/ domingo 1 de septiembre de 2019

La longevidad de los santos

“Tres padres tenían la costumbre de ir cada año a ver a Abba Antonio (251-356), y mientras dos lo interrogaban acerca de los pensamientos y la salvación del alma, el tercero callaba absolutamente y nada preguntaba.

Después de mucho tiempo, le dijo Abba Antonio: “-Vienes desde hace tiempo y no me preguntas nada. “Éste le respondió: “-Abba, me basta con verte” (Dichos de los Padres del desierto, 27).

¿Qué veía aquel monje en Abba Antonio? ¿La luz de su mirada? ¿La llama de su corazón? En todo caso, no necesitaba escucharlo: Abba Antonio había llegado al punto en el que predicaba incluso con su silencio. Sin embargo, cuando merced a insistentes súplicas, hablaba, solía decir algo como esto: “Ya no temo a Dios, sino que lo amo. En efecto, el amor echa fuera el temor” (Dichos de los Padres del desierto, 32). O, también: “Viene el tiempo en el que enloquecerán los hombres, y cuando vean a uno que no está loco, se volverán contra él, diciendo: ‘Está loco’, pues no es semejante a ellos” (Dichos de los Padres del desierto,25).

Una vez, un hermano había cedido a la tentación y fue expulsado de su comunidad. Como estaba arrepentido de su falta y no sabía qué hacer, fue adonde moraba Abba Antonio. “Permaneció el hermano con él durante algún tiempo, y le envió después al cenobio del que había salido. Cuando lo vieron los hermanos, lo expulsaron de nuevo. Volvió el hermano a Abba Antonio, diciendo: “-No quisieron recibirme, padre. Lo envió de nuevo el anciano con este recado: La nave naufragó en el mar, perdió la carga y apenas si pudo salvarse llegando a tierra; pero vosotros queréis hundir aquello poco que logró salvarse. “Ellos, al oír que lo enviaba Abba Antonio, lo recibieron en seguida” (Dichos de los Padres del desierto, 21).

Cuando era joven –tendría, a lo mucho, unos veinte años de edad-, Antonio oyó un sermón en el que el predicador comentaba estas palabras de Cristo: “Si quieres ser perfecto, anda, ve, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el cielo” (Mateo 19, 21). No le hizo falta escuchar más: al punto se deshizo de sus bienes, que no eran pocos, y se fue a vivir al desierto, durmiendo, según se dice, en el interior de un sepulcro vacío. San Atanasio, su primer biógrafo, cuenta cómo sucedió la cosa: “Después de la muerte de sus padres quedó solo con una única hermana, mucho más joven que él. Tenía entonces unos dieciocho o veinte años, y tomó cuidado de la casa y de su hermana. Menos de seis meses después de la muerte de sus padres, iba, como de costumbre, de camino hacia la iglesia. Mientras caminaba, iba meditando y reflexionaba en cómo los apóstoles lo dejaron todo y siguieron al Salvador; cómo, según se refiere en el libro de los Hechos (4,35-37), la gente vendía lo que tenía y lo ponía a los pies de los apóstoles para su distribución entre los necesitados, y en qué grande es la esperanza prometida en los cielos a los que obran así. Pensando estas cosas, entró a la iglesia. Sucedió que en ese momento se estaba leyendo el pasaje en el que el Señor dice al joven rico: ‘Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y dáselo a los pobres’… Como si Dios le hubiese puesto el recuerdo de los santos y como si la lectura hubiera sido dirigida especialmente a él, Antonio salió inmediatamente de la iglesia y dio la propiedad que tenía de sus antepasados: 80 hectáreas, tierra muy fértil y muy hermosa. No quiso que ni él ni su hermana tuvieran ya nada que ver con ella. Vendió todo lo demás, los bienes que poseía, y entregó a los pobres la considerable suma recibida, dejando sólo un poco para su hermana” (Vida de San Antonio Abad).

Antonio ayunaba durante semanas enteras, se sometía a los más rudos sacrificios: tuvo, para decirlo ya, muy pocas consideraciones para con su cuerpo. Y, no obstante eso, alcanzó los 105 años de edad. ¿Cómo se explica semejante prodigio? Según Pitirim A. Sorokin (1889-1968), fundador del Departamento de Sociología de la Universidad de Harvard, esto se explica por la bondad. Hacer el bien hace bien; los corazones llenos de amor son más sanos y laten durante más tiempo que los corazones llenos de odio; por eso, dice, los santos suelen ser longevos.

¡Dios mío, las cosas que se dedican a investigar los sociólogos! Pero era interesante saber esto. A decir verdad, muy interesante, ¿no lo cree usted?

“Tres padres tenían la costumbre de ir cada año a ver a Abba Antonio (251-356), y mientras dos lo interrogaban acerca de los pensamientos y la salvación del alma, el tercero callaba absolutamente y nada preguntaba.

Después de mucho tiempo, le dijo Abba Antonio: “-Vienes desde hace tiempo y no me preguntas nada. “Éste le respondió: “-Abba, me basta con verte” (Dichos de los Padres del desierto, 27).

¿Qué veía aquel monje en Abba Antonio? ¿La luz de su mirada? ¿La llama de su corazón? En todo caso, no necesitaba escucharlo: Abba Antonio había llegado al punto en el que predicaba incluso con su silencio. Sin embargo, cuando merced a insistentes súplicas, hablaba, solía decir algo como esto: “Ya no temo a Dios, sino que lo amo. En efecto, el amor echa fuera el temor” (Dichos de los Padres del desierto, 32). O, también: “Viene el tiempo en el que enloquecerán los hombres, y cuando vean a uno que no está loco, se volverán contra él, diciendo: ‘Está loco’, pues no es semejante a ellos” (Dichos de los Padres del desierto,25).

Una vez, un hermano había cedido a la tentación y fue expulsado de su comunidad. Como estaba arrepentido de su falta y no sabía qué hacer, fue adonde moraba Abba Antonio. “Permaneció el hermano con él durante algún tiempo, y le envió después al cenobio del que había salido. Cuando lo vieron los hermanos, lo expulsaron de nuevo. Volvió el hermano a Abba Antonio, diciendo: “-No quisieron recibirme, padre. Lo envió de nuevo el anciano con este recado: La nave naufragó en el mar, perdió la carga y apenas si pudo salvarse llegando a tierra; pero vosotros queréis hundir aquello poco que logró salvarse. “Ellos, al oír que lo enviaba Abba Antonio, lo recibieron en seguida” (Dichos de los Padres del desierto, 21).

Cuando era joven –tendría, a lo mucho, unos veinte años de edad-, Antonio oyó un sermón en el que el predicador comentaba estas palabras de Cristo: “Si quieres ser perfecto, anda, ve, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y así tendrás un tesoro en el cielo” (Mateo 19, 21). No le hizo falta escuchar más: al punto se deshizo de sus bienes, que no eran pocos, y se fue a vivir al desierto, durmiendo, según se dice, en el interior de un sepulcro vacío. San Atanasio, su primer biógrafo, cuenta cómo sucedió la cosa: “Después de la muerte de sus padres quedó solo con una única hermana, mucho más joven que él. Tenía entonces unos dieciocho o veinte años, y tomó cuidado de la casa y de su hermana. Menos de seis meses después de la muerte de sus padres, iba, como de costumbre, de camino hacia la iglesia. Mientras caminaba, iba meditando y reflexionaba en cómo los apóstoles lo dejaron todo y siguieron al Salvador; cómo, según se refiere en el libro de los Hechos (4,35-37), la gente vendía lo que tenía y lo ponía a los pies de los apóstoles para su distribución entre los necesitados, y en qué grande es la esperanza prometida en los cielos a los que obran así. Pensando estas cosas, entró a la iglesia. Sucedió que en ese momento se estaba leyendo el pasaje en el que el Señor dice al joven rico: ‘Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y dáselo a los pobres’… Como si Dios le hubiese puesto el recuerdo de los santos y como si la lectura hubiera sido dirigida especialmente a él, Antonio salió inmediatamente de la iglesia y dio la propiedad que tenía de sus antepasados: 80 hectáreas, tierra muy fértil y muy hermosa. No quiso que ni él ni su hermana tuvieran ya nada que ver con ella. Vendió todo lo demás, los bienes que poseía, y entregó a los pobres la considerable suma recibida, dejando sólo un poco para su hermana” (Vida de San Antonio Abad).

Antonio ayunaba durante semanas enteras, se sometía a los más rudos sacrificios: tuvo, para decirlo ya, muy pocas consideraciones para con su cuerpo. Y, no obstante eso, alcanzó los 105 años de edad. ¿Cómo se explica semejante prodigio? Según Pitirim A. Sorokin (1889-1968), fundador del Departamento de Sociología de la Universidad de Harvard, esto se explica por la bondad. Hacer el bien hace bien; los corazones llenos de amor son más sanos y laten durante más tiempo que los corazones llenos de odio; por eso, dice, los santos suelen ser longevos.

¡Dios mío, las cosas que se dedican a investigar los sociólogos! Pero era interesante saber esto. A decir verdad, muy interesante, ¿no lo cree usted?