/ domingo 31 de marzo de 2019

La sabiduría de los proverbios

Un gran amigo mío, casado y con tres hijas todavía pequeñas, se encontró un día perdidamente de una mujer que, por supuesto, no era la suya. Yo vi con mis propios ojos cómo esta mujer se le acercaba, le sonreía y le parpadeaba. Pero mi amigo, que es un ingenuo rematado, pareció al principio no darse cuenta de nada.

Yo le decía:

-Cuidado, Israel. Sobre todo, ten mucho cuidado.

Él, entonces, movía la cabeza y se limitaba a preguntarme:

-¿Cómo crees? Es solamente una amiga. Además, es muy simpática. ¿Te das cuenta de cómo le cae en gracia todo lo que digo, sandeces y tonterías incluidas?

Todos los sábados, a fin de mantenerse en forma, Israel jugaba al fútbol americano en uno de los parques de nuestra ciudad. Y ella –es decir, la otra- iba también al parque para verlo jugar, y le aplaudía, y agitaba su gorra, y le dedicaba entusiastas ovaciones desde las gradas agitando un pañuelo rojo. A mí no me gustaba nada verla revolotear en torno suyo con tanta insistencia y, preocupado, le volví a decir:

-Cuidado, Israel. Sobre todo, ten mucho cuidado.

Pero él, en esta ocasión, ya no me preguntó nada; no me dijo, como en otro tiempo: “¿Cómo crees?”. Ahora se ponía a la defensiva:

-Sí, ya sé que te molesta verla aquí. Pero por lo menos ella viene a verme jugar. ¡En cambio mi mujer!... ¿Sabes a lo que se dedica los sábados por la mañana? Te lo diré: se dedica a dormir.

Y así fue, más o menos, como la relación de Israel con la otra fue estrechándose cada vez más. Alguna vez hasta los vi salir juntos de un café, y en varias ocasiones descubrí a mi amigo agazapado en un rincón enviando misteriosos mensajes desde su teléfono celular. Como un niño que no quiere que lo pillen en alguna travesura, así se portaba él: se escondía para oprimir las teclas de su teléfono y, cuando éste sonaba, él se iba corriendo al baño o a algún otro lugar. Antes contestaba delante de cualquiera; ahora, en cambio, hablaba en voz baja, cual si susurrase, y tomaba sus distancias. Yo lo veía sonreír a través de los cristales, pegar brinquitos de felicidad y hablar de la manera más melosa del mundo –cosa ésta, por otra parte, bastante inusual en él, pues su temperamento es más bien brusco y un tanto gélido-.

Yo, alarmado, le volví a decir:

-Yo no sé si con quien hablabas hace un momento era tu mujer o no, pero espero de todo corazón que lo fuera. ¡Israel, ten cuidado con el corazón! No te permitas a ti mismo enamorarte de otra que no sea tu esposa.

Él bajaba la cabeza y no decía nada. Pues, como éramos amigos, no ignoraba que lo había descubierto. ¿Cómo podía engañarme a mí? Podía perfectamente engañar a otros, pero no a mí. Ya desde los tiempos de Aristóteles es bien sabido que los amigos son como dos almas en un cuerpo, o como dos mitades de una misma alma. ¿Cómo iba a engañarme a mí tratando de convencerme que las cosas estaban bien? ¡Yo sabía que no lo estaban o, si no lo sabía, lo presentía!

Pasado el tiempo, Israel ya no me hablaba por teléfono, como hacía antes. En otra época, no había semana en que no recibiera por lo menos una llamada suya; ahora pasaban los meses y no sabía nada de él. Entonces yo tomé la iniciativa y me puse a buscarlo, hasta que lo encontré.

-¡Qué milagro! –le dije; pero no era una pregunta, no: era más bien un reproche.

-Lo mismo digo yo. ¡Qué milagro! ¿Dónde te habías metido que no te dejabas encontrar? –respondió él.

-Yo he estado donde siempre. ¿Y tú?

-He andado por ahí –dijo.

-Así respondió el diablo a Dios en el libro de Job: “Andaba por ahí, dándole la vuelta al mundo”. ¿No has leído el libro de Job?

Israel sonrió. Pero no era su sonrisa de siempre. Ahora era una sonrisa tímida, afectada, nerviosa, crispada. Luego se puso serio, espantosamente serio.

-¿Te has enamorado de ella, verdad?

-Y tú –respondió él-, ¿podrías dejar de meterte en mi vida? ¡Ya no soy un niño, y además sé lo que hago!

-De acuerdo –dije-. Pero no te olvides de que tienes una esposa y tres hijas y que…

-¿Podrías callarte de una maldita vez?

-De acuerdo, me callo ya.

Y desde entonces sigo callado. No he vuelto a hablar con Israel. No sé qué es de su vida, y mucho menos si algún día, alguna vez, volveremos a ser los amigos que fuimos.

“Deja amar al que ama, porque, si tú le dices que deje de amar a lo que ama, él seguirá amando a lo que ama y a ti te odiará”. Así reza un proverbio que don Julio C. Acerete jura y perjura en uno de sus libros que pertenece a la cultura africana. Yo no sé si pertenezca a la cultura africana o no, pero, sea de donde fuere, se trata de un proverbio bastante sabio.

¿Era mi deber decirle a Israel que estaba obrando mal? Bien, se lo dije. Pero con el doloroso resultado de que una amistad tan vieja como la nuestra se ha ido al garete. Con lo que queda demostrado que los africanos –en el caso de que hayan sido ellos- no estaban tan equivocados al hablar como lo hicieron.

Un gran amigo mío, casado y con tres hijas todavía pequeñas, se encontró un día perdidamente de una mujer que, por supuesto, no era la suya. Yo vi con mis propios ojos cómo esta mujer se le acercaba, le sonreía y le parpadeaba. Pero mi amigo, que es un ingenuo rematado, pareció al principio no darse cuenta de nada.

Yo le decía:

-Cuidado, Israel. Sobre todo, ten mucho cuidado.

Él, entonces, movía la cabeza y se limitaba a preguntarme:

-¿Cómo crees? Es solamente una amiga. Además, es muy simpática. ¿Te das cuenta de cómo le cae en gracia todo lo que digo, sandeces y tonterías incluidas?

Todos los sábados, a fin de mantenerse en forma, Israel jugaba al fútbol americano en uno de los parques de nuestra ciudad. Y ella –es decir, la otra- iba también al parque para verlo jugar, y le aplaudía, y agitaba su gorra, y le dedicaba entusiastas ovaciones desde las gradas agitando un pañuelo rojo. A mí no me gustaba nada verla revolotear en torno suyo con tanta insistencia y, preocupado, le volví a decir:

-Cuidado, Israel. Sobre todo, ten mucho cuidado.

Pero él, en esta ocasión, ya no me preguntó nada; no me dijo, como en otro tiempo: “¿Cómo crees?”. Ahora se ponía a la defensiva:

-Sí, ya sé que te molesta verla aquí. Pero por lo menos ella viene a verme jugar. ¡En cambio mi mujer!... ¿Sabes a lo que se dedica los sábados por la mañana? Te lo diré: se dedica a dormir.

Y así fue, más o menos, como la relación de Israel con la otra fue estrechándose cada vez más. Alguna vez hasta los vi salir juntos de un café, y en varias ocasiones descubrí a mi amigo agazapado en un rincón enviando misteriosos mensajes desde su teléfono celular. Como un niño que no quiere que lo pillen en alguna travesura, así se portaba él: se escondía para oprimir las teclas de su teléfono y, cuando éste sonaba, él se iba corriendo al baño o a algún otro lugar. Antes contestaba delante de cualquiera; ahora, en cambio, hablaba en voz baja, cual si susurrase, y tomaba sus distancias. Yo lo veía sonreír a través de los cristales, pegar brinquitos de felicidad y hablar de la manera más melosa del mundo –cosa ésta, por otra parte, bastante inusual en él, pues su temperamento es más bien brusco y un tanto gélido-.

Yo, alarmado, le volví a decir:

-Yo no sé si con quien hablabas hace un momento era tu mujer o no, pero espero de todo corazón que lo fuera. ¡Israel, ten cuidado con el corazón! No te permitas a ti mismo enamorarte de otra que no sea tu esposa.

Él bajaba la cabeza y no decía nada. Pues, como éramos amigos, no ignoraba que lo había descubierto. ¿Cómo podía engañarme a mí? Podía perfectamente engañar a otros, pero no a mí. Ya desde los tiempos de Aristóteles es bien sabido que los amigos son como dos almas en un cuerpo, o como dos mitades de una misma alma. ¿Cómo iba a engañarme a mí tratando de convencerme que las cosas estaban bien? ¡Yo sabía que no lo estaban o, si no lo sabía, lo presentía!

Pasado el tiempo, Israel ya no me hablaba por teléfono, como hacía antes. En otra época, no había semana en que no recibiera por lo menos una llamada suya; ahora pasaban los meses y no sabía nada de él. Entonces yo tomé la iniciativa y me puse a buscarlo, hasta que lo encontré.

-¡Qué milagro! –le dije; pero no era una pregunta, no: era más bien un reproche.

-Lo mismo digo yo. ¡Qué milagro! ¿Dónde te habías metido que no te dejabas encontrar? –respondió él.

-Yo he estado donde siempre. ¿Y tú?

-He andado por ahí –dijo.

-Así respondió el diablo a Dios en el libro de Job: “Andaba por ahí, dándole la vuelta al mundo”. ¿No has leído el libro de Job?

Israel sonrió. Pero no era su sonrisa de siempre. Ahora era una sonrisa tímida, afectada, nerviosa, crispada. Luego se puso serio, espantosamente serio.

-¿Te has enamorado de ella, verdad?

-Y tú –respondió él-, ¿podrías dejar de meterte en mi vida? ¡Ya no soy un niño, y además sé lo que hago!

-De acuerdo –dije-. Pero no te olvides de que tienes una esposa y tres hijas y que…

-¿Podrías callarte de una maldita vez?

-De acuerdo, me callo ya.

Y desde entonces sigo callado. No he vuelto a hablar con Israel. No sé qué es de su vida, y mucho menos si algún día, alguna vez, volveremos a ser los amigos que fuimos.

“Deja amar al que ama, porque, si tú le dices que deje de amar a lo que ama, él seguirá amando a lo que ama y a ti te odiará”. Así reza un proverbio que don Julio C. Acerete jura y perjura en uno de sus libros que pertenece a la cultura africana. Yo no sé si pertenezca a la cultura africana o no, pero, sea de donde fuere, se trata de un proverbio bastante sabio.

¿Era mi deber decirle a Israel que estaba obrando mal? Bien, se lo dije. Pero con el doloroso resultado de que una amistad tan vieja como la nuestra se ha ido al garete. Con lo que queda demostrado que los africanos –en el caso de que hayan sido ellos- no estaban tan equivocados al hablar como lo hicieron.