/ domingo 5 de julio de 2020

Lecciones de elocuencia

A hablar –dijo el maestro- es necesario aprender. Pero no me refiero al uso y manejo de las figuras retóricas: queden éstas para los políticos y otras hierbas de olor; para nuestro propósito, que es divino, son del todo secundarias y a menudo superfluas. Ya San Agustín, en el siglo IV, se burlaba de aquellos oradores que todo lo centraban en la forma porque carecían de fondo.

Lo que yo querría que aprendierais en este curso, hijos míos, no es a distinguir entre una anáfora y un apóstrofe, o entre una hipérbole y un retruécano, cosa ésta que, a fin de cuentas, no es demasiado difícil si se piensa un poco en ello (aunque esto también lo aprenderéis o, por lo menos, así lo espero). Lo que yo querría, más bien, es que aprendierais a llegar al corazón de quienes os escuchen, y a esto más os enseñarán los santos que los demagogos. Quisiera que vuestros discursos fuesen saetas afiladas que, incrustándose en la carne, la hirieran.

Cuando expliquéis una parábola del evangelio, por ejemplo, no os limitéis a propinar a vuestros oyentes lecciones de Historia o de Arqueología. Una vez, en una iglesia de cuyo nombre no quiero acordarme, oí que un predicador, al referirse a aquel texto que dice: “Destruid este templo, que en tres días lo reconstruiré” (Juan 2, 19), se puso a perorar largo y tendido en torno al templo de Jerusalén, diciendo:

-Hermanos queridos, ¿podéis imaginaros siquiera la belleza arquitectónica de esta obra magistral? ¡El templo era el orgullo de los judíos y por eso chocaron tanto a los maestros de la Ley estas palabras de Jesús. Os describiré el templo: “Éste –según cuenta la Escritura- medía treinta metros de largo, diez de ancho y quince de largo… El pavimento del templo, tanto del camarín como el de la nave, estaba revestido de oro” (1 Reyes 6, 1ss), etcétera.

Pero todo esto, hijos míos, ¿a quién podría interesar? A los historiadores, sin duda, y a los judíos piadosos, pero no a aquellos cristianos que al oír hablar de oro y maderas de cedro competían unos con otros en los bancos para ver quién era capaz de lanzar el mayor bostezo.

Sí, sí: un poco de historia no está mal, pero la historia no lo es todo. Mirad más bien qué podéis decir en torno a un texto que alegre el corazón, aumente la esperanza y encienda la caridad. He aquí cómo se hace:

Una vez don Luigi Orione (1872-1940), famoso y santo sacerdote italiano que fue canonizado por el Papa Juan Pablo II en el año 2004, predicaba ante una crecida multitud que lo escuchaba con embeleso, y decía como quien platicaba con viejos amigos:

“-El Señor lo perdona todo, todo, al que está arrepentido. Perdona cualquier pecado, hasta el más grave. Aunque uno hubiese puesto veneno en el plato de su madre y la hubiera matado. Aun en ese caso habría para él el perdón del Señor.

“Acabado el sermón –escribe uno de sus biógrafos-, todavía confesó un rato. Pero se le hizo tarde y perdió el tren para Tortona.

“-¡Paciencia! –se dijo a sí mismo-. Tendré que hacer el camino a pie. “Por la calle se da cuenta de que un hombre le sigue. Se le acerca y le dice con su mejor sonrisa:

“-Buen hombre, ¿va también usted a Tortona?

“-No.

“-Aunque no vaya a Tortona, ¿podemos hacer un poco de camino juntos?

“Pero el otro le responde bruscamente:

“-Padre, usted no me conoce.

“-Es verdad –dijo el padre Orione-, no le conozco a usted. No recuerdo haberlo visto antes. “-Y, sin embargo, padre –repuso el hombre-, usted ha hablado de mí: yo soy el hombre que puso veneno en el plato de su madre y la mató.

“Inmediatamente, el sacerdote trata de hacerle comprender que también para él puede haber perdón.

“-Padre, ¿de veras cree usted en lo que ha dicho?

“-¿Y cómo no voy a creerlo?

“-¿Cree usted, entonces, que también para mí puede haber misericordia?

“-Claro, claro que sí. Yo creo en la misericordia infinita de Dios.

“El coloquio se prolonga. A un cierto punto, el desconocido dice llorando:

“-¡Padre, confiéseme!

“Y de este modo, en la noche silenciosa, al borde de una carretera desierta, el asesino de su madre se arrodilló sollozando, y gimiendo de dolor se confesó.

“Al llegar a este punto de su relato, don Orione se detiene. Comienza la zona del sigilo sacramental. Sólo añade una cosa:

“-Después de la confesión, aquel hombre se levantó, me echó los brazos al cuello, y su abrazo era tan fuerte que creí morir ahogado entre sus brazos” (Giovanni Barra, I paradossi del prete, Milano, Vita e Pensiero, 1955).

¿Lo ven usted, mis queridos hijos? He aquí la verdadera elocuencia, que es siempre don y fruto del Espíritu Santo.

Todo el arte de la elocuencia se reduce, pues, a esto: a hablar de lo que verdaderamente os importe: a vosotros, predicadores, y jamás de otra cosa por interesante o curiosa que sea o pueda parecer. Si aquello de lo que vais a hablar os interesa de veras, no podrá no importar a vuestros oyentes. Porque entonces estaréis tocando con vuestro dedo la llaga de la condición humana. El resto, hijos míos, que no os preocupe ni os quite el sueño: eso lo hará Dios mismo en lo secreto de cada uno.

A hablar –dijo el maestro- es necesario aprender. Pero no me refiero al uso y manejo de las figuras retóricas: queden éstas para los políticos y otras hierbas de olor; para nuestro propósito, que es divino, son del todo secundarias y a menudo superfluas. Ya San Agustín, en el siglo IV, se burlaba de aquellos oradores que todo lo centraban en la forma porque carecían de fondo.

Lo que yo querría que aprendierais en este curso, hijos míos, no es a distinguir entre una anáfora y un apóstrofe, o entre una hipérbole y un retruécano, cosa ésta que, a fin de cuentas, no es demasiado difícil si se piensa un poco en ello (aunque esto también lo aprenderéis o, por lo menos, así lo espero). Lo que yo querría, más bien, es que aprendierais a llegar al corazón de quienes os escuchen, y a esto más os enseñarán los santos que los demagogos. Quisiera que vuestros discursos fuesen saetas afiladas que, incrustándose en la carne, la hirieran.

Cuando expliquéis una parábola del evangelio, por ejemplo, no os limitéis a propinar a vuestros oyentes lecciones de Historia o de Arqueología. Una vez, en una iglesia de cuyo nombre no quiero acordarme, oí que un predicador, al referirse a aquel texto que dice: “Destruid este templo, que en tres días lo reconstruiré” (Juan 2, 19), se puso a perorar largo y tendido en torno al templo de Jerusalén, diciendo:

-Hermanos queridos, ¿podéis imaginaros siquiera la belleza arquitectónica de esta obra magistral? ¡El templo era el orgullo de los judíos y por eso chocaron tanto a los maestros de la Ley estas palabras de Jesús. Os describiré el templo: “Éste –según cuenta la Escritura- medía treinta metros de largo, diez de ancho y quince de largo… El pavimento del templo, tanto del camarín como el de la nave, estaba revestido de oro” (1 Reyes 6, 1ss), etcétera.

Pero todo esto, hijos míos, ¿a quién podría interesar? A los historiadores, sin duda, y a los judíos piadosos, pero no a aquellos cristianos que al oír hablar de oro y maderas de cedro competían unos con otros en los bancos para ver quién era capaz de lanzar el mayor bostezo.

Sí, sí: un poco de historia no está mal, pero la historia no lo es todo. Mirad más bien qué podéis decir en torno a un texto que alegre el corazón, aumente la esperanza y encienda la caridad. He aquí cómo se hace:

Una vez don Luigi Orione (1872-1940), famoso y santo sacerdote italiano que fue canonizado por el Papa Juan Pablo II en el año 2004, predicaba ante una crecida multitud que lo escuchaba con embeleso, y decía como quien platicaba con viejos amigos:

“-El Señor lo perdona todo, todo, al que está arrepentido. Perdona cualquier pecado, hasta el más grave. Aunque uno hubiese puesto veneno en el plato de su madre y la hubiera matado. Aun en ese caso habría para él el perdón del Señor.

“Acabado el sermón –escribe uno de sus biógrafos-, todavía confesó un rato. Pero se le hizo tarde y perdió el tren para Tortona.

“-¡Paciencia! –se dijo a sí mismo-. Tendré que hacer el camino a pie. “Por la calle se da cuenta de que un hombre le sigue. Se le acerca y le dice con su mejor sonrisa:

“-Buen hombre, ¿va también usted a Tortona?

“-No.

“-Aunque no vaya a Tortona, ¿podemos hacer un poco de camino juntos?

“Pero el otro le responde bruscamente:

“-Padre, usted no me conoce.

“-Es verdad –dijo el padre Orione-, no le conozco a usted. No recuerdo haberlo visto antes. “-Y, sin embargo, padre –repuso el hombre-, usted ha hablado de mí: yo soy el hombre que puso veneno en el plato de su madre y la mató.

“Inmediatamente, el sacerdote trata de hacerle comprender que también para él puede haber perdón.

“-Padre, ¿de veras cree usted en lo que ha dicho?

“-¿Y cómo no voy a creerlo?

“-¿Cree usted, entonces, que también para mí puede haber misericordia?

“-Claro, claro que sí. Yo creo en la misericordia infinita de Dios.

“El coloquio se prolonga. A un cierto punto, el desconocido dice llorando:

“-¡Padre, confiéseme!

“Y de este modo, en la noche silenciosa, al borde de una carretera desierta, el asesino de su madre se arrodilló sollozando, y gimiendo de dolor se confesó.

“Al llegar a este punto de su relato, don Orione se detiene. Comienza la zona del sigilo sacramental. Sólo añade una cosa:

“-Después de la confesión, aquel hombre se levantó, me echó los brazos al cuello, y su abrazo era tan fuerte que creí morir ahogado entre sus brazos” (Giovanni Barra, I paradossi del prete, Milano, Vita e Pensiero, 1955).

¿Lo ven usted, mis queridos hijos? He aquí la verdadera elocuencia, que es siempre don y fruto del Espíritu Santo.

Todo el arte de la elocuencia se reduce, pues, a esto: a hablar de lo que verdaderamente os importe: a vosotros, predicadores, y jamás de otra cosa por interesante o curiosa que sea o pueda parecer. Si aquello de lo que vais a hablar os interesa de veras, no podrá no importar a vuestros oyentes. Porque entonces estaréis tocando con vuestro dedo la llaga de la condición humana. El resto, hijos míos, que no os preocupe ni os quite el sueño: eso lo hará Dios mismo en lo secreto de cada uno.