/ domingo 24 de noviembre de 2019

Meditación sobre los cumpleaños

Estoy en una librería, la más grande de nuestra pequeña ciudad, y compruebo con satisfacción que la mesa de novedades está llena, casi saturada Pero, ¡ay!, después de una ojeada más o menos detenida compruebo que casi ningún título me interesa. Por último, y casi por no dejar, me detengo en éste: Sueños para marginados. ¿De qué se trata? Es una novela, a lo que parece; una novela escrita por Faïza Guène. El nombre de la autora, por supuesto, no me dice nada. ¿Faïza Guène? ¿Quién podrá ser? Doy vuelta al ejemplar y en la contraportada me encuentro con la siguiente leyenda: “Faïza Guène (Bobigny, París, 1985) tiene 22 años y se la conoce en Francia como la Fraçoise Sagan de los suburbios. Su primera novela, Mañana será otro día, que se ha publicado en 22 países, supuso un éxito de crítica que le lanzó a la lista de los libros más vendidos”.

Bien, me dije, llevémonos esta novela. Y aquella misma noche empecé a leerla. ¿Se trataba de algo extraordinario o fuera de lo común? Nada de eso. A decir verdad, se trataba de una novela como muchas otras que se publican hoy en día; pero debo confesar que el siguiente diálogo me hizo aminorar la marcha de la lectura. Para situar al lector, tal vez convenga decir que dicho diálogo tiene lugar el día en que el papá de Alhème, la protagonista de la historia, cumple 61 años. La hija lo felicita, le canta canciones argelinas (es decir, canciones patrias) y le propina todo tipo de arrumacos, pero su señor padre no quiere saber nada: ¿a quién va a darle gusto ser un año más viejo que ayer? ¡No, no se deben celebrar los cumpleaños! ¿Para qué? ¿No era una tontería festejar la vejez? Aquella mañana, el papá de Alhème se levantó en silencio, como para pasar desapercibido, pero la hija recordó la fecha y procedió a las obligadas felicitaciones y jolgorios.

-Bien –pregunta éste, sin resignarse todavía-, ¿y cuántos años tengo, entonces? -Sesenta y un años, papá –le responde Alhème. “-¡Por Dios, no, no, no podemos celebrarlo! -¿Por qué no? -Es una fiesta de locos, una fiesta de blancos que se alegran de dar un paso más hacia la tumba. Dijo esto porque tanto él como su hija eran argelinos y más morenos que los demás. -¡Oh –responde la muchacha-, no hay que pensar en eso! Es una oportunidad poder festejarlo juntos.

He ahí el diálogo; he ahí las dos posturas. El padre cree que no hay por qué armar tanto jaleo: la ocasión, en todo caso, no lo amerita. ¡Celebrar los cumpleaños es una verdadera tontería! ¿A quién se le podría haber ocurrido? ¡Como si no supiéramos a dónde nos lleva cada minuto que pasa! Pero la hija no comprende este razonamiento y piensa que el loco es su padre por no querer celebrarlos. Ahora bien, ¿quién de los dos tiene la razón? Los dos. Pero analicemos más detenidamente ambas actitudes. Por un lado, es verdad: cada minuto que pasa nos morimos un poco. Decía Epicuro, el filósofo griego, que nada tenemos con la muerte, pues en tanto vivimos ella no está, mientras que cuando ella llega somos nosotros los que ya no estamos. Sí, eso decía Epicuro, pero se equivocaba. Pues, ¿qué es vivir sino irse muriendo uno poco a poco? Cada segundo que pasa nos orilla a la tumba. ¿Y qué podríamos hacer para evitarlo?

En La dama del alba, la espléndida pieza teatral de Alejandro Casona (1903-1965), el dramaturgo español, hay una escena en la que aparece un hombre ya de cierta edad que se queja diciendo: “¡Tengo setenta años!”. A lo que responde la muerte, que está por allí cerca y lo observa: “Muchos menos, abuelo. Porque esos setenta que dices, son los que no tienes ya” (Acto II, final).

¡Así es! ¡Exactamente así! Los años que tenemos son en realidad los que ya no tenemos, los que se nos han ido sin que supiéramos cómo. ¿Tienes veinte años, cuarenta años, sesenta y un años? Bien, no te hagas ilusiones: esos años que dices que tienes son los que ya no tienes. ¿Para qué, pues, celebrar los cumpleaños? Eso es lo que se pregunta el hombre aquel de Sueños para marginados. Sí, ¿para qué celebrarlos? Sería mucho mejor dejar las cosas como están. Pero la hija también tiene razón. ¿Cómo no celebrarlos? Más allá de los años que tenemos o que ya no tenemos, está este hecho fundamental: estamos todavía aquí. ¿Y qué significa estar? Dejemos que sea un maestro espiritual de nuestros días –Henry J. M. Nouwen (1932-1996)- quien responda a esta pregunta: “Hay que celebrar los cumpleaños –escribe en uno de sus libros-. Creo que es más importante celebrar un cumpleaños que aprobar un examen o cualquier victoria. Porque celebrar un cumpleaños significa decirle a uno: ‘Gracias por ser tú’. Celebrar un cumpleaños es ensalzar la vida y alegrarse por ella. En un cumpleaños no decimos: ‘Gracias por lo que has hecho, dicho o conseguido’. No, lo que decimos es: ‘Gracias por haber nacido y estar entre nosotros’… En un cumpleaños celebramos el presente. No nos lamentamos de lo ocurrido ni especulamos sobre el porvenir, sino que felicitamos a alguien y le decimos cuánto lo queremos: ‘Es bueno que estés vivo; es bueno que camines junto a mí por esta tierra. Alegrémonos y celebrémoslo. Dios nos ha dado este día para que existamos y estemos juntos”.

Volvemos a la pregunta inicial: ¿quién de los dos tiene la razón: el padre o la hija? Ya lo hemos dicho, y creo que no hace falta decirlo otra vez. Por eso, una fiesta de cumpleaños es casi siempre una fiesta melancólica: una fiesta, por decir así, de sentimientos encontrados.

Estoy en una librería, la más grande de nuestra pequeña ciudad, y compruebo con satisfacción que la mesa de novedades está llena, casi saturada Pero, ¡ay!, después de una ojeada más o menos detenida compruebo que casi ningún título me interesa. Por último, y casi por no dejar, me detengo en éste: Sueños para marginados. ¿De qué se trata? Es una novela, a lo que parece; una novela escrita por Faïza Guène. El nombre de la autora, por supuesto, no me dice nada. ¿Faïza Guène? ¿Quién podrá ser? Doy vuelta al ejemplar y en la contraportada me encuentro con la siguiente leyenda: “Faïza Guène (Bobigny, París, 1985) tiene 22 años y se la conoce en Francia como la Fraçoise Sagan de los suburbios. Su primera novela, Mañana será otro día, que se ha publicado en 22 países, supuso un éxito de crítica que le lanzó a la lista de los libros más vendidos”.

Bien, me dije, llevémonos esta novela. Y aquella misma noche empecé a leerla. ¿Se trataba de algo extraordinario o fuera de lo común? Nada de eso. A decir verdad, se trataba de una novela como muchas otras que se publican hoy en día; pero debo confesar que el siguiente diálogo me hizo aminorar la marcha de la lectura. Para situar al lector, tal vez convenga decir que dicho diálogo tiene lugar el día en que el papá de Alhème, la protagonista de la historia, cumple 61 años. La hija lo felicita, le canta canciones argelinas (es decir, canciones patrias) y le propina todo tipo de arrumacos, pero su señor padre no quiere saber nada: ¿a quién va a darle gusto ser un año más viejo que ayer? ¡No, no se deben celebrar los cumpleaños! ¿Para qué? ¿No era una tontería festejar la vejez? Aquella mañana, el papá de Alhème se levantó en silencio, como para pasar desapercibido, pero la hija recordó la fecha y procedió a las obligadas felicitaciones y jolgorios.

-Bien –pregunta éste, sin resignarse todavía-, ¿y cuántos años tengo, entonces? -Sesenta y un años, papá –le responde Alhème. “-¡Por Dios, no, no, no podemos celebrarlo! -¿Por qué no? -Es una fiesta de locos, una fiesta de blancos que se alegran de dar un paso más hacia la tumba. Dijo esto porque tanto él como su hija eran argelinos y más morenos que los demás. -¡Oh –responde la muchacha-, no hay que pensar en eso! Es una oportunidad poder festejarlo juntos.

He ahí el diálogo; he ahí las dos posturas. El padre cree que no hay por qué armar tanto jaleo: la ocasión, en todo caso, no lo amerita. ¡Celebrar los cumpleaños es una verdadera tontería! ¿A quién se le podría haber ocurrido? ¡Como si no supiéramos a dónde nos lleva cada minuto que pasa! Pero la hija no comprende este razonamiento y piensa que el loco es su padre por no querer celebrarlos. Ahora bien, ¿quién de los dos tiene la razón? Los dos. Pero analicemos más detenidamente ambas actitudes. Por un lado, es verdad: cada minuto que pasa nos morimos un poco. Decía Epicuro, el filósofo griego, que nada tenemos con la muerte, pues en tanto vivimos ella no está, mientras que cuando ella llega somos nosotros los que ya no estamos. Sí, eso decía Epicuro, pero se equivocaba. Pues, ¿qué es vivir sino irse muriendo uno poco a poco? Cada segundo que pasa nos orilla a la tumba. ¿Y qué podríamos hacer para evitarlo?

En La dama del alba, la espléndida pieza teatral de Alejandro Casona (1903-1965), el dramaturgo español, hay una escena en la que aparece un hombre ya de cierta edad que se queja diciendo: “¡Tengo setenta años!”. A lo que responde la muerte, que está por allí cerca y lo observa: “Muchos menos, abuelo. Porque esos setenta que dices, son los que no tienes ya” (Acto II, final).

¡Así es! ¡Exactamente así! Los años que tenemos son en realidad los que ya no tenemos, los que se nos han ido sin que supiéramos cómo. ¿Tienes veinte años, cuarenta años, sesenta y un años? Bien, no te hagas ilusiones: esos años que dices que tienes son los que ya no tienes. ¿Para qué, pues, celebrar los cumpleaños? Eso es lo que se pregunta el hombre aquel de Sueños para marginados. Sí, ¿para qué celebrarlos? Sería mucho mejor dejar las cosas como están. Pero la hija también tiene razón. ¿Cómo no celebrarlos? Más allá de los años que tenemos o que ya no tenemos, está este hecho fundamental: estamos todavía aquí. ¿Y qué significa estar? Dejemos que sea un maestro espiritual de nuestros días –Henry J. M. Nouwen (1932-1996)- quien responda a esta pregunta: “Hay que celebrar los cumpleaños –escribe en uno de sus libros-. Creo que es más importante celebrar un cumpleaños que aprobar un examen o cualquier victoria. Porque celebrar un cumpleaños significa decirle a uno: ‘Gracias por ser tú’. Celebrar un cumpleaños es ensalzar la vida y alegrarse por ella. En un cumpleaños no decimos: ‘Gracias por lo que has hecho, dicho o conseguido’. No, lo que decimos es: ‘Gracias por haber nacido y estar entre nosotros’… En un cumpleaños celebramos el presente. No nos lamentamos de lo ocurrido ni especulamos sobre el porvenir, sino que felicitamos a alguien y le decimos cuánto lo queremos: ‘Es bueno que estés vivo; es bueno que camines junto a mí por esta tierra. Alegrémonos y celebrémoslo. Dios nos ha dado este día para que existamos y estemos juntos”.

Volvemos a la pregunta inicial: ¿quién de los dos tiene la razón: el padre o la hija? Ya lo hemos dicho, y creo que no hace falta decirlo otra vez. Por eso, una fiesta de cumpleaños es casi siempre una fiesta melancólica: una fiesta, por decir así, de sentimientos encontrados.