/ domingo 31 de mayo de 2020

Loa a mis enemigos

Tal vez crea usted que estoy loco, estimada señora, pero debo confesárselo: tengo un gran aprecio por mis enemigos. Casi podría decir que los miro con simpatía. ¿Por qué se espanta usted? Después de todo, es natural que sea así, al menos hasta cierto punto.

¿Que por qué digo semejantes disparates? ¡Oh, no son precisamente disparates, estimada señora! Créame, es bueno tener enemigos; no digo que muchos, pero contar con uno o dos es algo que siempre fortalece, según he podido comprobarlo tras una exhaustiva inspección de la realidad y sus alrededores, la necesaria autoestima. ¿Qué haríamos sin nuestros enemigos? ¡Nos son tan necesarios!

Piense, por ejemplo, en sus amigos: ¿qué espera usted de ellos? No es difícil adivinarlo: que se preocupen por usted, que estén al tanto de cuanto le sucede, etcétera. Pero la verdad, amiga mía, es que a menudo se despreocupan y no están al tanto de nada. ¡En cambio nuestros enemigos…! Ellos están atentos; más que mirarnos, parece que nos espían. Para decirlo ya, todo lo nuestro les interesa, en tanto que nuestros amigos duermen, roncan y cabecean en sus laureles, como suele decirse. Para mi enemigo soy importante, puesto que me odia. ¿Y no es verdad, por otra parte, que el odio bien podría ser definido como un amor fracasado?

La invito a pensar en Judas. ¿Por qué traicionó a su maestro y Señor? Los teólogos se devanan los sesos aventurando esto o lo otro; sin embargo, a mí me ha quedado claro desde el principio –casi desde que leí los evangelios por primera vez- que no hay que buscar otra explicación que la del amor contrariado.

¡Por favor, no me malinterprete! Pero, si lo duda usted, lea usted su historia, aunque ahora con otros ojos. Allí se encontrará usted que siempre, a donde fuera, Jesús cargaba invariablemente con Pedro, Santiago y Juan. ¿Y Judas, mientras tanto? Judas los veía alejarse, imaginándose, tal vez, lo que éstos podían hablar entre ellos en esas charlas interminables en las que él no era invitado. Siempre Pedro, siempre Santiago, siempre Juan. ¿Y él, Judas? ¿Es que no contaba? ¿Y no había también él dejado todo para seguir al Maestro? Entonces ese amor, con el pasar del tiempo, fue convirtiéndose en odio, es decir, en un incontrolable deseo de venganza. Y una vez que lo hubo entregado a los jefes del pueblo, ¿qué fue lo que hizo este pobre hombre al que hasta el día de hoy conocemos con el nombre de “el traidor”? Se suicidó colgándose de un árbol, cosa que definitivamente no habría hecho si Jesús le hubiese importado poco. A su manera –una manera más bien vil y despreciable-, también él dio la vida por aquel que amaba.

¡Ah, cuán importantes somos para nuestros enemigos! Si lo mismo importáramos para nuestros amigos, otro gallo nos cantara. ¡Y no estoy hablando del gallo que le cantó a San Pedro, por el amor de Dios!

Y, por lo demás, vea usted quiénes son los héroes de las parábolas de Jesús: casi siempre se trata de samaritanos, o sea, de enemigos jurados de la ortodoxia de Israel.

En un libro de marcadísimos tonos autobiográficos, Doris Lessing (1919-2013), la famosa escritora inglesa, ganadora en el año 2007 del Premio Nobel de Literatura, cuenta que en 1949, cuando se dirigía a Inglaterra con un hijo pequeño pegado a sus faldas, hizo, por extrañas razones, escala en ciudad de El Cabo en espera del barco que habría de llevarla a Londres. La cosa, según cuenta en su libro, no le preocupó en demasía, porque allí vivía una familia, amiga de sus padres, que siempre le había dicho: “Cuando vengas acá, las puertas de nuestra casa estarán siempre abiertas para ti”. Pues bien, cuando la ocasión se presentó y era necesario pasar de las palabras a los hechos, la familia en cuestión ni siquiera se acordó de sus promesas y trató a la por entonces joven escritora cual se trataría a un perro o a un gato (en aquel entonces, claro está).

“Yo –confiesa- esperaba que me pidieran que me quedara unos pocos días en su casa mientras buscaba alojamiento, pues la verdad es que me habían invitado a pasar con ellos todo el tiempo que quisiera. Pero ellos se limitaron a decirme que la ciudad de El Cabo estaba llena a rebosar, que sólo un loco se atrevía a llegar así, sin tener alojamiento reservado y que no tenía probabilidades de encontrar una sola habitación. En resumen, mi situación era admirablemente deplorable… Telefonearon a algunas casas de huéspedes que resultaron estar llenas para su gran satisfacción. Llamaron a un taxi. Yo se lo sugerí.

“El conductor del taxi era un africano y una tía suya tenía una casa de huéspedes. Me llevó allí inmediatamente, se negó a cobrarme el recorrido, se las compuso con su tía, transportó mi equipaje -que era enorme porque todavía no había aprendido a viajar-, enseñó a mi hijo algunas frases elementales en africano, me dio un montón de consejos y dijo que volvería para ver cómo iba todo. Era un hombre de unos sesenta años. Me dijo que tenía cuarenta y cuatro nietos y que le dictaba el corazón considerar a mi hijo como el que hacía cuarenta y cinco. Era un nacionalista. No era la primera vez que me veía obligada a pensar en aquel triste dicho político según el cual los enemigos son con frecuencia más amables que los amigos (En busca de un inglés).

¿Qué piensa de todo esto, estimada señora? ¿Tengo razón o no la tengo? Pero tengo que marcharme. Medite usted estos tres últimos renglones que he transcrito para usted. ¡Paciencia, pues! Ya la vida le irá diciendo gradualmente, con el correr de los años, si son verdaderos o no lo son. ¡Hasta la vista, mi querida amiga!

Tal vez crea usted que estoy loco, estimada señora, pero debo confesárselo: tengo un gran aprecio por mis enemigos. Casi podría decir que los miro con simpatía. ¿Por qué se espanta usted? Después de todo, es natural que sea así, al menos hasta cierto punto.

¿Que por qué digo semejantes disparates? ¡Oh, no son precisamente disparates, estimada señora! Créame, es bueno tener enemigos; no digo que muchos, pero contar con uno o dos es algo que siempre fortalece, según he podido comprobarlo tras una exhaustiva inspección de la realidad y sus alrededores, la necesaria autoestima. ¿Qué haríamos sin nuestros enemigos? ¡Nos son tan necesarios!

Piense, por ejemplo, en sus amigos: ¿qué espera usted de ellos? No es difícil adivinarlo: que se preocupen por usted, que estén al tanto de cuanto le sucede, etcétera. Pero la verdad, amiga mía, es que a menudo se despreocupan y no están al tanto de nada. ¡En cambio nuestros enemigos…! Ellos están atentos; más que mirarnos, parece que nos espían. Para decirlo ya, todo lo nuestro les interesa, en tanto que nuestros amigos duermen, roncan y cabecean en sus laureles, como suele decirse. Para mi enemigo soy importante, puesto que me odia. ¿Y no es verdad, por otra parte, que el odio bien podría ser definido como un amor fracasado?

La invito a pensar en Judas. ¿Por qué traicionó a su maestro y Señor? Los teólogos se devanan los sesos aventurando esto o lo otro; sin embargo, a mí me ha quedado claro desde el principio –casi desde que leí los evangelios por primera vez- que no hay que buscar otra explicación que la del amor contrariado.

¡Por favor, no me malinterprete! Pero, si lo duda usted, lea usted su historia, aunque ahora con otros ojos. Allí se encontrará usted que siempre, a donde fuera, Jesús cargaba invariablemente con Pedro, Santiago y Juan. ¿Y Judas, mientras tanto? Judas los veía alejarse, imaginándose, tal vez, lo que éstos podían hablar entre ellos en esas charlas interminables en las que él no era invitado. Siempre Pedro, siempre Santiago, siempre Juan. ¿Y él, Judas? ¿Es que no contaba? ¿Y no había también él dejado todo para seguir al Maestro? Entonces ese amor, con el pasar del tiempo, fue convirtiéndose en odio, es decir, en un incontrolable deseo de venganza. Y una vez que lo hubo entregado a los jefes del pueblo, ¿qué fue lo que hizo este pobre hombre al que hasta el día de hoy conocemos con el nombre de “el traidor”? Se suicidó colgándose de un árbol, cosa que definitivamente no habría hecho si Jesús le hubiese importado poco. A su manera –una manera más bien vil y despreciable-, también él dio la vida por aquel que amaba.

¡Ah, cuán importantes somos para nuestros enemigos! Si lo mismo importáramos para nuestros amigos, otro gallo nos cantara. ¡Y no estoy hablando del gallo que le cantó a San Pedro, por el amor de Dios!

Y, por lo demás, vea usted quiénes son los héroes de las parábolas de Jesús: casi siempre se trata de samaritanos, o sea, de enemigos jurados de la ortodoxia de Israel.

En un libro de marcadísimos tonos autobiográficos, Doris Lessing (1919-2013), la famosa escritora inglesa, ganadora en el año 2007 del Premio Nobel de Literatura, cuenta que en 1949, cuando se dirigía a Inglaterra con un hijo pequeño pegado a sus faldas, hizo, por extrañas razones, escala en ciudad de El Cabo en espera del barco que habría de llevarla a Londres. La cosa, según cuenta en su libro, no le preocupó en demasía, porque allí vivía una familia, amiga de sus padres, que siempre le había dicho: “Cuando vengas acá, las puertas de nuestra casa estarán siempre abiertas para ti”. Pues bien, cuando la ocasión se presentó y era necesario pasar de las palabras a los hechos, la familia en cuestión ni siquiera se acordó de sus promesas y trató a la por entonces joven escritora cual se trataría a un perro o a un gato (en aquel entonces, claro está).

“Yo –confiesa- esperaba que me pidieran que me quedara unos pocos días en su casa mientras buscaba alojamiento, pues la verdad es que me habían invitado a pasar con ellos todo el tiempo que quisiera. Pero ellos se limitaron a decirme que la ciudad de El Cabo estaba llena a rebosar, que sólo un loco se atrevía a llegar así, sin tener alojamiento reservado y que no tenía probabilidades de encontrar una sola habitación. En resumen, mi situación era admirablemente deplorable… Telefonearon a algunas casas de huéspedes que resultaron estar llenas para su gran satisfacción. Llamaron a un taxi. Yo se lo sugerí.

“El conductor del taxi era un africano y una tía suya tenía una casa de huéspedes. Me llevó allí inmediatamente, se negó a cobrarme el recorrido, se las compuso con su tía, transportó mi equipaje -que era enorme porque todavía no había aprendido a viajar-, enseñó a mi hijo algunas frases elementales en africano, me dio un montón de consejos y dijo que volvería para ver cómo iba todo. Era un hombre de unos sesenta años. Me dijo que tenía cuarenta y cuatro nietos y que le dictaba el corazón considerar a mi hijo como el que hacía cuarenta y cinco. Era un nacionalista. No era la primera vez que me veía obligada a pensar en aquel triste dicho político según el cual los enemigos son con frecuencia más amables que los amigos (En busca de un inglés).

¿Qué piensa de todo esto, estimada señora? ¿Tengo razón o no la tengo? Pero tengo que marcharme. Medite usted estos tres últimos renglones que he transcrito para usted. ¡Paciencia, pues! Ya la vida le irá diciendo gradualmente, con el correr de los años, si son verdaderos o no lo son. ¡Hasta la vista, mi querida amiga!