/ domingo 28 de abril de 2019

La pedagogía de los antiguos

¡Qué grave era el señor conde de Châteaubriand! ¡Qué majestuoso lucía en cada uno de sus movimientos! Su sola presencia intimidaba a todos los de la casa y, cuando se marchaba por fin a sus habitaciones o a otro lugar, a cierta hora de la noche, siempre la misma, todos suspiraban aliviados.

“Cuando el reloj del castillo daba las diez –confiesa su hijo, el célebre vizconde François-René de Châteaubriand (1768-1848)-, mi padre hacía alto, como si detuviera sus pasos el mismo resorte que levantaba el martillo del reloj; sacaba en seguida el suyo de la faltriquera, le daba cuerda, cogía un enorme candelero de plata en el cual ardía una gran bujía, entraba un momento en la torrecilla del oeste, volvía después con el candelero en la mano y se dirigía a su dormitorio, que, como hemos dicho, estaba en la torrecilla del este. Lucila –mi hermana- y yo salíamos a su encuentro y le abrazábamos dándole las buenas noches; inclinaba hacia nosotros su enjuta mejilla sin responder ni una sola palabra; continuaba su marcha y se retiraba a la torre, cuyas puertas oíamos cerrar detrás de él. El hechizo se rompía entonces; mi madre, mi hermana y yo, transformados en estatuas por la presencia de mi padre, recobrábamos las funciones de la vida. Los primeros efectos de nuestro desencantamiento se manifestaba por un turbión de palabras: si el silencio nos había oprimido, también se lo hacíamos pagar caro”.

El castillo del que habla nuestro autor era una construcción antiquísima, silenciosa y sombría, y para que nos hagamos una idea, aunque sea somera y mínima, de las colosales dimensiones de la vieja fortaleza, hace al punto la siguiente observación:

“Habitábamos el castillo de Combourg cuatro individuos de la familia: mi padre, mi madre, mi hermana y yo. Una cocinera, una doncella, dos lacayos y un cochero componían toda la servidumbre; en un rincón de las caballerizas estaban atadas dos yeguas viejas y un perro de caza. Estos doce seres vivientes desaparecían en una residencia en la cual estarían muy anchos cien caballeros con sus damas, sus escuderos, sus lacayos y sus palafrenes, más la jauría de perros del rey Dagoberto”.

El castillo, ya lo dijimos, además de inmenso, era oscuro. De noche todo crujía, y por la madrugada nuestro escritor, cuando era niño, tuvo que acostumbrarse a convivir con las sombras y los ruidos extraños. De día escuchaba de los campesinos todo tipo de leyendas acerca de fantasmas y aparecidos que merodeaban la mansión; y, por si esto fuera poco, su señor padre le había ordenado que montara su cuarto en una torre, lejos de todos y a una distancia infinita del único ser que podía protegerlo del espanto en el regazo: su madre.

“Antes de retirarme, me hacían mirar debajo de las camas y detrás de las puertas, y registrar las chimeneas, los pasadizos y los corredores inmediatos. Todas las tradiciones del castillo, referentes a espectros y ladrones, se les venían a la memoria. Los habitantes de la aldea –dice- estaban muy persuadidos de que un cierto conde de Combourg, que tenía una pierna de palo y que había muerto hacía tres siglos, se aparecía en determinadas épocas, y de que lo habían encontrado en la gran escalera de la torrecilla; su pierna de palo se paseaba sola, y algunas veces acompañada de un gato negro.

“Estas consejas se referían al tiempo de acostarse mi madre y mi hermana, las cuales se metían en la cama muertas de miedo; yo me retiraba a lo alto de mi torreón; la cocinera entraba en la torre grande y los criados bajaban a su subterráneo…

“Relegado al sitio más desierto del edificio, próximo a la abertura de las galerías, no perdía ni el más imperceptible murmullo de las tinieblas. El zumbido del viento se parecía algunas veces al ruido que producirían los precipitados pasos de una persona, y podía confundirse otras con lastimeros ayes; de repente, y cuando estaba más descuidado, crujía con violencia la puerta de mi aposento, y exhalaban los subterráneos profundos gemidos; poco después iban expirando gradualmente todos estos rumores, para volver a empezar de nuevo…

“La tenacidad del conde de Châteaubriand en obligar a un muchacho a dormir solo en lo alto de una torre podía tener sus inconvenientes; pero esto redundó, por el contrario, en provecho mío. Aquella manera violenta de tratarme me dio el valor de un hombre sin quitarme esa sensibilidad de la imaginación de la cual se quiere privar en la actualidad a los jóvenes. En lugar de tratar de convencerme de que no había aparecidos, se me obligó a desafiarlos. Cuando mi padre me decía con una sonrisa irónica: ‘¿Tendrá miedo por ventura el caballero?’, hubiera sido capaz de acostarme con un muerto. Cuando mi excelente madre me decía con dulzura: ‘Hijo mío, nada sucede en el mundo sin el permiso de Dios; por consiguiente, siendo buen cristiano nada tenéis que temer de los malos espíritus’, me tranquilizaba mejor que podrían hacerlo todos los argumentos de la filosofía”.

He aquí el método de los antiguos para erradicar los miedos: En lugar de convencerme de que no había espectros, se me obligó a desafiarlos. ¿Era un método demasiado inhumano? ¿Era, como se dice hoy, traumatizante o acaso cavernícola? ¿O era, pese a todos los argumentos contrarios, bueno en el fondo? Por lo menos a Châteaubriand los miedos se le quitaron: eso es lo que dice, y no juzga a su padre por haber obrado como obró.

Pero yo lanzo la piedra y escondo la mano. Júzguelo por sí mismo el lector.

¡Qué grave era el señor conde de Châteaubriand! ¡Qué majestuoso lucía en cada uno de sus movimientos! Su sola presencia intimidaba a todos los de la casa y, cuando se marchaba por fin a sus habitaciones o a otro lugar, a cierta hora de la noche, siempre la misma, todos suspiraban aliviados.

“Cuando el reloj del castillo daba las diez –confiesa su hijo, el célebre vizconde François-René de Châteaubriand (1768-1848)-, mi padre hacía alto, como si detuviera sus pasos el mismo resorte que levantaba el martillo del reloj; sacaba en seguida el suyo de la faltriquera, le daba cuerda, cogía un enorme candelero de plata en el cual ardía una gran bujía, entraba un momento en la torrecilla del oeste, volvía después con el candelero en la mano y se dirigía a su dormitorio, que, como hemos dicho, estaba en la torrecilla del este. Lucila –mi hermana- y yo salíamos a su encuentro y le abrazábamos dándole las buenas noches; inclinaba hacia nosotros su enjuta mejilla sin responder ni una sola palabra; continuaba su marcha y se retiraba a la torre, cuyas puertas oíamos cerrar detrás de él. El hechizo se rompía entonces; mi madre, mi hermana y yo, transformados en estatuas por la presencia de mi padre, recobrábamos las funciones de la vida. Los primeros efectos de nuestro desencantamiento se manifestaba por un turbión de palabras: si el silencio nos había oprimido, también se lo hacíamos pagar caro”.

El castillo del que habla nuestro autor era una construcción antiquísima, silenciosa y sombría, y para que nos hagamos una idea, aunque sea somera y mínima, de las colosales dimensiones de la vieja fortaleza, hace al punto la siguiente observación:

“Habitábamos el castillo de Combourg cuatro individuos de la familia: mi padre, mi madre, mi hermana y yo. Una cocinera, una doncella, dos lacayos y un cochero componían toda la servidumbre; en un rincón de las caballerizas estaban atadas dos yeguas viejas y un perro de caza. Estos doce seres vivientes desaparecían en una residencia en la cual estarían muy anchos cien caballeros con sus damas, sus escuderos, sus lacayos y sus palafrenes, más la jauría de perros del rey Dagoberto”.

El castillo, ya lo dijimos, además de inmenso, era oscuro. De noche todo crujía, y por la madrugada nuestro escritor, cuando era niño, tuvo que acostumbrarse a convivir con las sombras y los ruidos extraños. De día escuchaba de los campesinos todo tipo de leyendas acerca de fantasmas y aparecidos que merodeaban la mansión; y, por si esto fuera poco, su señor padre le había ordenado que montara su cuarto en una torre, lejos de todos y a una distancia infinita del único ser que podía protegerlo del espanto en el regazo: su madre.

“Antes de retirarme, me hacían mirar debajo de las camas y detrás de las puertas, y registrar las chimeneas, los pasadizos y los corredores inmediatos. Todas las tradiciones del castillo, referentes a espectros y ladrones, se les venían a la memoria. Los habitantes de la aldea –dice- estaban muy persuadidos de que un cierto conde de Combourg, que tenía una pierna de palo y que había muerto hacía tres siglos, se aparecía en determinadas épocas, y de que lo habían encontrado en la gran escalera de la torrecilla; su pierna de palo se paseaba sola, y algunas veces acompañada de un gato negro.

“Estas consejas se referían al tiempo de acostarse mi madre y mi hermana, las cuales se metían en la cama muertas de miedo; yo me retiraba a lo alto de mi torreón; la cocinera entraba en la torre grande y los criados bajaban a su subterráneo…

“Relegado al sitio más desierto del edificio, próximo a la abertura de las galerías, no perdía ni el más imperceptible murmullo de las tinieblas. El zumbido del viento se parecía algunas veces al ruido que producirían los precipitados pasos de una persona, y podía confundirse otras con lastimeros ayes; de repente, y cuando estaba más descuidado, crujía con violencia la puerta de mi aposento, y exhalaban los subterráneos profundos gemidos; poco después iban expirando gradualmente todos estos rumores, para volver a empezar de nuevo…

“La tenacidad del conde de Châteaubriand en obligar a un muchacho a dormir solo en lo alto de una torre podía tener sus inconvenientes; pero esto redundó, por el contrario, en provecho mío. Aquella manera violenta de tratarme me dio el valor de un hombre sin quitarme esa sensibilidad de la imaginación de la cual se quiere privar en la actualidad a los jóvenes. En lugar de tratar de convencerme de que no había aparecidos, se me obligó a desafiarlos. Cuando mi padre me decía con una sonrisa irónica: ‘¿Tendrá miedo por ventura el caballero?’, hubiera sido capaz de acostarme con un muerto. Cuando mi excelente madre me decía con dulzura: ‘Hijo mío, nada sucede en el mundo sin el permiso de Dios; por consiguiente, siendo buen cristiano nada tenéis que temer de los malos espíritus’, me tranquilizaba mejor que podrían hacerlo todos los argumentos de la filosofía”.

He aquí el método de los antiguos para erradicar los miedos: En lugar de convencerme de que no había espectros, se me obligó a desafiarlos. ¿Era un método demasiado inhumano? ¿Era, como se dice hoy, traumatizante o acaso cavernícola? ¿O era, pese a todos los argumentos contrarios, bueno en el fondo? Por lo menos a Châteaubriand los miedos se le quitaron: eso es lo que dice, y no juzga a su padre por haber obrado como obró.

Pero yo lanzo la piedra y escondo la mano. Júzguelo por sí mismo el lector.