/ domingo 30 de diciembre de 2018

La llegada del señor Hernández

He aquí una historia real. Una vez, un amigo mío estaba muy entusiasmado porque había oído en alguna parte –tal vez en una oficina, quizá en un cubículo cerrado a cal y canto- que su nuevo jefe iba a ser con mucha seguridad un tal señor Hernández, con quien llevaba desde hacía tiempo una gran amistad.

-¿Cómo? –preguntó al escuchar la buena noticia. Y se relamía los labios de satisfacción. ¡Ah, si fuera verdad lo que acababa de oír! Estaba el pobre que no se lo creía, aunque para guardar las formas y no demostrar demasiado entusiasmo, añadió-: El señor Hernández es un buen elemento, después de todo.

Mi amigo estaba feliz y todas las noches, a partir de entonces, antes de acostarse rezaba a Dios de la siguiente manera:

-Señor, haz que mi jefe sea de veras el señor Hernández. Dicen por ahí que también puede ser el señor Pérez, pero él, ya lo sabes, no me cae nada bien. ¡Es tan pesado! El poder, a no dudarlo, se le subirá a la cabeza en un dos por tres. No hay hombre más altivo, ni más arrogante ni más altanero que el señor Pérez. Pero, ¿qué te digo a Ti, Señor, que conoces los corazones de los hombres? Haz que mi jefe sea el señor Hernández, ¿sí? ¡Vamos, a Ti, que eres todopoderoso, no te costaría nada hacerme este pequeño favor! Si me concedes lo que te pido, te alabaré por los siglos de los siglos, amén.

La tarde de un lunes, sin embargo, uno de sus compañeros de trabajo, individuo muy enterado de casi todo lo que sucedía en las altas esferas de la organización, le dijo a mi amigo en tono confidencial, cual si se tratara de un secreto que no debía divulgarse por ningún motivo:

-¿Sabes quién será nuestro nuevo jefe?

-No –respondió aquél, tosiendo con una tos seca, nerviosa, carrasposa.

-No te hagas –le dijo el otro-. Apuesto a que lo sabes, pero no quieres decírmelo.

-Te juro que no lo sé. ¿Quién es? Mejor dicho, ¿quién será?

-¿Si te lo digo te callas?

-Si me lo dices, me callo –respondió mi amigo volviendo a toser-. Te lo juro.

-Por supuesto que nadie lo sabe –dijo el otro-, pero yo me he enterado por ahí, ¡y no me preguntes dónde!, que nuestro nuevo jefe no será el señor Pérez, como algunos andan diciendo…

-¡Oh! –exclamó mi amigo: su exhalación tenía un cierto aire de triunfo-. De manera que el señor Pérez no será. Ya me imaginaba yo que no sería él. Es un hombre que no reúne, según yo, todos los requisitos.

-Pues bien, no. Puedes estar tranquilo: no será el señor Pérez.

-¿Y entonces quién?... ¿El señor Hernández, acaso? –preguntó mi amigo fingiendo un desinterés rayano en la indiferencia.

-Tampoco –dijo el otro.

¿Debo decir que a mi amigo se le aflojaron las piernas de tal manera que casi se desvanece? Como pudo, es decir, respirando con dificultad, preguntó:

-¿Y entonces quién será?

-El señor Zambrano.

-¿El señor Zambrano? Pero si es el menos adecuado para…

-Y tal vez lo sea –respondió el otro-. Pero ya ves cómo se las gastan los de arriba.

Aquella noche mi amigo durmió mal. Soñó que un hombre enmascarado le daba una estocada en el pecho dejándole marcada una enorme Z. ¿Se trataba de El Zorro, ese misterioso personaje siempre vestido de negro que acababa de ver en una película de Antonio Banderas? Pero no. Esta vez no se trataba de El Zorro. Era el señor Zambrano, y la marca que le había dejado, para que no la olvidara nunca más, era la letra inicial de su apellido.

¡Ah qué dura y qué sin atractivo iba a ser la vida si este antipático señor se hacía con el poder! Y si el lunes durmió mal, con pesadillas y todo, los días martes, miércoles, jueves y viernes sencillamente no durmió.

Y cuando llegó el día del destape, ¿qué nombre creen ustedes que se dio a conocer a todo lo largo y lo ancho del inmenso edificio? ¡El del señor Hernández! Mi amigo lloraba de emoción y daba gracias a Dios por haberse dignado escuchar sus humildes súplicas nocturnas.

Hubo algazara, hubo festejos, hubo brindis en honor del elegido. Pero, pasadas unas semanas, mi amigo pudo descubrir una cosa: que el señor Hernández, ese mismo que era casi su compadre, ni siquiera le hacía caso y lo trataba como a uno más de sus empleados.

-Señor Amezcua –le decía-. ¿Puede venir un instante a mi oficina? -Y en la oficina lo trataba con la misma frialdad que en los pasillos.

-¡Y pensar –me decía hace poco mi amigo- que yo rezaba para que ese mequetrefe llegara a ser mi superior! ¡Hubieras visto qué cambio se operó en él al día siguiente de su designación!

Y yo reía a carcajada abierta mientras mi amigo me contaba su triste historia. Pero no sólo me reía. También tomaba nota. ¡Es muy peligroso eso de querer elegir uno a sus jefes! ¿Qué pasaría, por ejemplo, si yo quisiera a éste porque es mi amigo, porque me cae bien o porque lo conozco y luego, ya con el cetro en la mano, me tratara con displicencia? No se lo perdonaría nunca y viviría profundamente desilusionado. Por eso, es mejor que sea Dios el que elija al jefe que quiera para mí. Yo me niego a opinar. No quiero a nadie en especial, ni tomo partido por ninguno. No me gustaría llevarme el mismo chasco que mi amigo.

He aquí una historia real. Una vez, un amigo mío estaba muy entusiasmado porque había oído en alguna parte –tal vez en una oficina, quizá en un cubículo cerrado a cal y canto- que su nuevo jefe iba a ser con mucha seguridad un tal señor Hernández, con quien llevaba desde hacía tiempo una gran amistad.

-¿Cómo? –preguntó al escuchar la buena noticia. Y se relamía los labios de satisfacción. ¡Ah, si fuera verdad lo que acababa de oír! Estaba el pobre que no se lo creía, aunque para guardar las formas y no demostrar demasiado entusiasmo, añadió-: El señor Hernández es un buen elemento, después de todo.

Mi amigo estaba feliz y todas las noches, a partir de entonces, antes de acostarse rezaba a Dios de la siguiente manera:

-Señor, haz que mi jefe sea de veras el señor Hernández. Dicen por ahí que también puede ser el señor Pérez, pero él, ya lo sabes, no me cae nada bien. ¡Es tan pesado! El poder, a no dudarlo, se le subirá a la cabeza en un dos por tres. No hay hombre más altivo, ni más arrogante ni más altanero que el señor Pérez. Pero, ¿qué te digo a Ti, Señor, que conoces los corazones de los hombres? Haz que mi jefe sea el señor Hernández, ¿sí? ¡Vamos, a Ti, que eres todopoderoso, no te costaría nada hacerme este pequeño favor! Si me concedes lo que te pido, te alabaré por los siglos de los siglos, amén.

La tarde de un lunes, sin embargo, uno de sus compañeros de trabajo, individuo muy enterado de casi todo lo que sucedía en las altas esferas de la organización, le dijo a mi amigo en tono confidencial, cual si se tratara de un secreto que no debía divulgarse por ningún motivo:

-¿Sabes quién será nuestro nuevo jefe?

-No –respondió aquél, tosiendo con una tos seca, nerviosa, carrasposa.

-No te hagas –le dijo el otro-. Apuesto a que lo sabes, pero no quieres decírmelo.

-Te juro que no lo sé. ¿Quién es? Mejor dicho, ¿quién será?

-¿Si te lo digo te callas?

-Si me lo dices, me callo –respondió mi amigo volviendo a toser-. Te lo juro.

-Por supuesto que nadie lo sabe –dijo el otro-, pero yo me he enterado por ahí, ¡y no me preguntes dónde!, que nuestro nuevo jefe no será el señor Pérez, como algunos andan diciendo…

-¡Oh! –exclamó mi amigo: su exhalación tenía un cierto aire de triunfo-. De manera que el señor Pérez no será. Ya me imaginaba yo que no sería él. Es un hombre que no reúne, según yo, todos los requisitos.

-Pues bien, no. Puedes estar tranquilo: no será el señor Pérez.

-¿Y entonces quién?... ¿El señor Hernández, acaso? –preguntó mi amigo fingiendo un desinterés rayano en la indiferencia.

-Tampoco –dijo el otro.

¿Debo decir que a mi amigo se le aflojaron las piernas de tal manera que casi se desvanece? Como pudo, es decir, respirando con dificultad, preguntó:

-¿Y entonces quién será?

-El señor Zambrano.

-¿El señor Zambrano? Pero si es el menos adecuado para…

-Y tal vez lo sea –respondió el otro-. Pero ya ves cómo se las gastan los de arriba.

Aquella noche mi amigo durmió mal. Soñó que un hombre enmascarado le daba una estocada en el pecho dejándole marcada una enorme Z. ¿Se trataba de El Zorro, ese misterioso personaje siempre vestido de negro que acababa de ver en una película de Antonio Banderas? Pero no. Esta vez no se trataba de El Zorro. Era el señor Zambrano, y la marca que le había dejado, para que no la olvidara nunca más, era la letra inicial de su apellido.

¡Ah qué dura y qué sin atractivo iba a ser la vida si este antipático señor se hacía con el poder! Y si el lunes durmió mal, con pesadillas y todo, los días martes, miércoles, jueves y viernes sencillamente no durmió.

Y cuando llegó el día del destape, ¿qué nombre creen ustedes que se dio a conocer a todo lo largo y lo ancho del inmenso edificio? ¡El del señor Hernández! Mi amigo lloraba de emoción y daba gracias a Dios por haberse dignado escuchar sus humildes súplicas nocturnas.

Hubo algazara, hubo festejos, hubo brindis en honor del elegido. Pero, pasadas unas semanas, mi amigo pudo descubrir una cosa: que el señor Hernández, ese mismo que era casi su compadre, ni siquiera le hacía caso y lo trataba como a uno más de sus empleados.

-Señor Amezcua –le decía-. ¿Puede venir un instante a mi oficina? -Y en la oficina lo trataba con la misma frialdad que en los pasillos.

-¡Y pensar –me decía hace poco mi amigo- que yo rezaba para que ese mequetrefe llegara a ser mi superior! ¡Hubieras visto qué cambio se operó en él al día siguiente de su designación!

Y yo reía a carcajada abierta mientras mi amigo me contaba su triste historia. Pero no sólo me reía. También tomaba nota. ¡Es muy peligroso eso de querer elegir uno a sus jefes! ¿Qué pasaría, por ejemplo, si yo quisiera a éste porque es mi amigo, porque me cae bien o porque lo conozco y luego, ya con el cetro en la mano, me tratara con displicencia? No se lo perdonaría nunca y viviría profundamente desilusionado. Por eso, es mejor que sea Dios el que elija al jefe que quiera para mí. Yo me niego a opinar. No quiero a nadie en especial, ni tomo partido por ninguno. No me gustaría llevarme el mismo chasco que mi amigo.