/ miércoles 18 de julio de 2018

Los patines y el mostrador


El padre se llamó Samuel Infante, la madre es la señora de Infante, ahora su viuda. Este matrimonio tuvo siete hijos y, como es obligado, el primogénito fue bautizado con el mismo nombre del padre. Así pues, Samuel Infante nació en el mismo pueblo que su padre y que su abuelo, -ya va para 65 años del nacimiento del Sam-... y hasta parece imposible el que Samuel guarde tan vívidos los recuerdos de su infancia, y, en los momentos que de ellos platica, hasta pareciera odiar el no haberse quedado a envejecer en aquel su pueblo.

Recuerda una niñez con olor a tierra mojada, campo abierto en donde el espacio sobraba para ir y venir en cualquier dirección según fuera el antojo, sin perder la impresión de estar siempre en el mismo sitio y no sentir que se deja la casa para ir fuera de ella. Porque en aquellos tiempos las puertas solo se atrancaban de noche, y las plazas, calles y caminos eran sitios familiares llenos de una calidez envolvente. El pueblo en sí era una mezcla de aromas y vaivenes puestos de acuerdo para armonizar.

Así pues, el buen Sam tiene recuerdos del terruño que va tejiendo como artesano de canastas finas. Para él, la plaza llegó a significar su todo en aquellos sus anhelos de niño... El piso lisito color de naranja, en dónde un par de patines fue la entrañable riqueza que le permitía deslizarse escuchando el rodar bajo de sus pies, y las cosquillas transmitidas por las cuatro ruedas de cada patín escalando todo el cuerpo hasta llenarlo de un hormigueo sabroso, que solo paraba ante la insistencia de algún amigo para prestar el juguete, viendo como el otro se deslizaba y sabiendo secretamente que, al patinar, el amigo se iba llenando poco a poco de unas cosquillas sin comezón.

Samuel patinaba cuatro veces al mes, después de media jornada, el domingo, en la tienda de su padre. Confiesa estar profundamente resentido con el señor Tiempo, porque nunca encontró la forma de hacer que la tarde iniciara a media mañana, y recuerda el haber rogado a la noche para el que ella tuviera a bien entretenerse en otros lugares, retrasando su llegada a esta plaza de piso color naranja en donde él vivía su tarde de domingo sobre ruedas, comía elotes y tomaba nieve de aguacate, pero en donde nunca se enamoró… Es la más bella y recordable realidad de su infancia: correr con ruedas en los pies en aquella placita en donde muchos se reunían buscando el amor, mientras que él volaba con solo abrir los brazos imaginando, en la realidad de su sueño, que lo mismo podía ser el gran tren de su pueblo arribando a la estación, o aquel gavilán que todas las tardes planeaba en busca de su alimento.

Pero el tiempo ―ese al que nunca pudo conjurar para que alargara sus tardes de juego―, avanzó y avanzó, cambiando sus tardes de patines por una realidad de mostrador. El niño dejó las ruedas, pequeñas ruedas, y tuvo un encuentro con la báscula, los medios litros de aceite y aquellos tremendos costales de grano, contra los que ―aun y sin ser molinos de viento― combatió ferozmente desde el día y la hora en la que renunció a tener por siempre y para siempre una vida tras de un mostrador, al que parecía obligado por ser el primogénito de don Samuel Infante, dueño de la mayor tienda de por esos lugares.

El buen Sam, con 13 años de edad, dio inicio a su labor de convencimiento. El enfoque era con su señora madre. Esta alianza entre madre e hijo, aparentemente tardó un año en darse… A la fecha, Samuel comprende que su mamá, aun antes de él pedirlo, sabía que su hijo no estaba hecho para el mostrador.

Don Samuel Infante cedió. No era posible tener en la tienda a quien se afanaba en pesar kilos de 1,100 gramos y hasta olvidaba apuntar las cuentas de quienes pedían al fiado. Más valía esperar a que los otros hermanos crecieran, rogando para que el mal ejemplo del primero no se fuera a convertir en costumbre familiar, y los más chicos de la tribu fueran a querer buscar destino lejos del mostrador.


El padre se llamó Samuel Infante, la madre es la señora de Infante, ahora su viuda. Este matrimonio tuvo siete hijos y, como es obligado, el primogénito fue bautizado con el mismo nombre del padre. Así pues, Samuel Infante nació en el mismo pueblo que su padre y que su abuelo, -ya va para 65 años del nacimiento del Sam-... y hasta parece imposible el que Samuel guarde tan vívidos los recuerdos de su infancia, y, en los momentos que de ellos platica, hasta pareciera odiar el no haberse quedado a envejecer en aquel su pueblo.

Recuerda una niñez con olor a tierra mojada, campo abierto en donde el espacio sobraba para ir y venir en cualquier dirección según fuera el antojo, sin perder la impresión de estar siempre en el mismo sitio y no sentir que se deja la casa para ir fuera de ella. Porque en aquellos tiempos las puertas solo se atrancaban de noche, y las plazas, calles y caminos eran sitios familiares llenos de una calidez envolvente. El pueblo en sí era una mezcla de aromas y vaivenes puestos de acuerdo para armonizar.

Así pues, el buen Sam tiene recuerdos del terruño que va tejiendo como artesano de canastas finas. Para él, la plaza llegó a significar su todo en aquellos sus anhelos de niño... El piso lisito color de naranja, en dónde un par de patines fue la entrañable riqueza que le permitía deslizarse escuchando el rodar bajo de sus pies, y las cosquillas transmitidas por las cuatro ruedas de cada patín escalando todo el cuerpo hasta llenarlo de un hormigueo sabroso, que solo paraba ante la insistencia de algún amigo para prestar el juguete, viendo como el otro se deslizaba y sabiendo secretamente que, al patinar, el amigo se iba llenando poco a poco de unas cosquillas sin comezón.

Samuel patinaba cuatro veces al mes, después de media jornada, el domingo, en la tienda de su padre. Confiesa estar profundamente resentido con el señor Tiempo, porque nunca encontró la forma de hacer que la tarde iniciara a media mañana, y recuerda el haber rogado a la noche para el que ella tuviera a bien entretenerse en otros lugares, retrasando su llegada a esta plaza de piso color naranja en donde él vivía su tarde de domingo sobre ruedas, comía elotes y tomaba nieve de aguacate, pero en donde nunca se enamoró… Es la más bella y recordable realidad de su infancia: correr con ruedas en los pies en aquella placita en donde muchos se reunían buscando el amor, mientras que él volaba con solo abrir los brazos imaginando, en la realidad de su sueño, que lo mismo podía ser el gran tren de su pueblo arribando a la estación, o aquel gavilán que todas las tardes planeaba en busca de su alimento.

Pero el tiempo ―ese al que nunca pudo conjurar para que alargara sus tardes de juego―, avanzó y avanzó, cambiando sus tardes de patines por una realidad de mostrador. El niño dejó las ruedas, pequeñas ruedas, y tuvo un encuentro con la báscula, los medios litros de aceite y aquellos tremendos costales de grano, contra los que ―aun y sin ser molinos de viento― combatió ferozmente desde el día y la hora en la que renunció a tener por siempre y para siempre una vida tras de un mostrador, al que parecía obligado por ser el primogénito de don Samuel Infante, dueño de la mayor tienda de por esos lugares.

El buen Sam, con 13 años de edad, dio inicio a su labor de convencimiento. El enfoque era con su señora madre. Esta alianza entre madre e hijo, aparentemente tardó un año en darse… A la fecha, Samuel comprende que su mamá, aun antes de él pedirlo, sabía que su hijo no estaba hecho para el mostrador.

Don Samuel Infante cedió. No era posible tener en la tienda a quien se afanaba en pesar kilos de 1,100 gramos y hasta olvidaba apuntar las cuentas de quienes pedían al fiado. Más valía esperar a que los otros hermanos crecieran, rogando para que el mal ejemplo del primero no se fuera a convertir en costumbre familiar, y los más chicos de la tribu fueran a querer buscar destino lejos del mostrador.

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