado totalitario es, pues, aquel que quiere controlar todos los aspectos de la vida humana, ya sea éstos sociales, ya individuales, públicos o privados.

Mi amigo pone pausa a su discurso; luego sigue diciéndome:

-Los Estados se vuelven totalitarios cuando hacen a un lado la ley natural, que es eterna, para no regirse sino mediante la ley positiva, que es temporal y además hecha por hombres.

-Hace poco –dije yo-, un político de renombre, por lo menos en nuestra patria, dijo con desparpajo ante las cámaras de televisión: “Antes es preciso obedecer las leyes de los hombres que la ley de Dios”. Me imagino que al decir esto pretendía defender la laicidad del Estado mexicano.

-¿Pero te das cuenta de lo que esto significa, ya en la práctica? Significa que lo que place al poderoso adquiere rango de ley sólo por placerle…

-En filosofía, a eso se le llama “voluntarismo”.

-Así es. Y voluntarismo quiere decir, entonces, que una nación es regida por el capricho de unos cuantos. Nuestros legisladores, sin mentir un ápice, podrían cantar a coro aquella canción que dice: “¡Y mi palabra es la ley!”.

-Tal es el motivo por el que la doctrina social de la Iglesia enseña que una ley que vaya contra la razón no debe, en conciencia, ser obedecida. Pongo un ejemplo. ¿Recuerdas aquel pasaje bíblico en el que el faraón decreta la muerte, sólo por placerle, como dices tú, de los niños judíos nacidos en su territorio? Aquí tengo la cita: “El rey de Egipto dio también orden a las parteras de las hebreas, diciéndoles: ‘Cuando asistáis a las hebreas, observad bien los sexos: si es niño, hacedle morir; si es niña, dejadla con vida” (Éxodo 1, 16). Más tarde, como sabes, el mandato faraónico fue extendido no sólo a las parteras, sino a todo el pueblo: “A todo niño nacido de los hebreos lo echaréis al río, pero a las niñas las dejaréis vivir” (Éxodo 1, 22). Ahora bien, ¿por qué los niños debían morir, en tanto que las niñas no? ¡Sólo porque así lo dispuso el poderoso!

-Tal es la manera en que obran los tiranos, efectivamente. Su palabra es ley. Y, sin embargo, hubo una mujer que, siguiendo los dictados de su conciencia, desobedeció el mandato del faraón, y gracias a eso halló gracia a los ojos de Dios: ese hijo salvado fue nada menos que Moisés, el libertador del pueblo de Israel.

-¿Y no te viene a la memoria el nombre de Antígona? También ella estuvo entre la espada y la pared, y prefirió morir por acatar la ley de los dioses antes que la de los hombres, o, mejor dicho, antes que la de ese tirano llamado Creonte. ¡Ah, amigo mío, cómo me conmueve esta tragedia! ¿Recuerdas las palabras de Antígona?

No pensé yo –dice a Creonte- que los pregones tuyos,

siendo de hombre mortal, vencer pudieran

la ley no escrita y firme de los dioses.

Ésta no es de hoy ni de ayer, es ley que siempre

viviendo está, ni nadie sabe cuándo

por primera vez apareció. No iba

a exponerme al castigo de los dioses

violando yo esta ley, por arredrarme

ante un mortal. Al fin la muerte

por fuerza ha de llegar, bien lo sabía,

aunque no lo tuvieras pregonado.

-¡Valiente mujer, Antígona! ¡Y pensar que estas palabras fueron dichas en el siglo V a. C.! Ella sabía, y así se lo dijo a Ismene, su acobardada hermana, que era más importante estar bien con los dioses que con los hombres. ¿Va a morir por desobedecer a Creonte? ¡De cualquier manera, un día iba a morir! Los jóvenes –agrega mi amigo- deberían leer Antígona. Leerla una y otra vez para que no olviden la lección.

-En una novela de Henri Bourdeaux (1870-1963) titulada Los Roquevillard, publicada en 1906, me he encontrado este pensamiento: “Con el ‘cada uno para sí’, por una parte, y la intervención permanente del Estado en todos los actos de la vida, por otro, ya no existe en realidad la familia. ¡Ya veremos lo que hará una sociedad compuesta por individuos esclavos del Estado!”. ¿Presentía ya lo que iba a suceder en 1933 con Hitler en el poder?

-Pues yo, por mi parte –dijo mi amigo-, he encontrado en un viejo libro las disposiciones del comunista Bela Kun (1886-1938) respecto a los mujeres húngaras:

“a) En todo el territorio de la República Húngara de los Soviets queda abolido el derecho de poseer mujeres de entre 17 y 32 años de edad.

“b) Se declara libres a todas las mujeres de Hungría, y emancipadas de la propiedad particular del varón, pasando a ser propiedad de la nación entera.

“c) Todo hombre que desee hacer uno de una mujer nacionalizada, deberá presentar un certificado…

“d) Los antiguos maridos podrán conservar el derecho de hacer uso de sus mujeres sin esperar turno”.

-¡Dios mío! –dije.

Sí: cuando la ley positiva se separa de tal modo de la ley natural, estamos perdidos, y como a merced de los vientos.

-¿No te parece –me dice un amigo mientras da un sorbo a su taza de café- que los Estados, en todas partes, se vuelven cada vez más totalitarios?

-¿Podrías definirme qué es para ti un Estado totalitario? –dije yo.

-Totalitario viene de “totus”, que significa “todo”, o bien “totalidad”. Un Estado totalitario es, pues, aquel que quiere controlar todos los aspectos de la vida humana, ya sea éstos sociales, ya individuales, públicos o privados.

Mi amigo pone pausa a su discurso; luego sigue diciéndome:

-Los Estados se vuelven totalitarios cuando hacen a un lado la ley natural, que es eterna, para no regirse sino mediante la ley positiva, que es temporal y además hecha por hombres.

-Hace poco –dije yo-, un político de renombre, por lo menos en nuestra patria, dijo con desparpajo ante las cámaras de televisión: “Antes es preciso obedecer las leyes de los hombres que la ley de Dios”. Me imagino que al decir esto pretendía defender la laicidad del Estado mexicano.

-¿Pero te das cuenta de lo que esto significa, ya en la práctica? Significa que lo que place al poderoso adquiere rango de ley sólo por placerle…

-En filosofía, a eso se le llama “voluntarismo”.

-Así es. Y voluntarismo quiere decir, entonces, que una nación es regida por el capricho de unos cuantos. Nuestros legisladores, sin mentir un ápice, podrían cantar a coro aquella canción que dice: “¡Y mi palabra es la ley!”.

-Tal es el motivo por el que la doctrina social de la Iglesia enseña que una ley que vaya contra la razón no debe, en conciencia, ser obedecida. Pongo un ejemplo. ¿Recuerdas aquel pasaje bíblico en el que el faraón decreta la muerte, sólo por placerle, como dices tú, de los niños judíos nacidos en su territorio? Aquí tengo la cita: “El rey de Egipto dio también orden a las parteras de las hebreas, diciéndoles: ‘Cuando asistáis a las hebreas, observad bien los sexos: si es niño, hacedle morir; si es niña, dejadla con vida” (Éxodo 1, 16). Más tarde, como sabes, el mandato faraónico fue extendido no sólo a las parteras, sino a todo el pueblo: “A todo niño nacido de los hebreos lo echaréis al río, pero a las niñas las dejaréis vivir” (Éxodo 1, 22). Ahora bien, ¿por qué los niños debían morir, en tanto que las niñas no? ¡Sólo porque así lo dispuso el poderoso!

-Tal es la manera en que obran los tiranos, efectivamente. Su palabra es ley. Y, sin embargo, hubo una mujer que, siguiendo los dictados de su conciencia, desobedeció el mandato del faraón, y gracias a eso halló gracia a los ojos de Dios: ese hijo salvado fue nada menos que Moisés, el libertador del pueblo de Israel.

-¿Y no te viene a la memoria el nombre de Antígona? También ella estuvo entre la espada y la pared, y prefirió morir por acatar la ley de los dioses antes que la de los hombres, o, mejor dicho, antes que la de ese tirano llamado Creonte. ¡Ah, amigo mío, cómo me conmueve esta tragedia! ¿Recuerdas las palabras de Antígona?

No pensé yo –dice a Creonte- que los pregones tuyos,

siendo de hombre mortal, vencer pudieran

la ley no escrita y firme de los dioses.

Ésta no es de hoy ni de ayer, es ley que siempre

viviendo está, ni nadie sabe cuándo

por primera vez apareció. No iba

a exponerme al castigo de los dioses

violando yo esta ley, por arredrarme

ante un mortal. Al fin la muerte

por fuerza ha de llegar, bien lo sabía,

aunque no lo tuvieras pregonado.

-¡Valiente mujer, Antígona! ¡Y pensar que estas palabras fueron dichas en el siglo V a. C.! Ella sabía, y así se lo dijo a Ismene, su acobardada hermana, que era más importante estar bien con los dioses que con los hombres. ¿Va a morir por desobedecer a Creonte? ¡De cualquier manera, un día iba a morir! Los jóvenes –agrega mi amigo- deberían leer Antígona. Leerla una y otra vez para que no olviden la lección.

-En una novela de Henri Bourdeaux (1870-1963) titulada Los Roquevillard, publicada en 1906, me he encontrado este pensamiento: “Con el ‘cada uno para sí’, por una parte, y la intervención permanente del Estado en todos los actos de la vida, por otro, ya no existe en realidad la familia. ¡Ya veremos lo que hará una sociedad compuesta por individuos esclavos del Estado!”. ¿Presentía ya lo que iba a suceder en 1933 con Hitler en el poder?

-Pues yo, por mi parte –dijo mi amigo-, he encontrado en un viejo libro las disposiciones del comunista Bela Kun (1886-1938) respecto a los mujeres húngaras:

“a) En todo el territorio de la República Húngara de los Soviets queda abolido el derecho de poseer mujeres de entre 17 y 32 años de edad.

“b) Se declara libres a todas las mujeres de Hungría, y emancipadas de la propiedad particular del varón, pasando a ser propiedad de la nación entera.

“c) Todo hombre que desee hacer uno de una mujer nacionalizada, deberá presentar un certificado…

“d) Los antiguos maridos podrán conservar el derecho de hacer uso de sus mujeres sin esperar turno”.

-¡Dios mío! –dije.

Sí: cuando la ley positiva se separa de tal modo de la ley natural, estamos perdidos, y como a merced de los vientos.