/ domingo 6 de septiembre de 2020

La obstinación

A sus diecinueve años de edad, Grazia Deledda (1871-1936), una jovencita provinciana bastante alejada de los círculos intelectuales del país en que nació (Italia).

Escribía su primera novela, a la que puso el siguiente título: Nell’azurro (es decir, En el azul). Pero ahora que estaba escrita, ¿qué iba a hacer con ella? La solución más práctica era encender una hoguera con los folios manuscritos; la solución más prudente era guardarlos en un cajón y dejarlos allí a que durmieran la eternidad. Pero no hizo nada de esto, sino que optó, al final, por la solución más ambiciosa de todas: la de enviarla a un editor. Ambiciosa, sí, y además ingenua, porque era entonces muy difícil –y lo es todavía hoy- que a un autor desconocido se le abrieran las puertas de una casa al primer toque de campanas; porque enviar un manuscrito cuesta, y aún costaba más cuando, sin Internet ni nada que se le pareciera, los paquetes circulaban mediante un sistema postal basado en la compra de estampillas que, por supuesto, costaban dinero, y ella no lo tenía. Hablando en tercera persona, cual si se tratase de otra, cuenta nuestra escritora cómo fue que se animó a tomar esta complicada resolución:

“No se sabe –escribe en su autobiografía- de qué manera llegaron hasta ella los periódicos ilustrados; quizás era Santus o el mismo Andrea (sus hermanos) quienes se los procuraban; el hecho es que entonces, en la capital, junto al aristocrático editor Sommaruga, había prosperado, desde obrero tipográfico, un editor popular que entre muchas publicaciones de mal gusto, publicaba algunas buenas, casi lindas, y sabía divulgarlas por los lugares más alejados de la península. También llegaban a casa de Cósima (o sea, a su propia casa); eran periódicos para chicos, revistas ligeras y bien presentadas, periódicos de variedades y de modas. La última moda, con sus figurines de mujer, constituía la alegría, el tormento o la corrupción de las muchachas. En las últimas páginas había siempre un cuentecillo, o novela, bien escrito, frecuentemente de una gran firma; pero no era esto sólo, sino que el director del periódico era un hombre de gusto, un poeta, un literato nobilísimo por aquellos tiempos… Y a nuestra Cósima se le metió en su cerrada pero intrépida cabeza mandar un cuentecillo al periódico de modas, con una cartita llena de graciosas manifestaciones, como, por ejemplo, la sumaria pintura de su vida, de su ambiente, de sus aspiraciones y, sobre todo, con fuertes y valientes promesas para asu porvenir literario”.

En fin, el editor recibió con gratitud aquel primer cuento –cosa verdaderamente inaudita-, y “hasta la animó a mandar nuevos trabajos”. O sea que todo iba muy bien. Cósima (es decir, Grazia) no dijo que no y a aquel primer cuento siguió luego esa novela cuyo título ya mencionamos al principio: Nell’azurro (1890). Las cartas de felicitación empiezan a llegar de todas partes; también llegan telegramas cordiales invitándola a escribir nuevas novelas, etcétera. Para decirlo ya, la fama, esa caprichosa señora de perfil severo, empezaba a hacer guiños desde la distancia a nuestra joven escritora, que no sabía cómo comportarse: si avergonzándose por su audacia o envaneciéndose por su triunfo.

Por lo pronto, la familia –como suele acontecer- empezó a ver a Grazia (es decir, a Cósima) con desconfianza. ¿Cómo era posible que una mujer se atreviera a escribir novelas y, peor aún que eso, novelas de amor? ¡Eso era el colmo! ¿Qué iban a decir de ella sus amigas, tías y vecinas? “Y he aquí que a las tías –sigue confesando Deledda-, a las dos viejas solteronas que no sabían leer y quemaban las páginas con las figuras de los pecadores y de las mujeres réprobas, precipitarse a la casa maldita, difundiendo el terror de sus críticas y los peores vaticinios. También se turbó Andrea; sus sueños sobre el porvenir de Cósima se velaban con vagos temores; de todos modos, consiguió de la hermana que no escribiría más historias de amor, tanto más que a su edad, con su poca experiencia en la materia, además de hacerla pasar por una mozuela precoz y corrompida, no podían ser del todo verosímiles”.

A la emoción siguió pronto, pues, la desilusión. Toda la familia estaba en su contra. Y, por si esto fuera poco, algún tiempo después recibió en su buzón, firmada por un crítico de reconocido prestigio, una nota maligna en la que la invitaba a cambiar la pluma por la escoba y la tinta por los detergentes, asegurándole que el mundo literario ganaría mucho con ello, y su casa también:

“Un día de mayo, cuando la primera embriaguez de su aventura literaria se había disipado para dar paso en ella al pesado desaliento, para colmo de desdichas le llega una larga crítica, manuscrita, de su pobre pero sincero trabajo; la novela, el cuento, hasta un tímido relato para chicos, todo lo veía truncado, y no con débil malicia, sino con vigorosos golpes de hacha; todo con lógica, con conciencia, todo reducido a astillas, buenas –concluía el crítico- para encender el fuego del horno donde la madre de Cósima cuece el pan. Vuelva, vuelva la grafómana chiquita a los límites del huerto paterno, para cultivar los claveles y las madreselvas; vuelva a hacer calceta, a subir agua, a crecer y esperar un buen marido, a prepararse para un saludable porvenir lleno de afectos familiares y de maternidad”… Al leer esta crítica malévola, Cósima llora. Y, además, ¿quién iba a quererla? “Pasó revista a todos los propietarios, a los médicos, a los abogados, a los empleados conocidos de ella. Pero todos estaban imbuídos del prejuicio de que no podía convertirse en una buena mujer quien sentía tal pasión hacia los libros”. Cuando se secó las lágrimas, decidió que seguiría escribiendo, a pesar de todo. Pierde toda esperanza de ser querida, pero no por eso deja la pluma.

Muchos, muchos años después de aquellas primeras lágrimas, en 1926, la Academia Sueca decidie otorgarle el Premio Nobel de Literatura.

¿Moraleja? Que la saque el inteligente lector.

A sus diecinueve años de edad, Grazia Deledda (1871-1936), una jovencita provinciana bastante alejada de los círculos intelectuales del país en que nació (Italia).

Escribía su primera novela, a la que puso el siguiente título: Nell’azurro (es decir, En el azul). Pero ahora que estaba escrita, ¿qué iba a hacer con ella? La solución más práctica era encender una hoguera con los folios manuscritos; la solución más prudente era guardarlos en un cajón y dejarlos allí a que durmieran la eternidad. Pero no hizo nada de esto, sino que optó, al final, por la solución más ambiciosa de todas: la de enviarla a un editor. Ambiciosa, sí, y además ingenua, porque era entonces muy difícil –y lo es todavía hoy- que a un autor desconocido se le abrieran las puertas de una casa al primer toque de campanas; porque enviar un manuscrito cuesta, y aún costaba más cuando, sin Internet ni nada que se le pareciera, los paquetes circulaban mediante un sistema postal basado en la compra de estampillas que, por supuesto, costaban dinero, y ella no lo tenía. Hablando en tercera persona, cual si se tratase de otra, cuenta nuestra escritora cómo fue que se animó a tomar esta complicada resolución:

“No se sabe –escribe en su autobiografía- de qué manera llegaron hasta ella los periódicos ilustrados; quizás era Santus o el mismo Andrea (sus hermanos) quienes se los procuraban; el hecho es que entonces, en la capital, junto al aristocrático editor Sommaruga, había prosperado, desde obrero tipográfico, un editor popular que entre muchas publicaciones de mal gusto, publicaba algunas buenas, casi lindas, y sabía divulgarlas por los lugares más alejados de la península. También llegaban a casa de Cósima (o sea, a su propia casa); eran periódicos para chicos, revistas ligeras y bien presentadas, periódicos de variedades y de modas. La última moda, con sus figurines de mujer, constituía la alegría, el tormento o la corrupción de las muchachas. En las últimas páginas había siempre un cuentecillo, o novela, bien escrito, frecuentemente de una gran firma; pero no era esto sólo, sino que el director del periódico era un hombre de gusto, un poeta, un literato nobilísimo por aquellos tiempos… Y a nuestra Cósima se le metió en su cerrada pero intrépida cabeza mandar un cuentecillo al periódico de modas, con una cartita llena de graciosas manifestaciones, como, por ejemplo, la sumaria pintura de su vida, de su ambiente, de sus aspiraciones y, sobre todo, con fuertes y valientes promesas para asu porvenir literario”.

En fin, el editor recibió con gratitud aquel primer cuento –cosa verdaderamente inaudita-, y “hasta la animó a mandar nuevos trabajos”. O sea que todo iba muy bien. Cósima (es decir, Grazia) no dijo que no y a aquel primer cuento siguió luego esa novela cuyo título ya mencionamos al principio: Nell’azurro (1890). Las cartas de felicitación empiezan a llegar de todas partes; también llegan telegramas cordiales invitándola a escribir nuevas novelas, etcétera. Para decirlo ya, la fama, esa caprichosa señora de perfil severo, empezaba a hacer guiños desde la distancia a nuestra joven escritora, que no sabía cómo comportarse: si avergonzándose por su audacia o envaneciéndose por su triunfo.

Por lo pronto, la familia –como suele acontecer- empezó a ver a Grazia (es decir, a Cósima) con desconfianza. ¿Cómo era posible que una mujer se atreviera a escribir novelas y, peor aún que eso, novelas de amor? ¡Eso era el colmo! ¿Qué iban a decir de ella sus amigas, tías y vecinas? “Y he aquí que a las tías –sigue confesando Deledda-, a las dos viejas solteronas que no sabían leer y quemaban las páginas con las figuras de los pecadores y de las mujeres réprobas, precipitarse a la casa maldita, difundiendo el terror de sus críticas y los peores vaticinios. También se turbó Andrea; sus sueños sobre el porvenir de Cósima se velaban con vagos temores; de todos modos, consiguió de la hermana que no escribiría más historias de amor, tanto más que a su edad, con su poca experiencia en la materia, además de hacerla pasar por una mozuela precoz y corrompida, no podían ser del todo verosímiles”.

A la emoción siguió pronto, pues, la desilusión. Toda la familia estaba en su contra. Y, por si esto fuera poco, algún tiempo después recibió en su buzón, firmada por un crítico de reconocido prestigio, una nota maligna en la que la invitaba a cambiar la pluma por la escoba y la tinta por los detergentes, asegurándole que el mundo literario ganaría mucho con ello, y su casa también:

“Un día de mayo, cuando la primera embriaguez de su aventura literaria se había disipado para dar paso en ella al pesado desaliento, para colmo de desdichas le llega una larga crítica, manuscrita, de su pobre pero sincero trabajo; la novela, el cuento, hasta un tímido relato para chicos, todo lo veía truncado, y no con débil malicia, sino con vigorosos golpes de hacha; todo con lógica, con conciencia, todo reducido a astillas, buenas –concluía el crítico- para encender el fuego del horno donde la madre de Cósima cuece el pan. Vuelva, vuelva la grafómana chiquita a los límites del huerto paterno, para cultivar los claveles y las madreselvas; vuelva a hacer calceta, a subir agua, a crecer y esperar un buen marido, a prepararse para un saludable porvenir lleno de afectos familiares y de maternidad”… Al leer esta crítica malévola, Cósima llora. Y, además, ¿quién iba a quererla? “Pasó revista a todos los propietarios, a los médicos, a los abogados, a los empleados conocidos de ella. Pero todos estaban imbuídos del prejuicio de que no podía convertirse en una buena mujer quien sentía tal pasión hacia los libros”. Cuando se secó las lágrimas, decidió que seguiría escribiendo, a pesar de todo. Pierde toda esperanza de ser querida, pero no por eso deja la pluma.

Muchos, muchos años después de aquellas primeras lágrimas, en 1926, la Academia Sueca decidie otorgarle el Premio Nobel de Literatura.

¿Moraleja? Que la saque el inteligente lector.