/ domingo 15 de agosto de 2021

Lo que saben de mí

Cuando una historia policíaca va más allá de sí misma puede acabar convirtiéndose en algo como Adiós, muñeca, la novela de Raymond Chandler (1888-1959), el famosísimo escritor norteamericano.

Confieso leer muy pocas novelas policíacas, pues cuando tomo una, casi siempre a la mitad me oigo a mí mismo preguntándome: “Bueno, y después de todo, ¿qué gano yo con saber quién mató al profesor X.?”. Pero Adiós, muñeca es algo distinto, pues trata, por decirlo así, de un grave problema existencial que podría enunciarse mediante la siguiente pregunta: “¿Cómo vivir cuando los demás saben tantas cosas de mí?”.

Velma, la protagonista de la historia, es una mujer que bailaba danzas exóticas en un antro de Los Ángeles, California, que de pronto desaparece del escenario y nadie sabe dónde está.

Por lo pronto, la anda buscando un hombre gordo y robusto, un gigante que había sido su novio y que por razones que no vienen a cuento, por lo menos aquí, estuvo bien guardadito en prisión durante ocho largos años en que la echó siempre de menos. ¡Cómo quería salir ya de ese lugar para irse a refugiar en los brazos de su amada!

“-Hace ocho años que no veo a Velma –dijo una noche con voz profunda y triste-. Ocho larguísimos años desde que le dije adiós. Y lleva seis sin escribirme. Seguro que encontrará alguna excusa. Trabajaba aquí. Buena chica, una muñeca; hay pocas como ella… Velma cantaba alguna cosilla. Era pelirroja… Estábamos a punto de casarnos cuando me tendieron aquella encerrona”…

Tras salir de la prisión, el gordo va a buscarla al mismo sitio en el que la había dejado ocho años atrás, pero Velma ya no estaba allí. Ya no bailaba ni cantaba en ese antro de mala muerte. ¿Dónde estaba? ¿En qué lugar se había metido? Y, sobre todo, ¿por qué había dejado de escribirle?

Pero de pronto, claro, mataron al gordo. Misteriosamente, como en toda novela policíaca. En realidad, se producen varias muertes que, según parece, alguna relación tienen, aunque sea remota, con la desparecida pelirroja, cabaretera y montaraz.

¿Hay que agregar que de momento nadie supo la conexión que había entre una muerte y la otra, entre ésta y la siguiente? Pues bien, si hay que agregarlo, lo agrego: nadie supo ni remotamente nada de esto. Pero para eso están los detectives: para que descubran que las muertes, en una novela, casi siempre están emparentadas y luego nos lo prueben con argumentos convincentes.

Pues bien, tras muchas ideas y venidas por las calles, barrios y tugurios de Los Ángeles, nuestro investigador, el detective privado Philip Marlowe, va a dar con una exótica mujer, bella y rica, a quien todos conocen con el nombre de la señora Lewin Lockridge Grayle, cuyo marido es “banquero o algo por el estilo, está forrado y llega a los veinte millones. Se sabe que antes era dueño de una emisora de radio en Beverly Hills, la estación KFDK, y que la actual señora Grayle trabajaba allí. Se casaron hace cinco años. Es una rubia estupenda. El señor Grayle, en cambio, tira a maduro, sufre hepatitis y prefiere quedarse en casa tomando calomelanos mientras la señora Grayle sale de paseo y se distrae”…

A nuestro investigador el instinto le dice que alguna relación debe de haber entre Velma, la pelirroja, y esta mujer despampanante, rubia como el sol poniente. Y, por supuesto, va en su busca. Si transcribo el párrafo que viene a continuación es para que el lector vea en qué tono está escrita la novela, con un dejo de humorismo que de pronto adquiere visos de estragadora melancolía:

“En cuanto a la casa en sí –dice Philip Marlowe-, no es una gran cosa. Más pequeña que el palacio de Buckingham, demasiado gris para estar en California y probablemente con menos ventanas que el rascacielos de la Chrysler. Me acerqué a la entrada lateral y toqué el timbre. En el interior retumbó un carillón tan suave como las campanas de la Catedral en domingo… Y yo me sentí más frío que los pies de don Quijote cuando lo enterraron”.

Tras esta visita, que nuestro investigador, despues, consideró impridente pues ahora lo querían matar a él, y tras otras muertes que seguían siendo la mar de extrañas , éste, que no tenía un pelo de tonto, aunque a veces se le escapaba viva la liebre, tuvo la ligerísima impresión de que la señora Grayle, la mujer despampanante, la esposa del banquero, no era otra que la antigua Velma. ¡Qué casualidad que todos los que conocían a la bailarina de antes, pronto o tarde acabaran en la tumba! Pues bien, sí, era ella, que mataba a cuantos la habían conocido para destruir en ellos la imagen que de su antigua personalidad aún persistía en su memoria. ¿Quién era, pues, la señora Grayle? Lo sabemos hasta el final: “Una pobre muchachita que escapa del arroyo para convertirse en la respetable esposa de un millonario y que no consigue librarse del acoso de esos buitres que antaño conoció”.

Cuando termino Adiós, muñeca no considero haber perdido el tiempo leyéndola. Antes bien, pienso: “Hay personas que conocen las negras etapas de nuestro pasado: gente que, con respecto a nosotros, guarda un secreto. Pero, ¿vamos a matarla para que desaparezca de una vez por todas ese recuerdo doloroso? ¡De ninguna manera! Es preciso aprender a vivir con nuestro pasado no sólo tal y como nosotros lo recordamos, sino incluso como los demás lo recuerdan”. Y, por si fuera poco, esa misma noche, antes de apagar la luz, echo una ojeada a las Memorias interiores de François Mauriac (1885-1970), y me encuentro en ellas con esta frase que él toma prestada de los Carnets de Henry de Montherlant (1895-1972): “El secreto que guardan sobre nosotros algunas personas nos mantiene al borde del abismo. Vivimos a merced de sus silencios”.

Cuando una historia policíaca va más allá de sí misma puede acabar convirtiéndose en algo como Adiós, muñeca, la novela de Raymond Chandler (1888-1959), el famosísimo escritor norteamericano.

Confieso leer muy pocas novelas policíacas, pues cuando tomo una, casi siempre a la mitad me oigo a mí mismo preguntándome: “Bueno, y después de todo, ¿qué gano yo con saber quién mató al profesor X.?”. Pero Adiós, muñeca es algo distinto, pues trata, por decirlo así, de un grave problema existencial que podría enunciarse mediante la siguiente pregunta: “¿Cómo vivir cuando los demás saben tantas cosas de mí?”.

Velma, la protagonista de la historia, es una mujer que bailaba danzas exóticas en un antro de Los Ángeles, California, que de pronto desaparece del escenario y nadie sabe dónde está.

Por lo pronto, la anda buscando un hombre gordo y robusto, un gigante que había sido su novio y que por razones que no vienen a cuento, por lo menos aquí, estuvo bien guardadito en prisión durante ocho largos años en que la echó siempre de menos. ¡Cómo quería salir ya de ese lugar para irse a refugiar en los brazos de su amada!

“-Hace ocho años que no veo a Velma –dijo una noche con voz profunda y triste-. Ocho larguísimos años desde que le dije adiós. Y lleva seis sin escribirme. Seguro que encontrará alguna excusa. Trabajaba aquí. Buena chica, una muñeca; hay pocas como ella… Velma cantaba alguna cosilla. Era pelirroja… Estábamos a punto de casarnos cuando me tendieron aquella encerrona”…

Tras salir de la prisión, el gordo va a buscarla al mismo sitio en el que la había dejado ocho años atrás, pero Velma ya no estaba allí. Ya no bailaba ni cantaba en ese antro de mala muerte. ¿Dónde estaba? ¿En qué lugar se había metido? Y, sobre todo, ¿por qué había dejado de escribirle?

Pero de pronto, claro, mataron al gordo. Misteriosamente, como en toda novela policíaca. En realidad, se producen varias muertes que, según parece, alguna relación tienen, aunque sea remota, con la desparecida pelirroja, cabaretera y montaraz.

¿Hay que agregar que de momento nadie supo la conexión que había entre una muerte y la otra, entre ésta y la siguiente? Pues bien, si hay que agregarlo, lo agrego: nadie supo ni remotamente nada de esto. Pero para eso están los detectives: para que descubran que las muertes, en una novela, casi siempre están emparentadas y luego nos lo prueben con argumentos convincentes.

Pues bien, tras muchas ideas y venidas por las calles, barrios y tugurios de Los Ángeles, nuestro investigador, el detective privado Philip Marlowe, va a dar con una exótica mujer, bella y rica, a quien todos conocen con el nombre de la señora Lewin Lockridge Grayle, cuyo marido es “banquero o algo por el estilo, está forrado y llega a los veinte millones. Se sabe que antes era dueño de una emisora de radio en Beverly Hills, la estación KFDK, y que la actual señora Grayle trabajaba allí. Se casaron hace cinco años. Es una rubia estupenda. El señor Grayle, en cambio, tira a maduro, sufre hepatitis y prefiere quedarse en casa tomando calomelanos mientras la señora Grayle sale de paseo y se distrae”…

A nuestro investigador el instinto le dice que alguna relación debe de haber entre Velma, la pelirroja, y esta mujer despampanante, rubia como el sol poniente. Y, por supuesto, va en su busca. Si transcribo el párrafo que viene a continuación es para que el lector vea en qué tono está escrita la novela, con un dejo de humorismo que de pronto adquiere visos de estragadora melancolía:

“En cuanto a la casa en sí –dice Philip Marlowe-, no es una gran cosa. Más pequeña que el palacio de Buckingham, demasiado gris para estar en California y probablemente con menos ventanas que el rascacielos de la Chrysler. Me acerqué a la entrada lateral y toqué el timbre. En el interior retumbó un carillón tan suave como las campanas de la Catedral en domingo… Y yo me sentí más frío que los pies de don Quijote cuando lo enterraron”.

Tras esta visita, que nuestro investigador, despues, consideró impridente pues ahora lo querían matar a él, y tras otras muertes que seguían siendo la mar de extrañas , éste, que no tenía un pelo de tonto, aunque a veces se le escapaba viva la liebre, tuvo la ligerísima impresión de que la señora Grayle, la mujer despampanante, la esposa del banquero, no era otra que la antigua Velma. ¡Qué casualidad que todos los que conocían a la bailarina de antes, pronto o tarde acabaran en la tumba! Pues bien, sí, era ella, que mataba a cuantos la habían conocido para destruir en ellos la imagen que de su antigua personalidad aún persistía en su memoria. ¿Quién era, pues, la señora Grayle? Lo sabemos hasta el final: “Una pobre muchachita que escapa del arroyo para convertirse en la respetable esposa de un millonario y que no consigue librarse del acoso de esos buitres que antaño conoció”.

Cuando termino Adiós, muñeca no considero haber perdido el tiempo leyéndola. Antes bien, pienso: “Hay personas que conocen las negras etapas de nuestro pasado: gente que, con respecto a nosotros, guarda un secreto. Pero, ¿vamos a matarla para que desaparezca de una vez por todas ese recuerdo doloroso? ¡De ninguna manera! Es preciso aprender a vivir con nuestro pasado no sólo tal y como nosotros lo recordamos, sino incluso como los demás lo recuerdan”. Y, por si fuera poco, esa misma noche, antes de apagar la luz, echo una ojeada a las Memorias interiores de François Mauriac (1885-1970), y me encuentro en ellas con esta frase que él toma prestada de los Carnets de Henry de Montherlant (1895-1972): “El secreto que guardan sobre nosotros algunas personas nos mantiene al borde del abismo. Vivimos a merced de sus silencios”.