/ domingo 29 de mayo de 2022

Mónica

Las cosas se compran con dinero; las personas, con sangre. As cosas se compran con dinero; las personas, con sangre. Así compró Jesús a la humanidad: muriendo por ella. Y en vano renegarán de Él sus enemigos: igualmente le pertenecen por haberlos comprado en la cruz al precio de sus dolores.

De igual manera compró Santa Mónica a su hijo Agustín. ¿Quién era esta mujer que para muchos sigue siendo una desconocida? De su infancia nada sabemos, pero sí algo de su primera juventud: que siendo cristiana se unió en matrimonio con un pagano llamado Patricio, y que de esta unión le nacieron tres hijos: Agustín, Navigio y Perpetua.

Todo lo ignoramos de los dos últimos, pero no todo de Patricio, el padre, que era un perfecto calavera. Nunca le fue fiel a su mujer, aunque tampoco la golpeaba, lo que ya es decir. ¡Cuánto le tuvo que soportar su pobre esposa! Hablando de él, pero sobre todo de ella, cuenta San Agustín en el libro de sus Confesiones: “Su esposo le fue desleal, pero ella le soportó de tal manera sus infidelidades que jamás tuvo por eso el menor altercado. Tenía siempre la esperanza de que tu misericordia, Dios mío, descendiera sobre él y le concediera la fe y después la fidelidad” (IX, 9, 1).

Pero eso no era todo: además de libidinoso e infiel, Patricio era un energúmeno que se violentaba a la menor provocación; sin embargo, como todos, también tenía sus momentos buenos: “Era él –sigue diciendo su hijo-, por una parte, extraordinariamente afectuoso, y por otra sumamente iracundo y colérico. Cuando ella lo veía enojado, tenía la prudencia de no contradecirle ni de obra ni de palabra; más después, ya quieto y sosegado, aprovechaba la primera oportunidad para explicarle su comportamiento, si se había irritado más de lo justo.

“Menos violentos eran los maridos de algunas de sus amigas; y, sin embargo, éstas, con frecuencia, mostraban el rostro marcado por los golpes recibidos y se quejaban entre sí de la brutalidad de sus esposos” (IX, 9, 2).

Para decirlo ya, el tal Patricio no era el diablo, aunque distase mucho de ser un ángel. “Sus amigas –prosigue Agustín-, sabedoras de lo feroz que era el esposo de Mónica, se admiraban de cómo podía sobrellevarlo; tanto más, cuanto que jamás habían visto ni oído indicios de que alguna vez Patricio le hubiera puesto las manos encima o hubieran tenido alguna riña” (IX, 9, 2).

¿Cómo hacía esta buena mujer para aplacar a aquella fiera suelta? Tal es el secreto de los santos… Y tan domesticada estaba en el fondo aquella bestia feroz que, incluso, había dejado en manos de su mujer las riendas de la educación religiosa de sus hijos –y eso que, como ya dijimos, Patricio era un pagano recalcitrante-: “En mi niñez –sigue diciendo Agustín en sus Confesiones-, yo creía en ti, Señor. Y creían también mi madre y todos los de la casa, a excepción de mi padre, el cual, a pesar de que no tenía fe, nunca contrarrestó los esfuerzos solícitos de mi madre para que tú, Dios mío, fueses mi verdadero Padre, más que el que me había engendrado. En esto tú le ayudabas a vencer a su marido, a quien servía con todo esmero por ti, sirviéndote a ti en él” (IX, 9, 2).

Primero fue la domesticación del esposo; luego hubo de venir la del hijo, faena ésta tanto más extenuante y dolorosa que la anterior; pues fue el caso que Agustín, yendo a estudiar Cartago, se sintió atraído por la herejía maniquea y en ella permaneció durante nueve años, en los cuales Mónica no supo hacer otra cosa que orar y llorar. “Durante nueve largos años –confiesa Agustín- seguí revolcándome en aquel hondo lodo de tenebrosa falsedad del que varias veces quise surgir sin conseguirlo. Mientras tanto, ella –la madre-, viuda casta, sobria y piadosa como a ti te agrada, vivía ya en una alegre esperanza en medio del llanto y los gemidos con que a toda hora te rogaba por mí. Sus plegarias llegaban a tu presencia, pero tú me dejabas todavía volverme y revolverme en la calígine” (III, 10, 3). Por ese mismo tiempo, Agustín vivía ya en concubinato con una mujer de la que ignoramos el nombre y con quien tuvo un hijo que murió en la flor de la edad: Adeodato. ¡Otro golpe para Mónica! “Quería ella que no tuviese trato ilícito con mujer alguna y especialmente con mujer casada. Pero sus consejos me parecieron debilidades de mujer que no podía yo tomar en cuenta sin avergonzarme. Mas sus consejos no eran suyos, sino tuyos, y yo no lo sabía. Pensaba yo que tú callabas, cuando por su voz me hablabas” (II, 3, 3).

¿Qué haría ahora Mónica? En realidad, humanamente hablando, nada podía hacer, salvo orar y llorar. ¿O qué más podía? En cierta ocasión, fue a buscar a un obispo para hablarle de su hijo y pedirle que lo recibiera; acaso hablando con él, Agustín abjuraría de sus errores y... Sin embargo, el prelado le respondió que no era el momento para ello: “dijo que yo era todavía demasiado indócil, hinchado como estaba por el entusiasmo de mi reciente adhesión a la secta… Y como ella no quería aceptar, sino que con insistencia y abundantes lágrimas le rogaba que me recibiera y hablara conmigo, el obispo, un tanto fastidiado, le dijo: ‘Déjame ya, y que Dios te asista. No es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas’. Éstas palabras me las recordó ella muchas veces como venidas del cielo” (III, 11, 2).

En efecto, eran una profecía: Agustín no sólo no se perdió, sino que con el tiempo llegó a ser el gran San Agustín, acaso el más filósofo de los santos y el más santo de los filósofos.

Como Mónica, a veces se apodera de nosotros el sentimiento de no poder hacer nada por quienes amamos, salvo rezar y llorar por ellos. ¡Están tan lejos y su caso es tan desesperado!... Pero nuestro amor los acerca y la oración los aproxima. No, no perdemos nunca, no se pierden nunca aquellos por quienes hemos llorado. Las cosas se compran con dinero; las personas, con lágrimas.

Las cosas se compran con dinero; las personas, con sangre. As cosas se compran con dinero; las personas, con sangre. Así compró Jesús a la humanidad: muriendo por ella. Y en vano renegarán de Él sus enemigos: igualmente le pertenecen por haberlos comprado en la cruz al precio de sus dolores.

De igual manera compró Santa Mónica a su hijo Agustín. ¿Quién era esta mujer que para muchos sigue siendo una desconocida? De su infancia nada sabemos, pero sí algo de su primera juventud: que siendo cristiana se unió en matrimonio con un pagano llamado Patricio, y que de esta unión le nacieron tres hijos: Agustín, Navigio y Perpetua.

Todo lo ignoramos de los dos últimos, pero no todo de Patricio, el padre, que era un perfecto calavera. Nunca le fue fiel a su mujer, aunque tampoco la golpeaba, lo que ya es decir. ¡Cuánto le tuvo que soportar su pobre esposa! Hablando de él, pero sobre todo de ella, cuenta San Agustín en el libro de sus Confesiones: “Su esposo le fue desleal, pero ella le soportó de tal manera sus infidelidades que jamás tuvo por eso el menor altercado. Tenía siempre la esperanza de que tu misericordia, Dios mío, descendiera sobre él y le concediera la fe y después la fidelidad” (IX, 9, 1).

Pero eso no era todo: además de libidinoso e infiel, Patricio era un energúmeno que se violentaba a la menor provocación; sin embargo, como todos, también tenía sus momentos buenos: “Era él –sigue diciendo su hijo-, por una parte, extraordinariamente afectuoso, y por otra sumamente iracundo y colérico. Cuando ella lo veía enojado, tenía la prudencia de no contradecirle ni de obra ni de palabra; más después, ya quieto y sosegado, aprovechaba la primera oportunidad para explicarle su comportamiento, si se había irritado más de lo justo.

“Menos violentos eran los maridos de algunas de sus amigas; y, sin embargo, éstas, con frecuencia, mostraban el rostro marcado por los golpes recibidos y se quejaban entre sí de la brutalidad de sus esposos” (IX, 9, 2).

Para decirlo ya, el tal Patricio no era el diablo, aunque distase mucho de ser un ángel. “Sus amigas –prosigue Agustín-, sabedoras de lo feroz que era el esposo de Mónica, se admiraban de cómo podía sobrellevarlo; tanto más, cuanto que jamás habían visto ni oído indicios de que alguna vez Patricio le hubiera puesto las manos encima o hubieran tenido alguna riña” (IX, 9, 2).

¿Cómo hacía esta buena mujer para aplacar a aquella fiera suelta? Tal es el secreto de los santos… Y tan domesticada estaba en el fondo aquella bestia feroz que, incluso, había dejado en manos de su mujer las riendas de la educación religiosa de sus hijos –y eso que, como ya dijimos, Patricio era un pagano recalcitrante-: “En mi niñez –sigue diciendo Agustín en sus Confesiones-, yo creía en ti, Señor. Y creían también mi madre y todos los de la casa, a excepción de mi padre, el cual, a pesar de que no tenía fe, nunca contrarrestó los esfuerzos solícitos de mi madre para que tú, Dios mío, fueses mi verdadero Padre, más que el que me había engendrado. En esto tú le ayudabas a vencer a su marido, a quien servía con todo esmero por ti, sirviéndote a ti en él” (IX, 9, 2).

Primero fue la domesticación del esposo; luego hubo de venir la del hijo, faena ésta tanto más extenuante y dolorosa que la anterior; pues fue el caso que Agustín, yendo a estudiar Cartago, se sintió atraído por la herejía maniquea y en ella permaneció durante nueve años, en los cuales Mónica no supo hacer otra cosa que orar y llorar. “Durante nueve largos años –confiesa Agustín- seguí revolcándome en aquel hondo lodo de tenebrosa falsedad del que varias veces quise surgir sin conseguirlo. Mientras tanto, ella –la madre-, viuda casta, sobria y piadosa como a ti te agrada, vivía ya en una alegre esperanza en medio del llanto y los gemidos con que a toda hora te rogaba por mí. Sus plegarias llegaban a tu presencia, pero tú me dejabas todavía volverme y revolverme en la calígine” (III, 10, 3). Por ese mismo tiempo, Agustín vivía ya en concubinato con una mujer de la que ignoramos el nombre y con quien tuvo un hijo que murió en la flor de la edad: Adeodato. ¡Otro golpe para Mónica! “Quería ella que no tuviese trato ilícito con mujer alguna y especialmente con mujer casada. Pero sus consejos me parecieron debilidades de mujer que no podía yo tomar en cuenta sin avergonzarme. Mas sus consejos no eran suyos, sino tuyos, y yo no lo sabía. Pensaba yo que tú callabas, cuando por su voz me hablabas” (II, 3, 3).

¿Qué haría ahora Mónica? En realidad, humanamente hablando, nada podía hacer, salvo orar y llorar. ¿O qué más podía? En cierta ocasión, fue a buscar a un obispo para hablarle de su hijo y pedirle que lo recibiera; acaso hablando con él, Agustín abjuraría de sus errores y... Sin embargo, el prelado le respondió que no era el momento para ello: “dijo que yo era todavía demasiado indócil, hinchado como estaba por el entusiasmo de mi reciente adhesión a la secta… Y como ella no quería aceptar, sino que con insistencia y abundantes lágrimas le rogaba que me recibiera y hablara conmigo, el obispo, un tanto fastidiado, le dijo: ‘Déjame ya, y que Dios te asista. No es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas’. Éstas palabras me las recordó ella muchas veces como venidas del cielo” (III, 11, 2).

En efecto, eran una profecía: Agustín no sólo no se perdió, sino que con el tiempo llegó a ser el gran San Agustín, acaso el más filósofo de los santos y el más santo de los filósofos.

Como Mónica, a veces se apodera de nosotros el sentimiento de no poder hacer nada por quienes amamos, salvo rezar y llorar por ellos. ¡Están tan lejos y su caso es tan desesperado!... Pero nuestro amor los acerca y la oración los aproxima. No, no perdemos nunca, no se pierden nunca aquellos por quienes hemos llorado. Las cosas se compran con dinero; las personas, con lágrimas.