/ domingo 29 de noviembre de 2020

Maravillas concretas

Las cosas de las personas que amamos! ¡Qué poder tienen para ponernos tristes, o ya por lo menos pensativos! Revolvía yo hace poco en el interior de un cajón cuando me encontré una vieja agenda en la que estaban escritas unas cuantas direcciones y unos pocos teléfonos. “María Luisa: 55-36-56-10”; “Juan Jesús 44-48-12-36-27”, etcétera.

Sí, yo conocía esa agenda: la vi durante mucho tiempo, aunque luego dejé de verla sin que por un momento se me ocurriera preguntarme dónde estaba: sencillamente, había desaparecido y yo no lo echaba de menos. Tendría acaso veinte años de edad cuando me acostumbré a verla en casa, al lado del teléfono (un teléfono negro en cuyo centro estaba un extraño disco agujereado al que había que darle un sinnúmero de vueltas).

Unas letras doradas decían: “Agenda 1975”. Me puse a hojearla con melancolía. ¿Cómo había llegado a este cajón, por qué extraños caminos? No había en ella, como digo, muchas anotaciones, pero las pocas que había allí fueron hechas por mi madre. Era su letra. Casi podría jurar que se trataba de sus últimas anotaciones.

Ella, pues, había tocado esta agenda. La había tenido en sus manos. ¿Cómo no considerarla un objeto sagrado, al menos para mí? Una vez conocí a una mujer que, desde que había enviudado, no permitía que nadie moviera nada en su casa. ¡Todo debía permanecer en el mismo sitio en que lo dejó él, es decir, su marido, antes de marcharse!

-No, por favor –suplicaba a sus hijos, a sus nietos, a la muchacha del aseo-, no toquen nada. ¡Por el amor de Dios, se lo suplico: no toquen nada! ¡Prohibido tocar!

¿Quería dar a entender con eso que, al menos para ella, el tiempo se había detenido desde entonces? ¿Deseaba conservar el lugar tal y como estaba en en los lejanos tiempos en que había sido feliz? ¿O era por reverencia hacia las cosas que su marido había tocado y visto cuando estaba vivo? ¡Ah, el poder evocador de las cosas!

Escribió Jorge Luis Borges (1899-1986), el poeta argentino, en su Elogio de la sombra:

El bastón, las monedas, el llavero,

la dócil cerradura, las tardías

notas que no leerán los pocos días

que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada

violeta, monumento de una tarde

sin duda inolvidable y ya olvidada,

el rojo espejo occidental en que arde

una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,

limas, umbrales, atlas, copas, clavos,

nos sirven como tácitos esclavos,

ciegas y extrañamente sigilosas!

Durarán más allá de nuestro olvido;

no sabrán nunca que nos hemos ido.

Sí, las cosas nos sobreviven, pero justamente por eso son evocadoras. Llegará un momento en que nosotros ya no hablaremos; pero, entonces, nos prestarán su voz las cosas, como se la presta a mi madre esta pequeña agenda negra, que me dijo al abrir el cajón:

-No olvides lo que amaste y amas todavía. ¡No tienes derecho a olvidar nada, ni a nadie!

Recuerdo haber leído hace muchos años una novela del escritor francés Paul Guimard (1921-2004) titulada Las cosas de la vida, y puedo decir que es una de las más hermosas que he tenido la suerte de tener en mis manos; sin embargo, se trata de una historia bien sencilla: de un amigo muerto, de la pipa que éste dejó como herencia al narrador del relato y de los sentimientos que el pequeño objeto de madera suscitó en él. Nada más. Pero precisamente por eso es una novela encantadora. Y en Cuando silbo…, la novela de Shusaku Endo (1923-1996), ¡qué escena aquella en la que el señor Ozu hojea la libreta en la que su amigo, el único amigo de su juventud y de su vida, escribió poco antes de morir en la guerra de Corea! AMUZAOKIA, leyó en la última página; era una letra desgarbada y mal hecha. Pero el señor Ozu sabía de qué se trataba: era el nombre de Aiko Azuma, sólo que escrito al revés. ¡Aiko, el amor imposible de su amigo! Y cuando vio aquellos garabatos, sencillamente se echó a llorar…

También Jorge Guillén (1893-1984), el poeta español, escribió unos hermosos versos dedicados a las cosas:

El balcón, los cristales,

unos libros, la mesa.

¿Nada más esto? Sí,

maravillas concretas.

¿Por qué será que cuando los enamorados rompen, suelen devolverse las cosas que en otro tiempo se regalaron? Es, de seguro, un mecanismo de defensa, un remedio para sufrir mejor, pues de seguir teniendo en casa esos objetos evocadores, la recuperación les sería mucho más difícil. ¿O se le ocurre a usted, lector, otra explicación?

Las cosas de las personas que amamos! ¡Qué poder tienen para ponernos tristes, o ya por lo menos pensativos! Revolvía yo hace poco en el interior de un cajón cuando me encontré una vieja agenda en la que estaban escritas unas cuantas direcciones y unos pocos teléfonos. “María Luisa: 55-36-56-10”; “Juan Jesús 44-48-12-36-27”, etcétera.

Sí, yo conocía esa agenda: la vi durante mucho tiempo, aunque luego dejé de verla sin que por un momento se me ocurriera preguntarme dónde estaba: sencillamente, había desaparecido y yo no lo echaba de menos. Tendría acaso veinte años de edad cuando me acostumbré a verla en casa, al lado del teléfono (un teléfono negro en cuyo centro estaba un extraño disco agujereado al que había que darle un sinnúmero de vueltas).

Unas letras doradas decían: “Agenda 1975”. Me puse a hojearla con melancolía. ¿Cómo había llegado a este cajón, por qué extraños caminos? No había en ella, como digo, muchas anotaciones, pero las pocas que había allí fueron hechas por mi madre. Era su letra. Casi podría jurar que se trataba de sus últimas anotaciones.

Ella, pues, había tocado esta agenda. La había tenido en sus manos. ¿Cómo no considerarla un objeto sagrado, al menos para mí? Una vez conocí a una mujer que, desde que había enviudado, no permitía que nadie moviera nada en su casa. ¡Todo debía permanecer en el mismo sitio en que lo dejó él, es decir, su marido, antes de marcharse!

-No, por favor –suplicaba a sus hijos, a sus nietos, a la muchacha del aseo-, no toquen nada. ¡Por el amor de Dios, se lo suplico: no toquen nada! ¡Prohibido tocar!

¿Quería dar a entender con eso que, al menos para ella, el tiempo se había detenido desde entonces? ¿Deseaba conservar el lugar tal y como estaba en en los lejanos tiempos en que había sido feliz? ¿O era por reverencia hacia las cosas que su marido había tocado y visto cuando estaba vivo? ¡Ah, el poder evocador de las cosas!

Escribió Jorge Luis Borges (1899-1986), el poeta argentino, en su Elogio de la sombra:

El bastón, las monedas, el llavero,

la dócil cerradura, las tardías

notas que no leerán los pocos días

que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada

violeta, monumento de una tarde

sin duda inolvidable y ya olvidada,

el rojo espejo occidental en que arde

una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,

limas, umbrales, atlas, copas, clavos,

nos sirven como tácitos esclavos,

ciegas y extrañamente sigilosas!

Durarán más allá de nuestro olvido;

no sabrán nunca que nos hemos ido.

Sí, las cosas nos sobreviven, pero justamente por eso son evocadoras. Llegará un momento en que nosotros ya no hablaremos; pero, entonces, nos prestarán su voz las cosas, como se la presta a mi madre esta pequeña agenda negra, que me dijo al abrir el cajón:

-No olvides lo que amaste y amas todavía. ¡No tienes derecho a olvidar nada, ni a nadie!

Recuerdo haber leído hace muchos años una novela del escritor francés Paul Guimard (1921-2004) titulada Las cosas de la vida, y puedo decir que es una de las más hermosas que he tenido la suerte de tener en mis manos; sin embargo, se trata de una historia bien sencilla: de un amigo muerto, de la pipa que éste dejó como herencia al narrador del relato y de los sentimientos que el pequeño objeto de madera suscitó en él. Nada más. Pero precisamente por eso es una novela encantadora. Y en Cuando silbo…, la novela de Shusaku Endo (1923-1996), ¡qué escena aquella en la que el señor Ozu hojea la libreta en la que su amigo, el único amigo de su juventud y de su vida, escribió poco antes de morir en la guerra de Corea! AMUZAOKIA, leyó en la última página; era una letra desgarbada y mal hecha. Pero el señor Ozu sabía de qué se trataba: era el nombre de Aiko Azuma, sólo que escrito al revés. ¡Aiko, el amor imposible de su amigo! Y cuando vio aquellos garabatos, sencillamente se echó a llorar…

También Jorge Guillén (1893-1984), el poeta español, escribió unos hermosos versos dedicados a las cosas:

El balcón, los cristales,

unos libros, la mesa.

¿Nada más esto? Sí,

maravillas concretas.

¿Por qué será que cuando los enamorados rompen, suelen devolverse las cosas que en otro tiempo se regalaron? Es, de seguro, un mecanismo de defensa, un remedio para sufrir mejor, pues de seguir teniendo en casa esos objetos evocadores, la recuperación les sería mucho más difícil. ¿O se le ocurre a usted, lector, otra explicación?