/ domingo 28 de febrero de 2021

Los funcionarios rusos, etcétera

El hombre había enviudado desde hacía mucho tiempo; sus hijos, todos, se habían ido de casa, y su único remedio contra la soledad era la lectura. Sólo que cada vez veía menos.

¡Ah! –me dijo en cierta ocasión-, el día en que no pueda ya leer, entonces sí que estaré perdido.

Un día entró a la librería de usado que solía visitar cada semana y vio un libro cuyo título le estrujó el corazón: La soledad dura.

¡Era claro que lo compraría! No alcanzó a leer el nombre del autor porque el volumen estaba entre los libros de muy arriba, y como no podía trepar por la escalera, pidió ayuda al vendedor.

-La soledad dura –dijo mientras éste subía y bajaba por la escalera hasta que lo puso en sus manos-. ¿De qué tipo de soledad se trata? Claro, seguramente el autor se refiere a la de la viudez, pues todos saben que no hay soledad más dura que ésta. ¿O se trata, más bien, de una soledad que ya ha durado demasiado, es decir, más de lo debido? ¡Ya lo veremos, ya lo veremos! ¡Je, je!

Pagó el precio del volumen, que estrechó contra su pecho y echó a andar. No veía la hora de llegar a casa para comenzar a hojearlo.

Llegó, lo hojeó y luego se puso triste. En realidad, muy triste. Triste como nunca antes lo había estado, lo que ya es decir. Porque el título del libro no era La soledad dura, como había leído, sino La soldadura. ¡Era un libro técnico en cuyas páginas no aparecían más que tuberías y otras rarezas!

Por último, echó al libro al cubo de la basura sabiendo, inconscientemente, que aquello era el principio del fin.

* * *

En su libro Por tierras lejanas, Ernesto Gómez Carrillo (1873-1927), viajero incansable, diplomático de alta cultura, el Pierre Loti de América, da cuenta del extraño comportamiento de los burócratas rusos, a quienes trató de cerca poco antes de la Revolución de Octubre y con quien hubo de vérselas en más de una ocasión. ¡Ah, qué extraños personajes eran éstos! Y, sin embargo, nosotros ya los conocíamos por las novelas de Gogol, Chéjov y Dostoievski…

“-Vea usted cómo tiemblan –murmura mi amigo al abrir la puerta de una oficina.

“Y realmente –escribe Gómez Carrillo-, en cuanto alguien se presenta, los diez, los doce, los veinte personajes de la estancia ministerial, palidecen y gesticulan y tosen y tiemblan de miedo, figurándose que vas a obligarlos a trabajar.

“-¿Podría usted?...

“Pero ninguno deja terminar la pregunta.

“-No es aquí –contestan.

“-Y eso –termina mi acompañante- que no hemos tenido la suerte de llegar cuando estaban tomando el té.

“¡Oh, el té de los funcionarios! Desde el director general hasta el portero, todos toman tres o cuatro tazas durante el día, y para cada taza necesitan una hora”.

Yo no sé si mis lectores hayan leído mentalmente “café” allí donde únicamente dice “té”, ni tampoco si leyeron “mexicanos” allí donde el diplomático escribió “rusos”; si es así, la culpa es suya por no tomarse las cosas al pie de la letra, dando así lugar a maliciosas interpretaciones. ¡Yo, como Pilato, me lavo las manos! Y hasta me atrevo a añadir en mi descargo que cualquier parecido entre los funcionarios mexicanos y los rusos será una mera, desagradable, chocante e infortunada coincidencia.

* * *

En cierta ocasión, según cuenta el psicoterapeuta norteamericano Rollo May (1909-1994), una linda e indecisa jovencita sufría enormemente por no saber a cuál de elegir de los dos muchachos que la cortejaban. Uno era lindo y rico, pero estaba un poquitín hueco de la cabeza –como suele suceder en tales casos-, en tanto que con el otro, que era pobre, se lo pasaba mejor: con éste compartía gustos, lecturas, aversiones y pareceres. ¡Dios mío, qué dilema! Por un lado… Pero por el otro…

“En el curso de uno de uno de sus ataques de indecisión –escribe el doctor May-, durante los cuales no podía determinar qué clase de persona era ella realmente y qué tipo de vida deseaba llevar, soñó que un gran número de personas realizaba una votación para determinar con cuál de los dos hombres debería casarse”.

¡Qué bien! Así la cosa era mucho más sencilla. Así ya no sería ella quien eligiera, sino que se limitaría a aceptar a aquel que el destino –expresado mediante el querer popular- le deparara. ¿No dice un dicho latino: vox populi, vox dei?

En el sueño, nuestra joven estaba más que feliz. La angustia que provoca toda elección se había evaporado como agua de lluvia en el desierto. Sin embargo, hubo un problema…

He aquí cómo termina la historia:

“Durante el sueño la joven se sintió aliviada, pues había encontrado la solución que necesitaba. El único problema se produjo cuando, al despertar, no podía acordarse qué opción había tenido la mayoría de votos”. l hombre había enviudado desde hacía mucho tiempo; sus hijos, todos, se habían ido de casa, y su único remedio contra la soledad era la lectura. Sólo que cada vez veía menos.

-¡Ah! –me dijo en cierta ocasión-, el día en que no pueda ya leer, entonces sí que estaré perdido.

Un día entró a la librería de usado que solía visitar cada semana y vio un libro cuyo título le estrujó el corazón: La soledad dura.

¡Era claro que lo compraría! No alcanzó a leer el nombre del autor porque el volumen estaba entre los libros de muy arriba, y como no podía trepar por la escalera, pidió ayuda al vendedor.

-La soledad dura –dijo mientras éste subía y bajaba por la escalera hasta que lo puso en sus manos-. ¿De qué tipo de soledad se trata? Claro, seguramente el autor se refiere a la de la viudez, pues todos saben que no hay soledad más dura que ésta. ¿O se trata, más bien, de una soledad que ya ha durado demasiado, es decir, más de lo debido? ¡Ya lo veremos, ya lo veremos! ¡Je, je!

Pagó el precio del volumen, que estrechó contra su pecho y echó a andar. No veía la hora de llegar a casa para comenzar a hojearlo.

Llegó, lo hojeó y luego se puso triste. En realidad, muy triste. Triste como nunca antes lo había estado, lo que ya es decir. Porque el título del libro no era La soledad dura, como había leído, sino La soldadura. ¡Era un libro técnico en cuyas páginas no aparecían más que tuberías y otras rarezas!

Por último, echó al libro al cubo de la basura sabiendo, inconscientemente, que aquello era el principio del fin.

* * *

En su libro Por tierras lejanas, Ernesto Gómez Carrillo (1873-1927), viajero incansable, diplomático de alta cultura, el Pierre Loti de América, da cuenta del extraño comportamiento de los burócratas rusos, a quienes trató de cerca poco antes de la Revolución de Octubre y con quien hubo de vérselas en más de una ocasión. ¡Ah, qué extraños personajes eran éstos! Y, sin embargo, nosotros ya los conocíamos por las novelas de Gogol, Chéjov y Dostoievski…

“-Vea usted cómo tiemblan –murmura mi amigo al abrir la puerta de una oficina.

“Y realmente –escribe Gómez Carrillo-, en cuanto alguien se presenta, los diez, los doce, los veinte personajes de la estancia ministerial, palidecen y gesticulan y tosen y tiemblan de miedo, figurándose que vas a obligarlos a trabajar.

“-¿Podría usted?...

“Pero ninguno deja terminar la pregunta.

“-No es aquí –contestan.

“-Y eso –termina mi acompañante- que no hemos tenido la suerte de llegar cuando estaban tomando el té.

“¡Oh, el té de los funcionarios! Desde el director general hasta el portero, todos toman tres o cuatro tazas durante el día, y para cada taza necesitan una hora”.

Yo no sé si mis lectores hayan leído mentalmente “café” allí donde únicamente dice “té”, ni tampoco si leyeron “mexicanos” allí donde el diplomático escribió “rusos”; si es así, la culpa es suya por no tomarse las cosas al pie de la letra, dando así lugar a maliciosas interpretaciones. ¡Yo, como Pilato, me lavo las manos! Y hasta me atrevo a añadir en mi descargo que cualquier parecido entre los funcionarios mexicanos y los rusos será una mera, desagradable, chocante e infortunada coincidencia.

* * *

En cierta ocasión, según cuenta el psicoterapeuta norteamericano Rollo May (1909-1994), una linda e indecisa jovencita sufría enormemente por no saber a cuál de elegir de los dos muchachos que la cortejaban. Uno era lindo y rico, pero estaba un poquitín hueco de la cabeza –como suele suceder en tales casos-, en tanto que con el otro, que era pobre, se lo pasaba mejor: con éste compartía gustos, lecturas, aversiones y pareceres. ¡Dios mío, qué dilema! Por un lado… Pero por el otro…

“En el curso de uno de uno de sus ataques de indecisión –escribe el doctor May-, durante los cuales no podía determinar qué clase de persona era ella realmente y qué tipo de vida deseaba llevar, soñó que un gran número de personas realizaba una votación para determinar con cuál de los dos hombres debería casarse”.

¡Qué bien! Así la cosa era mucho más sencilla. Así ya no sería ella quien eligiera, sino que se limitaría a aceptar a aquel que el destino –expresado mediante el querer popular- le deparara. ¿No dice un dicho latino: vox populi, vox dei?

En el sueño, nuestra joven estaba más que feliz. La angustia que provoca toda elección se había evaporado como agua de lluvia en el desierto. Sin embargo, hubo un problema…

He aquí cómo termina la historia:

“Durante el sueño la joven se sintió aliviada, pues había encontrado la solución que necesitaba. El único problema se produjo cuando, al despertar, no podía acordarse qué opción había tenido la mayoría de votos”.

El hombre había enviudado desde hacía mucho tiempo; sus hijos, todos, se habían ido de casa, y su único remedio contra la soledad era la lectura. Sólo que cada vez veía menos.

¡Ah! –me dijo en cierta ocasión-, el día en que no pueda ya leer, entonces sí que estaré perdido.

Un día entró a la librería de usado que solía visitar cada semana y vio un libro cuyo título le estrujó el corazón: La soledad dura.

¡Era claro que lo compraría! No alcanzó a leer el nombre del autor porque el volumen estaba entre los libros de muy arriba, y como no podía trepar por la escalera, pidió ayuda al vendedor.

-La soledad dura –dijo mientras éste subía y bajaba por la escalera hasta que lo puso en sus manos-. ¿De qué tipo de soledad se trata? Claro, seguramente el autor se refiere a la de la viudez, pues todos saben que no hay soledad más dura que ésta. ¿O se trata, más bien, de una soledad que ya ha durado demasiado, es decir, más de lo debido? ¡Ya lo veremos, ya lo veremos! ¡Je, je!

Pagó el precio del volumen, que estrechó contra su pecho y echó a andar. No veía la hora de llegar a casa para comenzar a hojearlo.

Llegó, lo hojeó y luego se puso triste. En realidad, muy triste. Triste como nunca antes lo había estado, lo que ya es decir. Porque el título del libro no era La soledad dura, como había leído, sino La soldadura. ¡Era un libro técnico en cuyas páginas no aparecían más que tuberías y otras rarezas!

Por último, echó al libro al cubo de la basura sabiendo, inconscientemente, que aquello era el principio del fin.

* * *

En su libro Por tierras lejanas, Ernesto Gómez Carrillo (1873-1927), viajero incansable, diplomático de alta cultura, el Pierre Loti de América, da cuenta del extraño comportamiento de los burócratas rusos, a quienes trató de cerca poco antes de la Revolución de Octubre y con quien hubo de vérselas en más de una ocasión. ¡Ah, qué extraños personajes eran éstos! Y, sin embargo, nosotros ya los conocíamos por las novelas de Gogol, Chéjov y Dostoievski…

“-Vea usted cómo tiemblan –murmura mi amigo al abrir la puerta de una oficina.

“Y realmente –escribe Gómez Carrillo-, en cuanto alguien se presenta, los diez, los doce, los veinte personajes de la estancia ministerial, palidecen y gesticulan y tosen y tiemblan de miedo, figurándose que vas a obligarlos a trabajar.

“-¿Podría usted?...

“Pero ninguno deja terminar la pregunta.

“-No es aquí –contestan.

“-Y eso –termina mi acompañante- que no hemos tenido la suerte de llegar cuando estaban tomando el té.

“¡Oh, el té de los funcionarios! Desde el director general hasta el portero, todos toman tres o cuatro tazas durante el día, y para cada taza necesitan una hora”.

Yo no sé si mis lectores hayan leído mentalmente “café” allí donde únicamente dice “té”, ni tampoco si leyeron “mexicanos” allí donde el diplomático escribió “rusos”; si es así, la culpa es suya por no tomarse las cosas al pie de la letra, dando así lugar a maliciosas interpretaciones. ¡Yo, como Pilato, me lavo las manos! Y hasta me atrevo a añadir en mi descargo que cualquier parecido entre los funcionarios mexicanos y los rusos será una mera, desagradable, chocante e infortunada coincidencia.

* * *

En cierta ocasión, según cuenta el psicoterapeuta norteamericano Rollo May (1909-1994), una linda e indecisa jovencita sufría enormemente por no saber a cuál de elegir de los dos muchachos que la cortejaban. Uno era lindo y rico, pero estaba un poquitín hueco de la cabeza –como suele suceder en tales casos-, en tanto que con el otro, que era pobre, se lo pasaba mejor: con éste compartía gustos, lecturas, aversiones y pareceres. ¡Dios mío, qué dilema! Por un lado… Pero por el otro…

“En el curso de uno de uno de sus ataques de indecisión –escribe el doctor May-, durante los cuales no podía determinar qué clase de persona era ella realmente y qué tipo de vida deseaba llevar, soñó que un gran número de personas realizaba una votación para determinar con cuál de los dos hombres debería casarse”.

¡Qué bien! Así la cosa era mucho más sencilla. Así ya no sería ella quien eligiera, sino que se limitaría a aceptar a aquel que el destino –expresado mediante el querer popular- le deparara. ¿No dice un dicho latino: vox populi, vox dei?

En el sueño, nuestra joven estaba más que feliz. La angustia que provoca toda elección se había evaporado como agua de lluvia en el desierto. Sin embargo, hubo un problema…

He aquí cómo termina la historia:

“Durante el sueño la joven se sintió aliviada, pues había encontrado la solución que necesitaba. El único problema se produjo cuando, al despertar, no podía acordarse qué opción había tenido la mayoría de votos”. l hombre había enviudado desde hacía mucho tiempo; sus hijos, todos, se habían ido de casa, y su único remedio contra la soledad era la lectura. Sólo que cada vez veía menos.

-¡Ah! –me dijo en cierta ocasión-, el día en que no pueda ya leer, entonces sí que estaré perdido.

Un día entró a la librería de usado que solía visitar cada semana y vio un libro cuyo título le estrujó el corazón: La soledad dura.

¡Era claro que lo compraría! No alcanzó a leer el nombre del autor porque el volumen estaba entre los libros de muy arriba, y como no podía trepar por la escalera, pidió ayuda al vendedor.

-La soledad dura –dijo mientras éste subía y bajaba por la escalera hasta que lo puso en sus manos-. ¿De qué tipo de soledad se trata? Claro, seguramente el autor se refiere a la de la viudez, pues todos saben que no hay soledad más dura que ésta. ¿O se trata, más bien, de una soledad que ya ha durado demasiado, es decir, más de lo debido? ¡Ya lo veremos, ya lo veremos! ¡Je, je!

Pagó el precio del volumen, que estrechó contra su pecho y echó a andar. No veía la hora de llegar a casa para comenzar a hojearlo.

Llegó, lo hojeó y luego se puso triste. En realidad, muy triste. Triste como nunca antes lo había estado, lo que ya es decir. Porque el título del libro no era La soledad dura, como había leído, sino La soldadura. ¡Era un libro técnico en cuyas páginas no aparecían más que tuberías y otras rarezas!

Por último, echó al libro al cubo de la basura sabiendo, inconscientemente, que aquello era el principio del fin.

* * *

En su libro Por tierras lejanas, Ernesto Gómez Carrillo (1873-1927), viajero incansable, diplomático de alta cultura, el Pierre Loti de América, da cuenta del extraño comportamiento de los burócratas rusos, a quienes trató de cerca poco antes de la Revolución de Octubre y con quien hubo de vérselas en más de una ocasión. ¡Ah, qué extraños personajes eran éstos! Y, sin embargo, nosotros ya los conocíamos por las novelas de Gogol, Chéjov y Dostoievski…

“-Vea usted cómo tiemblan –murmura mi amigo al abrir la puerta de una oficina.

“Y realmente –escribe Gómez Carrillo-, en cuanto alguien se presenta, los diez, los doce, los veinte personajes de la estancia ministerial, palidecen y gesticulan y tosen y tiemblan de miedo, figurándose que vas a obligarlos a trabajar.

“-¿Podría usted?...

“Pero ninguno deja terminar la pregunta.

“-No es aquí –contestan.

“-Y eso –termina mi acompañante- que no hemos tenido la suerte de llegar cuando estaban tomando el té.

“¡Oh, el té de los funcionarios! Desde el director general hasta el portero, todos toman tres o cuatro tazas durante el día, y para cada taza necesitan una hora”.

Yo no sé si mis lectores hayan leído mentalmente “café” allí donde únicamente dice “té”, ni tampoco si leyeron “mexicanos” allí donde el diplomático escribió “rusos”; si es así, la culpa es suya por no tomarse las cosas al pie de la letra, dando así lugar a maliciosas interpretaciones. ¡Yo, como Pilato, me lavo las manos! Y hasta me atrevo a añadir en mi descargo que cualquier parecido entre los funcionarios mexicanos y los rusos será una mera, desagradable, chocante e infortunada coincidencia.

* * *

En cierta ocasión, según cuenta el psicoterapeuta norteamericano Rollo May (1909-1994), una linda e indecisa jovencita sufría enormemente por no saber a cuál de elegir de los dos muchachos que la cortejaban. Uno era lindo y rico, pero estaba un poquitín hueco de la cabeza –como suele suceder en tales casos-, en tanto que con el otro, que era pobre, se lo pasaba mejor: con éste compartía gustos, lecturas, aversiones y pareceres. ¡Dios mío, qué dilema! Por un lado… Pero por el otro…

“En el curso de uno de uno de sus ataques de indecisión –escribe el doctor May-, durante los cuales no podía determinar qué clase de persona era ella realmente y qué tipo de vida deseaba llevar, soñó que un gran número de personas realizaba una votación para determinar con cuál de los dos hombres debería casarse”.

¡Qué bien! Así la cosa era mucho más sencilla. Así ya no sería ella quien eligiera, sino que se limitaría a aceptar a aquel que el destino –expresado mediante el querer popular- le deparara. ¿No dice un dicho latino: vox populi, vox dei?

En el sueño, nuestra joven estaba más que feliz. La angustia que provoca toda elección se había evaporado como agua de lluvia en el desierto. Sin embargo, hubo un problema…

He aquí cómo termina la historia:

“Durante el sueño la joven se sintió aliviada, pues había encontrado la solución que necesitaba. El único problema se produjo cuando, al despertar, no podía acordarse qué opción había tenido la mayoría de votos”.