/ domingo 4 de julio de 2021

Meditaciones breves

En su Vida de San Juan Crisóstomo escribe Félix Arrarás a propósito de los monasterios que salpicaban un poco por todas partes el continente africano en el siglo IV de nuestra era: “Hacer el bien a los semejantes entraba en su programa. El hospital, la enfermería, el refugio del caminante, el orfanato se hacen un anejo, una prolongación del monasterio. Éste viene a hacerse la casa de todos: posada al viajero, asilo al pobre, cama al enfermo. ‘El uno –dice el Crisóstomo (347-407)- cura las llagas de un herido, éste sirve de guía a un ciego, aquel lleva a cuestas a quien tiene rota la pierna’. De la hospitalidad se hacía un culto. Para ejercerla no se reparaba en la calidad del menesteroso. Decir que éste era recibido como un amigo, como un hermano, es poco. Era recibido, por muy astroso y repulsivo que fuera su exterior, cual lo merecía la efigie viva de Cristo; se le rodeaba de las más finas y afectuosas atenciones: era el disputarse como la más codiciada preeminencia quién lavaría los pies, quien aderezaría el lecho, quién serviría la comida”…


Al leer este párrafo me vienen a la memoria aquellas palabras que un día escribió Chesterton a propósito de los enemigos e impugnadores de la familia: “Éstos no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen”. Lo mismo habría que decir de los perseguidores de la Iglesia. Cuando Friedrich Nietzsche (1844-1900), ya loco, tras haber imprecado furiosamente contra el cristianismo, era objeto de burla hasta de los mismos médicos del manicomio, su madre lo reclamó al Estado para cuidarlo ella. ¡Y doce años duró la buena mujer limpiándole la baba y llevándolo al retrete! ¡Qué suerte que la madre, una mujer sencilla y piadosa, no había leído a Nietzsche, pues de lo contrario lo habría dejado ahogarse en sus propios excrementos! Sí, es fácil burlarse de los creyentes; pero cuando la vida, que es una rueda, dé un giro y todos nos abandonen, necesitaremos, para sobrevivir a la tragedia, de la caridad de los que aún crean: hombres y mujeres éstos que, como sus hermanos del siglo IV, seguirán disputándose como la más codiciada preeminencia el sencillo gesto de lavarles los pies.


Decía Voltaire (1694-1778) cuando gozaba de perfecto estado de salud: “Ya estoy cansado de oír que a Cristo le bastaron doce hombres para fundar su Iglesia y conquistar el mundo. Yo voy a demostrar que basta uno solo para destruirla”. Pero cuando ya no gozó de perfecto estado de salud y se moría, he aquí lo que sucedió con él, según el testimonio de el doctor Tronchin, que fue quien lo asistió en su lentísima agonía: “Poco antes de su muerte, Voltaire, en medio de furiosas agitaciones, gritaba furibundamente: ‘¡Estoy abandonado de Dios y de los hombres!’. Se mordía los dedos y, echando mano de su vaso de noche, apuró el contenido. Hubiera querido yo que todos los que han sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de aquella muerte. No era decente presenciar semejante espectáculo”. ¡Vaya noticia!


Hoy están de moda las Misas apresuradas. Allí donde se despacha en breve a la feligresía, allí ésta acude en tropel. “Al leer la vida de San Francisco de Asís –escribe el jesuita belga G. Hoornaert- nos enteramos que un día volvió de viaje cuando no lo esperaban sus religiosos. Estaban cantando el oficio. El santo, antes de entrar, quiso escuchar cómo cantaban mientras él estaba ausente. Cuando oyó la prisa con que lo hacían, no tuvo ánimo para presentarse. Se quedó afuera, murmurando: ‘¡Pobre Dios, pobre Dios, cómo se os trata!’ ”.


Gloria extrínseca, gloria intrínseca. Los teólogos medievales utilizaban estas expresiones para referirse a la gloria de Dios, y lo hacían así: la gloria extrínseca es la que nosotros tributamos a Dios con nuestra oración, nuestra alabanza y nuestros sacrificios. Esta gloria, por lo demás, en nada aumenta lo que se llama la gloria intrínseca de Dios. “La gloria intrínseca del Señor –decían- no depende de nosotros; no tendría ella aumento alguno aunque todo el género humano alabase a Dios, ni tendría menoscabo alguno aunque todos los hombres blasfemasen de Él”.


Esto podrá parecer demasiado abstracto, pero no es así. Y hasta creo que podríamos decir, sin caer en la irreverencia, que también respecto al hombre es posible hablar de estas dos glorias. La gloria extrínseca es la que recibimos de los demás bajo la forma del aplauso, el elogio y el reconocimiento. ¡Y claro que tal gloria nos gusta! Y, sin embargo, ésta en nada aumenta ni disminuye nuestra gloria intrínseca. Esto quiere decir, lector, que tú vales no porque te aplaudan, ni dejas de valer porque te maldigan. Tú, sea una cosa, sea la otra, vales infinitamente.


Alégrate, pues, si los demás aprecian tus méritos –gloria extrínseca-; pero si no lo hacen, tampoco te entristezcas: tu valor no crece con el aplauso ni merma con el abucheo. ¡Excelente noticia para aquellos que creían que no era posible vivir sin la aprobación de los demás!


Le preguntaron una vez a Mme. de Maintenon si no se aburría con aquellas mujeres que formaban siempre un corro en torno de ella. Respondió con sonrisa maliciosa: “¡Oh, mejor es aburrirse con tales mujeres que divertirse con otras!”.

En su Vida de San Juan Crisóstomo escribe Félix Arrarás a propósito de los monasterios que salpicaban un poco por todas partes el continente africano en el siglo IV de nuestra era: “Hacer el bien a los semejantes entraba en su programa. El hospital, la enfermería, el refugio del caminante, el orfanato se hacen un anejo, una prolongación del monasterio. Éste viene a hacerse la casa de todos: posada al viajero, asilo al pobre, cama al enfermo. ‘El uno –dice el Crisóstomo (347-407)- cura las llagas de un herido, éste sirve de guía a un ciego, aquel lleva a cuestas a quien tiene rota la pierna’. De la hospitalidad se hacía un culto. Para ejercerla no se reparaba en la calidad del menesteroso. Decir que éste era recibido como un amigo, como un hermano, es poco. Era recibido, por muy astroso y repulsivo que fuera su exterior, cual lo merecía la efigie viva de Cristo; se le rodeaba de las más finas y afectuosas atenciones: era el disputarse como la más codiciada preeminencia quién lavaría los pies, quien aderezaría el lecho, quién serviría la comida”…


Al leer este párrafo me vienen a la memoria aquellas palabras que un día escribió Chesterton a propósito de los enemigos e impugnadores de la familia: “Éstos no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen”. Lo mismo habría que decir de los perseguidores de la Iglesia. Cuando Friedrich Nietzsche (1844-1900), ya loco, tras haber imprecado furiosamente contra el cristianismo, era objeto de burla hasta de los mismos médicos del manicomio, su madre lo reclamó al Estado para cuidarlo ella. ¡Y doce años duró la buena mujer limpiándole la baba y llevándolo al retrete! ¡Qué suerte que la madre, una mujer sencilla y piadosa, no había leído a Nietzsche, pues de lo contrario lo habría dejado ahogarse en sus propios excrementos! Sí, es fácil burlarse de los creyentes; pero cuando la vida, que es una rueda, dé un giro y todos nos abandonen, necesitaremos, para sobrevivir a la tragedia, de la caridad de los que aún crean: hombres y mujeres éstos que, como sus hermanos del siglo IV, seguirán disputándose como la más codiciada preeminencia el sencillo gesto de lavarles los pies.


Decía Voltaire (1694-1778) cuando gozaba de perfecto estado de salud: “Ya estoy cansado de oír que a Cristo le bastaron doce hombres para fundar su Iglesia y conquistar el mundo. Yo voy a demostrar que basta uno solo para destruirla”. Pero cuando ya no gozó de perfecto estado de salud y se moría, he aquí lo que sucedió con él, según el testimonio de el doctor Tronchin, que fue quien lo asistió en su lentísima agonía: “Poco antes de su muerte, Voltaire, en medio de furiosas agitaciones, gritaba furibundamente: ‘¡Estoy abandonado de Dios y de los hombres!’. Se mordía los dedos y, echando mano de su vaso de noche, apuró el contenido. Hubiera querido yo que todos los que han sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de aquella muerte. No era decente presenciar semejante espectáculo”. ¡Vaya noticia!


Hoy están de moda las Misas apresuradas. Allí donde se despacha en breve a la feligresía, allí ésta acude en tropel. “Al leer la vida de San Francisco de Asís –escribe el jesuita belga G. Hoornaert- nos enteramos que un día volvió de viaje cuando no lo esperaban sus religiosos. Estaban cantando el oficio. El santo, antes de entrar, quiso escuchar cómo cantaban mientras él estaba ausente. Cuando oyó la prisa con que lo hacían, no tuvo ánimo para presentarse. Se quedó afuera, murmurando: ‘¡Pobre Dios, pobre Dios, cómo se os trata!’ ”.


Gloria extrínseca, gloria intrínseca. Los teólogos medievales utilizaban estas expresiones para referirse a la gloria de Dios, y lo hacían así: la gloria extrínseca es la que nosotros tributamos a Dios con nuestra oración, nuestra alabanza y nuestros sacrificios. Esta gloria, por lo demás, en nada aumenta lo que se llama la gloria intrínseca de Dios. “La gloria intrínseca del Señor –decían- no depende de nosotros; no tendría ella aumento alguno aunque todo el género humano alabase a Dios, ni tendría menoscabo alguno aunque todos los hombres blasfemasen de Él”.


Esto podrá parecer demasiado abstracto, pero no es así. Y hasta creo que podríamos decir, sin caer en la irreverencia, que también respecto al hombre es posible hablar de estas dos glorias. La gloria extrínseca es la que recibimos de los demás bajo la forma del aplauso, el elogio y el reconocimiento. ¡Y claro que tal gloria nos gusta! Y, sin embargo, ésta en nada aumenta ni disminuye nuestra gloria intrínseca. Esto quiere decir, lector, que tú vales no porque te aplaudan, ni dejas de valer porque te maldigan. Tú, sea una cosa, sea la otra, vales infinitamente.


Alégrate, pues, si los demás aprecian tus méritos –gloria extrínseca-; pero si no lo hacen, tampoco te entristezcas: tu valor no crece con el aplauso ni merma con el abucheo. ¡Excelente noticia para aquellos que creían que no era posible vivir sin la aprobación de los demás!


Le preguntaron una vez a Mme. de Maintenon si no se aburría con aquellas mujeres que formaban siempre un corro en torno de ella. Respondió con sonrisa maliciosa: “¡Oh, mejor es aburrirse con tales mujeres que divertirse con otras!”.