/ domingo 29 de diciembre de 2019

Lo pequeño es hermoso

Lo pequeño es hermoso: así tituló uno de los libros más bellos del famoso economista alemán E. F. Schumacher (1911-1977), y lo escribió para refutar a aquellos ideólogos que pensaban que una cosa, entre más grande, colosal y mastodóntica fuese, mejor era. En 1973, año de la publicación del libro, E. F. Schumacher lanzó la advertencia, pero nadie le hizo caso: merced al gigantismo y a la explotación indiscriminada de los recursos no renovables, el mundo volaría pronto en pedazos.

Y, por lo demás, ¿no vivimos en lo que Paul Viriliollamó acertadamente la era de la desmesura? Todo, hoy, para llamar la atención, tiene que ser prodigioso, exorbitante, descomunal, y el Libro Guinness de los Récords es el mejor testimonio de que esto es así. Si quieres que tu nombre se vuelva inolvidable tienes que ser capaz de las más insólitas hazañas, de proezas extremas: por ejemplo, comerte 50 hamburguesas en una sola sentada, o caminar sobre el borde de un rascacielos de 1000 metros de altura sin protección alguna y además dando brincos cual si jugases a la rayuela.

Pero no vayamos tan lejos. También nuestros artefactos se han vuelto desmesurados: camionetas diseñadas para escalar el Everest son hoy compradas para trepar las pequeñas lomas que circundan nuestra ciudad. ¿Para qué tanta potencia en un lugar donde no es en absoluto necesaria? ¡Ah, pero es tan bella esa camioneta que sería un pecado no tenerla! Y luego están los iPods, esas cajas de música capaces de almacenar hasta 100.000 canciones. ¿Cuándo podré oír 100.000 canciones? Por más que pienso en ello, no me lo imagino. Hago cuentas: si las oyera todas, y pongo que cada canción durara, en promedio, 5 minutos, no terminaría de escucharlas todas en el lapso de un año. ¡Un año para recorrer, una por una y sin poner pausa, todas las canciones de mi pequeña cajita de música! Ahora bien, ¿para qué tanta memoria?

Y luego están las fortunas de los millonarios. Según la revista Forbes, la fortuna de uno de nuestros compatriotas, sólo de uno, asciende a la módica cantidad de 80.000 millones de dólares. Como semejante cifra no me cabe en la cabeza –son demasiado ceros-, también ahora, para imaginármela, me pongo a sacar cuentas. Divido 80.000 entre los 356 días que tiene un año, y obtengo así que, si nuestro compatriota se decidiera gastar un millón de dólares por día, podría darse este pequeño lujo durante 220 años. ¡Dios mío! Pero ese señor no pensará vivir 220 años, ¿verdad? Y entonces, ¿para qué tanto dinero?

Mucho antes de que el economista E. F. Schumacher escribiera su libro, también Jesús era de la ideade que lo pequeño es hermoso. De no ser así, no habría contado nunca esas hermosas parábolas que encontramos en los evangelios:

“El Reino de Dios –dijo- se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha… Les dijo también: ¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra” (Marcos 4, 26-34).

Jesús inició su movimiento con sólo doce humildes pescadores. Un puñado de hombres analfabetos. Seguramente, Jesús pensaba en ellos cuando contó estas parábolas que son lo que pudiéramos llamar un himno a lo diminuto, a lo minúsculo e insignificante.

Escribió François Mauriac (1885-1970) en sus Nuevas memorias interiores: “Inamovible esperanza. ‘La pregunta no se plantea ya para nosotros’, me repetía el otro día un escritor soviético que ha querido visitarme, lleno de consideración hacia mí, pero muy intrigado por mi posición religiosa. ‘Teníamos una vieja criada completamente analfabeta –me confió-, pero todavía creyente… ¡Pues bien, la hemos hecho enterrar por la Iglesia!’. Y añadió inesperadamente: ‘Era una santa’. Según él, era la última en Rusia. ‘Pero –le insinué-, ¿quedan todavía creyentes?’. Dudó un instante. ‘Sí, algunos…’. Y sin duda se quedó asombrado de mi respuesta: ‘Es suficiente’. Yo pensaba en lo que Jesucristo ha dicho del Reino de Dios que Él compara con dos medidas de levadura que una mujer mezcla en la pasta”…

Sí, con unos cuantos cristianos es suficiente para empezar de nuevo, como una colilla de cigarro mal apagada es suficiente para incendiar un bosque. Doce pobres pescadores fueron suficientes para comenzar la obra. Aunque cristianos, en todo el mundo, no hubiera más que doce, con esos sería suficiente para que todo vuelva a arder…

¡El poder de lo pequeño! “Quizá –escribe el biblista y teólogo español José Antonio Pagola- necesitemos aprender de nuevo a valorar las cosas pequeñas y los gestos pequeños. No nos sentimos llamados a ser héroes ni mártires cada día, pero a todos se nos invita a vivir poniendo un poco de dignidad en cada rincón de nuestro pequeño mundo. Un gesto amistoso al que vive desconcertado, una sonrisa acogedora a quien está solo, una señal de cercanía a quien comienza a desesperar, un rayo de pequeña alegría en un corazón agobiado… no son cosas grandes. Son pequeñas semillas del Reino de Dios que todos podemos sembrar en una sociedad complicada y triste, que ha olvidado el encanto de las cosas sencillas y buenas”. Dios mío, sin estas cosas pequeñas –un beso, un abrazo, una palabra cálida, qué insoportable nos sería vivir.

Lo pequeño es hermoso: así tituló uno de los libros más bellos del famoso economista alemán E. F. Schumacher (1911-1977), y lo escribió para refutar a aquellos ideólogos que pensaban que una cosa, entre más grande, colosal y mastodóntica fuese, mejor era. En 1973, año de la publicación del libro, E. F. Schumacher lanzó la advertencia, pero nadie le hizo caso: merced al gigantismo y a la explotación indiscriminada de los recursos no renovables, el mundo volaría pronto en pedazos.

Y, por lo demás, ¿no vivimos en lo que Paul Viriliollamó acertadamente la era de la desmesura? Todo, hoy, para llamar la atención, tiene que ser prodigioso, exorbitante, descomunal, y el Libro Guinness de los Récords es el mejor testimonio de que esto es así. Si quieres que tu nombre se vuelva inolvidable tienes que ser capaz de las más insólitas hazañas, de proezas extremas: por ejemplo, comerte 50 hamburguesas en una sola sentada, o caminar sobre el borde de un rascacielos de 1000 metros de altura sin protección alguna y además dando brincos cual si jugases a la rayuela.

Pero no vayamos tan lejos. También nuestros artefactos se han vuelto desmesurados: camionetas diseñadas para escalar el Everest son hoy compradas para trepar las pequeñas lomas que circundan nuestra ciudad. ¿Para qué tanta potencia en un lugar donde no es en absoluto necesaria? ¡Ah, pero es tan bella esa camioneta que sería un pecado no tenerla! Y luego están los iPods, esas cajas de música capaces de almacenar hasta 100.000 canciones. ¿Cuándo podré oír 100.000 canciones? Por más que pienso en ello, no me lo imagino. Hago cuentas: si las oyera todas, y pongo que cada canción durara, en promedio, 5 minutos, no terminaría de escucharlas todas en el lapso de un año. ¡Un año para recorrer, una por una y sin poner pausa, todas las canciones de mi pequeña cajita de música! Ahora bien, ¿para qué tanta memoria?

Y luego están las fortunas de los millonarios. Según la revista Forbes, la fortuna de uno de nuestros compatriotas, sólo de uno, asciende a la módica cantidad de 80.000 millones de dólares. Como semejante cifra no me cabe en la cabeza –son demasiado ceros-, también ahora, para imaginármela, me pongo a sacar cuentas. Divido 80.000 entre los 356 días que tiene un año, y obtengo así que, si nuestro compatriota se decidiera gastar un millón de dólares por día, podría darse este pequeño lujo durante 220 años. ¡Dios mío! Pero ese señor no pensará vivir 220 años, ¿verdad? Y entonces, ¿para qué tanto dinero?

Mucho antes de que el economista E. F. Schumacher escribiera su libro, también Jesús era de la ideade que lo pequeño es hermoso. De no ser así, no habría contado nunca esas hermosas parábolas que encontramos en los evangelios:

“El Reino de Dios –dijo- se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha… Les dijo también: ¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra” (Marcos 4, 26-34).

Jesús inició su movimiento con sólo doce humildes pescadores. Un puñado de hombres analfabetos. Seguramente, Jesús pensaba en ellos cuando contó estas parábolas que son lo que pudiéramos llamar un himno a lo diminuto, a lo minúsculo e insignificante.

Escribió François Mauriac (1885-1970) en sus Nuevas memorias interiores: “Inamovible esperanza. ‘La pregunta no se plantea ya para nosotros’, me repetía el otro día un escritor soviético que ha querido visitarme, lleno de consideración hacia mí, pero muy intrigado por mi posición religiosa. ‘Teníamos una vieja criada completamente analfabeta –me confió-, pero todavía creyente… ¡Pues bien, la hemos hecho enterrar por la Iglesia!’. Y añadió inesperadamente: ‘Era una santa’. Según él, era la última en Rusia. ‘Pero –le insinué-, ¿quedan todavía creyentes?’. Dudó un instante. ‘Sí, algunos…’. Y sin duda se quedó asombrado de mi respuesta: ‘Es suficiente’. Yo pensaba en lo que Jesucristo ha dicho del Reino de Dios que Él compara con dos medidas de levadura que una mujer mezcla en la pasta”…

Sí, con unos cuantos cristianos es suficiente para empezar de nuevo, como una colilla de cigarro mal apagada es suficiente para incendiar un bosque. Doce pobres pescadores fueron suficientes para comenzar la obra. Aunque cristianos, en todo el mundo, no hubiera más que doce, con esos sería suficiente para que todo vuelva a arder…

¡El poder de lo pequeño! “Quizá –escribe el biblista y teólogo español José Antonio Pagola- necesitemos aprender de nuevo a valorar las cosas pequeñas y los gestos pequeños. No nos sentimos llamados a ser héroes ni mártires cada día, pero a todos se nos invita a vivir poniendo un poco de dignidad en cada rincón de nuestro pequeño mundo. Un gesto amistoso al que vive desconcertado, una sonrisa acogedora a quien está solo, una señal de cercanía a quien comienza a desesperar, un rayo de pequeña alegría en un corazón agobiado… no son cosas grandes. Son pequeñas semillas del Reino de Dios que todos podemos sembrar en una sociedad complicada y triste, que ha olvidado el encanto de las cosas sencillas y buenas”. Dios mío, sin estas cosas pequeñas –un beso, un abrazo, una palabra cálida, qué insoportable nos sería vivir.