/ domingo 8 de diciembre de 2019

La palabra dada


¿Qué es lo que sucede cuando nos enojamos con alguien? Ha habido entre nosotros, por ejemplo, un malentendido, una fidelidad traicionada, una confianza defraudada. Todo parecía ir muy bien en nuestra amistad y, sin embargo, algo pasó que vino a dar al traste con todo. Ahora bien, cuando esto ocurre, casi como por un acuerdo unánime, dejamos de hablarnos.

-¿Hoy no invitaste a comer a Pedro? –pregunta la madre a su hijo. Como es lunes, y los lunes Pedro siempre viene a casa porque su mamá trabaja hasta muy tarde, la pregunta era inevitable.

-No le hablo a Pedro –responde el niño-. Nos hemos disgustado.

-¡Ah! –dice la madre.

¡Bien que sabemos lo que vale nuestra palabra, puesto que la negamos! No obstante, aquí surge un problema, un arduo problema, y es éste: ¿tenemos derecho a negar nuestra palabra? Para responder a esta cuestión, compleja de por sí, la ética casi no nos sirve de nada: es preciso recurrir a la teología.

Hay, frente a mi casa, un vecino al que no le hablo. No me cae bien y, además, en una junta de colonos –como se las llama- nos la pasamos contradiciéndonos el uno al otro. ¡No quiero hablarle de ninguna manera! Pero, ¿tengo derecho a ello? Hace tiempo creía que sí; ahora no estoy tan seguro. Y todo porque un día me puse a cavilar sobre este intrincado asunto: día en que, durante la Misa, un diácono proclamó desde el ambón el siguiente fragmento del Evangelio de Juan:

Al principio ya existía la Palabra,

y la Palabra estaba con Dios,

y la Palabra era Dios:

ella, al principio, estaba con Dios.

Mediante ella se hizo todo;

sin ella no se hizo nada de lo hecho.

En ella estaba la vida,

y esa vida era la luz de los hombres;

esa luz brilla en las tinieblas

y las tinieblas no la han comprendido…

En el mundo estuvo

y, aunque el mundo se hizo por medio de ella,

el mundo no la conoció.

Vino a su casa,

pero los suyos no la recibieron.

Pero a los que la recibieron

los hizo capaces de ser hijos de Dios (1, 1-5; 10-12).

Dios, dice la teología católica, pronuncia eternamente su Palabra. Dios no es un Dios solitario, sino un Dios comunitario. Y porque hemos sido hechos a imagen y semejanza suya, nosotros, los hombres, aunque no pronunciamos la Palabra que Dios pronuncia, sí pronunciamos palabras. Las palabras nos fueron dadas no para que nos las guardemos, sino para que las digamos y, así, pasemos de la soledad a la comunidad. Los hombres pudimos ladrar como los perros, pero en vez de ladrar hablamos.

Y, por lo demás, ¿no dijo Dios desde el principio que no es bueno que el hombre esté solo? ¿Y por qué no es bueno que esté solo? Porque Él, sencillamente, no lo está. Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La soledad absoluta es mala absolutamente. Por eso, para romperla o ya por lo menos para atemperarla, nos han sido dadas las palabras. Dios es relación y quiere que el hombre –la criatura que más se parece a Él- se relacione también. Quiere que con las palabras –como dijo el zorro al Principito- haga esa cosa tan olvidada que consiste en crear lazos.

Al meditar sobre el prólogo del Evangelio de San Juan –ese mismo que hemos transcrito hace apenas unos párrafos-, escribió en su diario el filósofo danés Sören Kierkegaard (1813-1855): “Para que se pueda tener verdaderamente fe en alguien, es necesario que éste nos dé su palabra. Ahora bien, Dios nos ha dado su Palabra. Cristo es la Palabra”.

Es evidente que el pensador juega aquí con el sentido de las frases. ¿Dar la palabra no significa, en el lenguaje de todos los días, comprometerse? Si esto es así, entonces, al darnos su Palabra –es decir, a su Hijo, el Verbo de verdad- Dios se ha comprometido con la humanidad. Pero la cita de Kierkegaard se presta también a esta otra interpretación: puesto que Dios nos ha dado su Palabra –y nos la ha dado para siempre-, entonces ha querido entablar con nosotros un diálogo. Él, por decirlo así, ha hablado primero para que le respondamos. Esto quiere decir que Dios, puesto que nos da su palabra, nos habla. ¿Y yo no voy a hablarle a mi vecino? Si Dios me da su Palabra, ¿yo he de negar mis palabras?

A la vista de cuanto hemos dicho hasta aquí, dar una palabra es mucho mejor y más valioso que dar un billete o que un cheque. O dicho de otra manera: lo mejor que podemos dar a los otros es nuestra palabra. Cuando hablamos –es decir, cuando pronunciamos una palabra y la ofrecemos como un don-, sólo entonces nos parecemos realmente a Dios, que no se ha quedado callado y nos ha dado su Palabra.

Y si nuestras palabras se asemejan aunque sea un poco a la Palabra que Dios pronuncia, mejor que mejor. Para que esto suceda, cuidemos que nuestras palabras sean cálidas, sean suaves, sean verdaderas. ¿No dijo Aquel que es la Palabra que había venido para que tuviéramos vida y vida en abundancia? ¡Bien, cuidemos entonces que nuestras palabras produzcan el mismo efecto!



¿Qué es lo que sucede cuando nos enojamos con alguien? Ha habido entre nosotros, por ejemplo, un malentendido, una fidelidad traicionada, una confianza defraudada. Todo parecía ir muy bien en nuestra amistad y, sin embargo, algo pasó que vino a dar al traste con todo. Ahora bien, cuando esto ocurre, casi como por un acuerdo unánime, dejamos de hablarnos.

-¿Hoy no invitaste a comer a Pedro? –pregunta la madre a su hijo. Como es lunes, y los lunes Pedro siempre viene a casa porque su mamá trabaja hasta muy tarde, la pregunta era inevitable.

-No le hablo a Pedro –responde el niño-. Nos hemos disgustado.

-¡Ah! –dice la madre.

¡Bien que sabemos lo que vale nuestra palabra, puesto que la negamos! No obstante, aquí surge un problema, un arduo problema, y es éste: ¿tenemos derecho a negar nuestra palabra? Para responder a esta cuestión, compleja de por sí, la ética casi no nos sirve de nada: es preciso recurrir a la teología.

Hay, frente a mi casa, un vecino al que no le hablo. No me cae bien y, además, en una junta de colonos –como se las llama- nos la pasamos contradiciéndonos el uno al otro. ¡No quiero hablarle de ninguna manera! Pero, ¿tengo derecho a ello? Hace tiempo creía que sí; ahora no estoy tan seguro. Y todo porque un día me puse a cavilar sobre este intrincado asunto: día en que, durante la Misa, un diácono proclamó desde el ambón el siguiente fragmento del Evangelio de Juan:

Al principio ya existía la Palabra,

y la Palabra estaba con Dios,

y la Palabra era Dios:

ella, al principio, estaba con Dios.

Mediante ella se hizo todo;

sin ella no se hizo nada de lo hecho.

En ella estaba la vida,

y esa vida era la luz de los hombres;

esa luz brilla en las tinieblas

y las tinieblas no la han comprendido…

En el mundo estuvo

y, aunque el mundo se hizo por medio de ella,

el mundo no la conoció.

Vino a su casa,

pero los suyos no la recibieron.

Pero a los que la recibieron

los hizo capaces de ser hijos de Dios (1, 1-5; 10-12).

Dios, dice la teología católica, pronuncia eternamente su Palabra. Dios no es un Dios solitario, sino un Dios comunitario. Y porque hemos sido hechos a imagen y semejanza suya, nosotros, los hombres, aunque no pronunciamos la Palabra que Dios pronuncia, sí pronunciamos palabras. Las palabras nos fueron dadas no para que nos las guardemos, sino para que las digamos y, así, pasemos de la soledad a la comunidad. Los hombres pudimos ladrar como los perros, pero en vez de ladrar hablamos.

Y, por lo demás, ¿no dijo Dios desde el principio que no es bueno que el hombre esté solo? ¿Y por qué no es bueno que esté solo? Porque Él, sencillamente, no lo está. Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La soledad absoluta es mala absolutamente. Por eso, para romperla o ya por lo menos para atemperarla, nos han sido dadas las palabras. Dios es relación y quiere que el hombre –la criatura que más se parece a Él- se relacione también. Quiere que con las palabras –como dijo el zorro al Principito- haga esa cosa tan olvidada que consiste en crear lazos.

Al meditar sobre el prólogo del Evangelio de San Juan –ese mismo que hemos transcrito hace apenas unos párrafos-, escribió en su diario el filósofo danés Sören Kierkegaard (1813-1855): “Para que se pueda tener verdaderamente fe en alguien, es necesario que éste nos dé su palabra. Ahora bien, Dios nos ha dado su Palabra. Cristo es la Palabra”.

Es evidente que el pensador juega aquí con el sentido de las frases. ¿Dar la palabra no significa, en el lenguaje de todos los días, comprometerse? Si esto es así, entonces, al darnos su Palabra –es decir, a su Hijo, el Verbo de verdad- Dios se ha comprometido con la humanidad. Pero la cita de Kierkegaard se presta también a esta otra interpretación: puesto que Dios nos ha dado su Palabra –y nos la ha dado para siempre-, entonces ha querido entablar con nosotros un diálogo. Él, por decirlo así, ha hablado primero para que le respondamos. Esto quiere decir que Dios, puesto que nos da su palabra, nos habla. ¿Y yo no voy a hablarle a mi vecino? Si Dios me da su Palabra, ¿yo he de negar mis palabras?

A la vista de cuanto hemos dicho hasta aquí, dar una palabra es mucho mejor y más valioso que dar un billete o que un cheque. O dicho de otra manera: lo mejor que podemos dar a los otros es nuestra palabra. Cuando hablamos –es decir, cuando pronunciamos una palabra y la ofrecemos como un don-, sólo entonces nos parecemos realmente a Dios, que no se ha quedado callado y nos ha dado su Palabra.

Y si nuestras palabras se asemejan aunque sea un poco a la Palabra que Dios pronuncia, mejor que mejor. Para que esto suceda, cuidemos que nuestras palabras sean cálidas, sean suaves, sean verdaderas. ¿No dijo Aquel que es la Palabra que había venido para que tuviéramos vida y vida en abundancia? ¡Bien, cuidemos entonces que nuestras palabras produzcan el mismo efecto!