/ domingo 2 de junio de 2019

La ultima vez que vi Paris


La mujer, que no se había modernizado, que no sabía que hoy existen maneras mucho más sencillas de escuchar música, levantó la tapa de la consola –una consola de caoba, vieja como ella- y colocó con cuidado la aguja en el acetato, que se puso a girar a una velocidad vertiginosa, mareadora.

Madre –solía decirle su hija cuando los sábados por la tarde venía a visitarla-, vende al chacharero este trasto inútil. Yo te compraré en mi próxima quincena un lector de discos compactos. ¿Qué te parece? ¿Aceptas el trato?

Pero sólo lo decía; en realidad, con su hija todo quedaba en promesas. Luego ésta se marchaba y la mujer se quedaba sola otra vez. Cada vez salía menos; cada vez recordaba más.

El disco, al girar, hacía un ruido extraño, y además había partes en que estaba ya un poco rayado. Con todo, la mujer se puso a escuchar aquella voz francesa y un poco gangosa por el tiempo (claro, lo hacía en francés, aunque nosotros lo pondremos en español):

La última vez que vi París

era su corazón alegre y cálido;

oí la risa de su corazón

en cada café callejero.

La última vez que vi París

los árboles lucían para la primavera:

debajo de los árboles vagaban los amantes,

los pájaros hallaban canciones que cantar…

La última vez que vi París

era su corazón ardiente y cálido.

Múdenlo ya como quisieren:

en mí estará como lo vi.

La mujer escuchó la canción varias veces y luego volvió a cerrar la consola con el mismo cuidado con que se cierra el cofre del tesoro. En la penumbra sus ojos brillaban. ¿Estaría llorando, tal vez? ¿Qué mundos ya desaparecidos evocaba la letra de aquella canción?

Se sentó en la mecedora, que crujió amablemente –quizá era la manera en que saludaba a su amiga- y se quedó contemplando los cuadros de las paredes. Desde la lejanía ya no podía distinguirlos, pero para eso precisamente estaba la memoria. Conocía el lugar que ocupaba cada uno en aquella galería doméstica.

Ella y su marido, jóvenes ambos, tomados de la mano, miraban hacia la cámara esbozando su mejor sonrisa; ella y su marido vestidos de novios, uno de negro y la otra de blanco; su marido y ella con un niño pequeño en los brazos; ella y su marido, cada uno cargando a un niño; ella y su marido rodeados por dos jóvenes –un varón y una mujercita- de rostros resplandecientes; por último, su marido y ella cincuenta años después de la segunda foto.

Ella y su marido. Siempre habían estado juntos. La mujer no puede recordar una época en la que no hubiese existido él; o, mejor dicho, ella con él. ¿Existía el mundo antes de que se conocieran? ¡Toda la vida el uno junto al otro! Pero ahora él ya no estaba. ¿Por qué se había ido, dejándola sola? Pero no, no se había ido. Morir no es irse.La mujer se levantó de la mecedora, que volvió a crujir, abrió la consola y escuchó la canción una vez más:

La última vez que vi París

era su corazón ardiente y cálido.

Múdenlo ya como quisieren:

en mí estará como lo vi.

¿Por qué le gustaba tanto aquella canción de su juventud, si nunca había estado en París? Leía el francés, porque lo había estudiado siendo niña, pero nunca había estado en París. Entonces, ¿por qué?

La mujer miraba atentamente la primera foto; mejor dicho, recordaba intensamente la primera foto, y luego, dando un salto visual, se concentraba en la última. Entre una y otra había cincuenta y cinco años de distancia. ¡Cómo pasó el tiempo!

Una vez, su hijo señaló con el dedo el último cuadro mientras decía riendo a uno de sus amigos:

-Éste era papá. Como puedes ver, ante la genética no hay nada que hacer. La calvicie me viene por herencia, y cuando viene por herencia no hay champú que valga. Por eso ya he dejado de intentarlo…

Y la mujer, que lo escuchaba, se limitó también ella a sonreír. ¿De veras su marido estaba calvo? No podía recordarlo; no podía creerlo. ¿Calvo, él? Si lo estuvo, ella nunca se dio cuenta. Para ella, su marido era el joven delgado de la primera foto. No lo notó envejecer. ¿En qué estuvo pensando todo ese tiempo que no lo vio envejecer?

Tal vez por eso le gustaba aquella canción; porque decía: Múdenlo ya como quisieren: en mí estará como lo vi.

No, no vemos envejecer a los que amamos. En nuestra memoria están y estarán siempre como cuando los vimos por primera vez.


La mujer, que no se había modernizado, que no sabía que hoy existen maneras mucho más sencillas de escuchar música, levantó la tapa de la consola –una consola de caoba, vieja como ella- y colocó con cuidado la aguja en el acetato, que se puso a girar a una velocidad vertiginosa, mareadora.

Madre –solía decirle su hija cuando los sábados por la tarde venía a visitarla-, vende al chacharero este trasto inútil. Yo te compraré en mi próxima quincena un lector de discos compactos. ¿Qué te parece? ¿Aceptas el trato?

Pero sólo lo decía; en realidad, con su hija todo quedaba en promesas. Luego ésta se marchaba y la mujer se quedaba sola otra vez. Cada vez salía menos; cada vez recordaba más.

El disco, al girar, hacía un ruido extraño, y además había partes en que estaba ya un poco rayado. Con todo, la mujer se puso a escuchar aquella voz francesa y un poco gangosa por el tiempo (claro, lo hacía en francés, aunque nosotros lo pondremos en español):

La última vez que vi París

era su corazón alegre y cálido;

oí la risa de su corazón

en cada café callejero.

La última vez que vi París

los árboles lucían para la primavera:

debajo de los árboles vagaban los amantes,

los pájaros hallaban canciones que cantar…

La última vez que vi París

era su corazón ardiente y cálido.

Múdenlo ya como quisieren:

en mí estará como lo vi.

La mujer escuchó la canción varias veces y luego volvió a cerrar la consola con el mismo cuidado con que se cierra el cofre del tesoro. En la penumbra sus ojos brillaban. ¿Estaría llorando, tal vez? ¿Qué mundos ya desaparecidos evocaba la letra de aquella canción?

Se sentó en la mecedora, que crujió amablemente –quizá era la manera en que saludaba a su amiga- y se quedó contemplando los cuadros de las paredes. Desde la lejanía ya no podía distinguirlos, pero para eso precisamente estaba la memoria. Conocía el lugar que ocupaba cada uno en aquella galería doméstica.

Ella y su marido, jóvenes ambos, tomados de la mano, miraban hacia la cámara esbozando su mejor sonrisa; ella y su marido vestidos de novios, uno de negro y la otra de blanco; su marido y ella con un niño pequeño en los brazos; ella y su marido, cada uno cargando a un niño; ella y su marido rodeados por dos jóvenes –un varón y una mujercita- de rostros resplandecientes; por último, su marido y ella cincuenta años después de la segunda foto.

Ella y su marido. Siempre habían estado juntos. La mujer no puede recordar una época en la que no hubiese existido él; o, mejor dicho, ella con él. ¿Existía el mundo antes de que se conocieran? ¡Toda la vida el uno junto al otro! Pero ahora él ya no estaba. ¿Por qué se había ido, dejándola sola? Pero no, no se había ido. Morir no es irse.La mujer se levantó de la mecedora, que volvió a crujir, abrió la consola y escuchó la canción una vez más:

La última vez que vi París

era su corazón ardiente y cálido.

Múdenlo ya como quisieren:

en mí estará como lo vi.

¿Por qué le gustaba tanto aquella canción de su juventud, si nunca había estado en París? Leía el francés, porque lo había estudiado siendo niña, pero nunca había estado en París. Entonces, ¿por qué?

La mujer miraba atentamente la primera foto; mejor dicho, recordaba intensamente la primera foto, y luego, dando un salto visual, se concentraba en la última. Entre una y otra había cincuenta y cinco años de distancia. ¡Cómo pasó el tiempo!

Una vez, su hijo señaló con el dedo el último cuadro mientras decía riendo a uno de sus amigos:

-Éste era papá. Como puedes ver, ante la genética no hay nada que hacer. La calvicie me viene por herencia, y cuando viene por herencia no hay champú que valga. Por eso ya he dejado de intentarlo…

Y la mujer, que lo escuchaba, se limitó también ella a sonreír. ¿De veras su marido estaba calvo? No podía recordarlo; no podía creerlo. ¿Calvo, él? Si lo estuvo, ella nunca se dio cuenta. Para ella, su marido era el joven delgado de la primera foto. No lo notó envejecer. ¿En qué estuvo pensando todo ese tiempo que no lo vio envejecer?

Tal vez por eso le gustaba aquella canción; porque decía: Múdenlo ya como quisieren: en mí estará como lo vi.

No, no vemos envejecer a los que amamos. En nuestra memoria están y estarán siempre como cuando los vimos por primera vez.