/ domingo 10 de marzo de 2019

La niña y la lluvia


La niña se ve triste. Casi llora porque es la mañana de su primera comunión y la iglesia está desierta. ¿Por qué tenía que llover precisamente hoy? ¡Y qué lluvia! Intensa, gélida, persistente. Ni una amiga, ni un compañerito han hecho su aparición en el templo; sólo el padre, la madre, la abuela, los padrinos, dos tías, las jóvenes del coro y yo, que la recibo en la puerta adivinando su dolor.

La niña recorre con la mirada el interior de la iglesia y quiere ahora sí llorar de veras. Sus padres me sonríen, como diciéndome: “Ya ve usted, no ha venido ninguna de las que ella esperaba. Es natural: con esta lluvia…”. ¡Y pensar que apenas dos días antes, cuando la cité para confesarla, la niña estaba radiante de felicidad!... Pero no. No quiero –ni voy a permitirlo- que ésta sea una fiesta triste. ¡Después de todo, es el día de su primera comunión! A como dé lugar debo hacerla sonreír, hacerla comprender. ¿Cómo explicarle que este aguacero que le ha echado a perder su fiesta es realmente una bendición de Dios?

Cuando termina el canto de entrada, ya desde el altar, le sonrío. Luego, a manera de monición introductoria, le digo:

-Ya sé que estás triste porque llueve. ¡Oh, no tienes que decírmelo! Se te ve en la cara. Te preguntas, tal vez, por qué hubo de llover de esta manera precisamente hoy. Pero, ¿sabes? Desde hace mucho tiempo estábamos pidiendo a Dios que nos mandara un poco de agua. El ganado, en el campo, se moría. Los campesinos estaban desesperados. Todos estábamos ya bastante inquietos. Y luego los meteorólogos… ¿Sabes lo que decían? Que éste iba a ser el año más seco de todo el siglo. Los presentadores, los conductores, los periodistas se entusiasmaban hablando –sí, se entusiasmaban, a mí no me engañan, porque para ellos una mala noticia es siempre una buena noticia- de sequías sin remedio y de otras desgracias. Pero, mira: a fin de cuentas, al mundo lo gobierna Dios, y estamos en sus manos. Nosotros los hombres podemos hablar de esto y lo otro, aventurar presagios, ensayar cálculos, pero es siempre Dios quien decide. ¿Y no es esto maravilloso, Estela?

“Cuando encendemos la televisión, ¿qué vemos? Una catástrofe tras otra. Yo, la otra noche, me puse a ver al señor López Dóriga, y puedo decirte que en menos de media hora estuve al borde de un colapso nervioso. Hablaba este santo señor de miles de hectáreas perdidas; de veinte decapitados en Veracruz o en alguna otra parte, ya no sé; de animales muertos; de un trasatlántico hundido en los mares italianos; del rebrote del virus H1N1; de los insultos con que los políticos se honran los unos a los otros; del crack de las economías europeas, de la hambruna en… Hasta que reaccioné, sacudí la cabeza y me dije a mí mismo: ‘Bueno, ¿esto es masoquismo, o qué es?’. No, Estela, ya no podemos ver la televisión con la misma serena despreocupación con que lo hacíamos hace algunas décadas. Antes nos distraíamos viéndola: era, para nosotros, como un recreo; ahora se ha convertido en una fuente de angustia y preocupación. A juzgar por lo que vemos en ella, vivimos en el peor de los mundos posibles. Y si esto es así, ¿cómo no querer morirnos de una vez por todas? Hoy se dice que vivimos en la era de la depresión, y yo lo creo. Pero habría que preguntarse cuánto tienen que ver en ello nuestros telediarios y noticieros. ¡Son tan pesimistas, tan horrendos! Ya en el siglo XVII, un gran predicador católico llamado Louis Bourdaloue (1632-1704) decía en uno de sus sermones: ‘He aquí lo que me parece bien culpable en la conducta del siglo: no se oye hablar más que de calamidades; parece que el cielo, irritado, ha hecho descender todos sus azotes sobre la tierra para desolarla. Todos hablan el mismo lenguaje, no hay sino quejas y lamentaciones’. Por lo que se ve, Estela, los tiempos no han cambiado mucho desde entonces.

“Pero supongamos que tú no ves los noticieros para no contaminar con el tufo la desgracia tu conciencia infantil. Cambias, pues, de canal y te pones a ver una novela. ¡Bien, resulta que ahora, para que te ofrezcan el final que te gustaría, tienes que llamar a un 01-900! ¿No es el colmo? Se le pregunta a la audiencia: ‘¿Quieres que maten a Federico por ser tan malo? Entonces, llama’. ‘Y si quieres que lo maten, ¿quién quieres que lo haga, y cómo? ¿Con una pistola o ahogándolo en una pileta? ¡Marca ya!’. Antes las novelas te las daban hechas, y el final te gustaba o no te gustaba. Pero resulta que ahora puedes escoger el que te gustaría, aunque para eso tengas que hacer un pequeño desembolso. ¿Qué vamos a hacerle si el mundo se ha convertido en un inmenso mercado? Pero, mira, éste es el secreto de los cristianos: nosotros sabemos que Dios es Padre y nunca nos abandonará. ¿Se decía que este año iba a ser el más seco del siglo? Bueno, eso decíamos nosotros, pero, como muy bien lo recalca la Escritura, los pensamientos de los hombres no son siempre los de Dios. Y, por lo demás, ¿no es maravilloso este Dios que con un solo movimiento de sus dedos desbarata en un segundo nuestras más lúgubres elucubraciones? Es que Dios es Padre, Estela. El mundo no anda a la deriva, aunque muchos piensen lo contrario. Y por eso, aunque no oigamos más que malas noticias en la televisión, no tenemos derecho a desesperarnos. Hoy los campesinos están felices. ¡Por fin ha llovido, y de una manera espléndida, sorprendente! En el campo la gente brinca de alegría. ¿Y tú vas a estar triste? Apenas ayer una señora se quejaba de que ‘esta maldita lluvia’ –así lo dijo, y yo la escuché- hubiese ensuciado su auto recién lavado. ¿No te parece egoísta? Pero nosotros no queremos parecernos a ella, ¿verdad que no? Bueno, pues vamos a alegrarnos tú y yo. Hoy hemos recibido un hermoso mensaje: que seguimos dependiendo del cielo, y que el cielo no se ha olvidado de este pequeño planeta en que vive una hermosa niña a la que Dios ama llamada Estela”. Bueno, para una monición ya era demasiado, de modo que me callé. Y lo que siguió fue un silencio feliz, porque Estela, mi querida Estela, ya no lloraba.


La niña se ve triste. Casi llora porque es la mañana de su primera comunión y la iglesia está desierta. ¿Por qué tenía que llover precisamente hoy? ¡Y qué lluvia! Intensa, gélida, persistente. Ni una amiga, ni un compañerito han hecho su aparición en el templo; sólo el padre, la madre, la abuela, los padrinos, dos tías, las jóvenes del coro y yo, que la recibo en la puerta adivinando su dolor.

La niña recorre con la mirada el interior de la iglesia y quiere ahora sí llorar de veras. Sus padres me sonríen, como diciéndome: “Ya ve usted, no ha venido ninguna de las que ella esperaba. Es natural: con esta lluvia…”. ¡Y pensar que apenas dos días antes, cuando la cité para confesarla, la niña estaba radiante de felicidad!... Pero no. No quiero –ni voy a permitirlo- que ésta sea una fiesta triste. ¡Después de todo, es el día de su primera comunión! A como dé lugar debo hacerla sonreír, hacerla comprender. ¿Cómo explicarle que este aguacero que le ha echado a perder su fiesta es realmente una bendición de Dios?

Cuando termina el canto de entrada, ya desde el altar, le sonrío. Luego, a manera de monición introductoria, le digo:

-Ya sé que estás triste porque llueve. ¡Oh, no tienes que decírmelo! Se te ve en la cara. Te preguntas, tal vez, por qué hubo de llover de esta manera precisamente hoy. Pero, ¿sabes? Desde hace mucho tiempo estábamos pidiendo a Dios que nos mandara un poco de agua. El ganado, en el campo, se moría. Los campesinos estaban desesperados. Todos estábamos ya bastante inquietos. Y luego los meteorólogos… ¿Sabes lo que decían? Que éste iba a ser el año más seco de todo el siglo. Los presentadores, los conductores, los periodistas se entusiasmaban hablando –sí, se entusiasmaban, a mí no me engañan, porque para ellos una mala noticia es siempre una buena noticia- de sequías sin remedio y de otras desgracias. Pero, mira: a fin de cuentas, al mundo lo gobierna Dios, y estamos en sus manos. Nosotros los hombres podemos hablar de esto y lo otro, aventurar presagios, ensayar cálculos, pero es siempre Dios quien decide. ¿Y no es esto maravilloso, Estela?

“Cuando encendemos la televisión, ¿qué vemos? Una catástrofe tras otra. Yo, la otra noche, me puse a ver al señor López Dóriga, y puedo decirte que en menos de media hora estuve al borde de un colapso nervioso. Hablaba este santo señor de miles de hectáreas perdidas; de veinte decapitados en Veracruz o en alguna otra parte, ya no sé; de animales muertos; de un trasatlántico hundido en los mares italianos; del rebrote del virus H1N1; de los insultos con que los políticos se honran los unos a los otros; del crack de las economías europeas, de la hambruna en… Hasta que reaccioné, sacudí la cabeza y me dije a mí mismo: ‘Bueno, ¿esto es masoquismo, o qué es?’. No, Estela, ya no podemos ver la televisión con la misma serena despreocupación con que lo hacíamos hace algunas décadas. Antes nos distraíamos viéndola: era, para nosotros, como un recreo; ahora se ha convertido en una fuente de angustia y preocupación. A juzgar por lo que vemos en ella, vivimos en el peor de los mundos posibles. Y si esto es así, ¿cómo no querer morirnos de una vez por todas? Hoy se dice que vivimos en la era de la depresión, y yo lo creo. Pero habría que preguntarse cuánto tienen que ver en ello nuestros telediarios y noticieros. ¡Son tan pesimistas, tan horrendos! Ya en el siglo XVII, un gran predicador católico llamado Louis Bourdaloue (1632-1704) decía en uno de sus sermones: ‘He aquí lo que me parece bien culpable en la conducta del siglo: no se oye hablar más que de calamidades; parece que el cielo, irritado, ha hecho descender todos sus azotes sobre la tierra para desolarla. Todos hablan el mismo lenguaje, no hay sino quejas y lamentaciones’. Por lo que se ve, Estela, los tiempos no han cambiado mucho desde entonces.

“Pero supongamos que tú no ves los noticieros para no contaminar con el tufo la desgracia tu conciencia infantil. Cambias, pues, de canal y te pones a ver una novela. ¡Bien, resulta que ahora, para que te ofrezcan el final que te gustaría, tienes que llamar a un 01-900! ¿No es el colmo? Se le pregunta a la audiencia: ‘¿Quieres que maten a Federico por ser tan malo? Entonces, llama’. ‘Y si quieres que lo maten, ¿quién quieres que lo haga, y cómo? ¿Con una pistola o ahogándolo en una pileta? ¡Marca ya!’. Antes las novelas te las daban hechas, y el final te gustaba o no te gustaba. Pero resulta que ahora puedes escoger el que te gustaría, aunque para eso tengas que hacer un pequeño desembolso. ¿Qué vamos a hacerle si el mundo se ha convertido en un inmenso mercado? Pero, mira, éste es el secreto de los cristianos: nosotros sabemos que Dios es Padre y nunca nos abandonará. ¿Se decía que este año iba a ser el más seco del siglo? Bueno, eso decíamos nosotros, pero, como muy bien lo recalca la Escritura, los pensamientos de los hombres no son siempre los de Dios. Y, por lo demás, ¿no es maravilloso este Dios que con un solo movimiento de sus dedos desbarata en un segundo nuestras más lúgubres elucubraciones? Es que Dios es Padre, Estela. El mundo no anda a la deriva, aunque muchos piensen lo contrario. Y por eso, aunque no oigamos más que malas noticias en la televisión, no tenemos derecho a desesperarnos. Hoy los campesinos están felices. ¡Por fin ha llovido, y de una manera espléndida, sorprendente! En el campo la gente brinca de alegría. ¿Y tú vas a estar triste? Apenas ayer una señora se quejaba de que ‘esta maldita lluvia’ –así lo dijo, y yo la escuché- hubiese ensuciado su auto recién lavado. ¿No te parece egoísta? Pero nosotros no queremos parecernos a ella, ¿verdad que no? Bueno, pues vamos a alegrarnos tú y yo. Hoy hemos recibido un hermoso mensaje: que seguimos dependiendo del cielo, y que el cielo no se ha olvidado de este pequeño planeta en que vive una hermosa niña a la que Dios ama llamada Estela”. Bueno, para una monición ya era demasiado, de modo que me callé. Y lo que siguió fue un silencio feliz, porque Estela, mi querida Estela, ya no lloraba.