/ domingo 22 de julio de 2018

La infancia

Discutían una vez los discípulos acerca de quién de ellos era el más importante. Jesús los oyó, tal vez esbozó una sonrisa de compasión, llamó a un niño que andaba por ahí cerca, lo colocó en medio de ellos y les dijo: “En verdad les digo que si no se hacen semejantes a los niños, no entrarán ustedes en el Reino de los Cielos. Y el que se haga tan pequeño como este niño, ése será el mayor en el Reino de los Cielos” (Mateo 18, 1-5).

Cada uno de los discípulos se tenía a sí mismo por el más importante, pero Jesús los sacó de dudas sin demorarse un minuto: el más importante era el más pequeño, es decir, el único que no pensaba serlo. ¡La ironía de Jesús! Casi nadie ha hablado de ella y, sin embargo, fue un gesto bastante irónico el suyo al colocar a un humilde niño en medio de esos doce señorones que luchaban entre ellos por ocupar el primer puesto.

Pero, ¿qué es lo que tienen los niños para que haya que parecerse a ellos? ¿Qué poseen que los adultos ya no tenemos o hemos perdido? En cierta ocasión, mientras comentábamos este texto evangélico en un pequeño grupo constituido por quince o veinte agentes de pastoral, hice estas dos preguntas, y obtuve al instante todo tipo de respuestas; he aquí algunas de ellas:

-Inocencia, claro. Los niños son puros, son veraces y no hay en ellos dobleces ni hipocresías.

-Pureza, por supuesto. Sus ojos son limpios, y cuando ven a una persona ven a una persona entera y no sólo una de sus partes, como a menudo hacemos los adultos.

-Despreocupación, es evidente. Para ellos, la vida no es una carrera de obstáculos, sino un jardín de juegos. Un inmenso jardín de juegos. Ellos no creen que hayan venido a este mundo a competir, sino sencillamente a jugar, y de este modo se lo pasan bastante bien.

No eran malas respuestas, después de todo. Pero, según yo, allí no acababa la cosa, pues había aún muchas cosas que decir al respecto; tímidamente, tomé la palabra y dije:

-Los niños, ante todo, son unos maestros consumados en el arte de pedir. ¿Cómo piden los niños? Supongamos que van con su madre al súper. Ésta, durante media hora –o acaso más-, ha ido echando en el carrito botellas de aceite, latas de atún, piñas en conserva, jabón para ropa, bolsas de servilletas, rollos de papel higiénico, bolsas de plástico para la basura, etcétera. El niño la observa atentamente –quiero decir, vigila cada uno de sus movimientos- y descubre con dolor que su madre se ha olvidado de algo que él considera esencial. No ha echado, por ejemplo, una bolsa de caramelos, ni una ristra de paletas de cajeta y ni siquiera una caja de bombones. Su deber, así lo cree él, es decirle a su madre cuanto antes que algo falta en el carrito. ¿Y cómo se lo dice? “Mamá, si crees tú que me conviene, si no desestabilizo las finanzas domésticas, si no me expongo a contrariar al nutriólogo, y si crees que es posible, dada nuestra situación pecuniaria, ¿me compras una caja de galletas?”. El que haya visto alguna vez que un niño pida así las cosas, que levante la mano. Por lo que a mí respecta, debo decir que jamás he visto semejante prodigio. ¡Nada de eso! Antes bien, si ve que su madre no le hace caso, el niño se pone a llorar, se deja caer y nadie lo moverá de su rincón hasta que su madre no le cumpla todos y cada uno de sus deseos. ¿Y qué puede hacer la madre, esa desamparada, ante tanto berrinche y tanta gritería? Vencida, toma la caja de galletas, y el niño se seca las lágrimas. ¡Se ha salido con la suya! Yo he visto que así piden los niños, y si Jesús dice que debemos parecernos a ellos, no veo por qué no podamos pedirle a Dios como sólo saben pedir ellos. ¡Ah, el día que oremos como los niños piden, ese día, tal vez, habremos descubierto el poder de la plegaria!

“Pero hay todavía más. Un famoso teólogo jesuita español, comentando este pasaje, escribió así: ‘Cuando Cristo habla de los niños nos propone a nosotros, sus discípulos, hacernos como ellos, es decir, recuperar no el pasado, sino la esperanza de un futuro mejor; no la inocencia de la infancia, que al fin y al cabo no es a veces tan inocente, sino la inagotable inocencia del origen. En el niño, si sabemos mirar con un poco de calma, si vemos en el fondo de sus ojos, penetramos hasta muy cerca el misterio de la procedencia del hombre. Es así: tenemos que llegar a ser niños para tocar nuestro propio origen, para religarnos a nuestra procedencia’.

“Estas palabras podrán parecer un tanto enigmáticas, y no sé si las interpreté bien, pero, al leerlas, comprendí que en el niño está ya en germen el secreto del adulto. Sólo los niños se conocen a sí mismos, y si le preguntas a uno de ellos qué quieren ser en la vida, enseguida te lo dirá. Él sabe ya a qué ha venido a este mundo. Con los años se le olvida, esa es la verdad, pero el que conserva el recuerdo, es decir, el deseo, ése será siempre un niño, así tenga veinte años o noventa.

“¡Pobre del niño que soñó con ser aviador y termina su vida reparando cañerías! ¡Pobre del que quiso ser escritor y ve pasar los años agazapado detrás de una vitrina!

“Los que realizan los sueños de su infancia; los que acaban siendo lo que siempre quisieron ser: ésos, y no otros, son los niños de los que habla el evangelio, y a ellos debemos parecernos si queremos entrar al Reino de los Cielos”.

Cuando me callé por fin vi que una mujer lloraba y que un hombre, sin esforzarse en disimularlo, esbozaba una sonrisa de franco escepticismo; unos se limpiaban el sudor de la frente y otros se limitaban a mirar hacia el vacío. Pero, ¿qué me importaba lo que hicieran si de todas formas los había hecho pensar?



Discutían una vez los discípulos acerca de quién de ellos era el más importante. Jesús los oyó, tal vez esbozó una sonrisa de compasión, llamó a un niño que andaba por ahí cerca, lo colocó en medio de ellos y les dijo: “En verdad les digo que si no se hacen semejantes a los niños, no entrarán ustedes en el Reino de los Cielos. Y el que se haga tan pequeño como este niño, ése será el mayor en el Reino de los Cielos” (Mateo 18, 1-5).

Cada uno de los discípulos se tenía a sí mismo por el más importante, pero Jesús los sacó de dudas sin demorarse un minuto: el más importante era el más pequeño, es decir, el único que no pensaba serlo. ¡La ironía de Jesús! Casi nadie ha hablado de ella y, sin embargo, fue un gesto bastante irónico el suyo al colocar a un humilde niño en medio de esos doce señorones que luchaban entre ellos por ocupar el primer puesto.

Pero, ¿qué es lo que tienen los niños para que haya que parecerse a ellos? ¿Qué poseen que los adultos ya no tenemos o hemos perdido? En cierta ocasión, mientras comentábamos este texto evangélico en un pequeño grupo constituido por quince o veinte agentes de pastoral, hice estas dos preguntas, y obtuve al instante todo tipo de respuestas; he aquí algunas de ellas:

-Inocencia, claro. Los niños son puros, son veraces y no hay en ellos dobleces ni hipocresías.

-Pureza, por supuesto. Sus ojos son limpios, y cuando ven a una persona ven a una persona entera y no sólo una de sus partes, como a menudo hacemos los adultos.

-Despreocupación, es evidente. Para ellos, la vida no es una carrera de obstáculos, sino un jardín de juegos. Un inmenso jardín de juegos. Ellos no creen que hayan venido a este mundo a competir, sino sencillamente a jugar, y de este modo se lo pasan bastante bien.

No eran malas respuestas, después de todo. Pero, según yo, allí no acababa la cosa, pues había aún muchas cosas que decir al respecto; tímidamente, tomé la palabra y dije:

-Los niños, ante todo, son unos maestros consumados en el arte de pedir. ¿Cómo piden los niños? Supongamos que van con su madre al súper. Ésta, durante media hora –o acaso más-, ha ido echando en el carrito botellas de aceite, latas de atún, piñas en conserva, jabón para ropa, bolsas de servilletas, rollos de papel higiénico, bolsas de plástico para la basura, etcétera. El niño la observa atentamente –quiero decir, vigila cada uno de sus movimientos- y descubre con dolor que su madre se ha olvidado de algo que él considera esencial. No ha echado, por ejemplo, una bolsa de caramelos, ni una ristra de paletas de cajeta y ni siquiera una caja de bombones. Su deber, así lo cree él, es decirle a su madre cuanto antes que algo falta en el carrito. ¿Y cómo se lo dice? “Mamá, si crees tú que me conviene, si no desestabilizo las finanzas domésticas, si no me expongo a contrariar al nutriólogo, y si crees que es posible, dada nuestra situación pecuniaria, ¿me compras una caja de galletas?”. El que haya visto alguna vez que un niño pida así las cosas, que levante la mano. Por lo que a mí respecta, debo decir que jamás he visto semejante prodigio. ¡Nada de eso! Antes bien, si ve que su madre no le hace caso, el niño se pone a llorar, se deja caer y nadie lo moverá de su rincón hasta que su madre no le cumpla todos y cada uno de sus deseos. ¿Y qué puede hacer la madre, esa desamparada, ante tanto berrinche y tanta gritería? Vencida, toma la caja de galletas, y el niño se seca las lágrimas. ¡Se ha salido con la suya! Yo he visto que así piden los niños, y si Jesús dice que debemos parecernos a ellos, no veo por qué no podamos pedirle a Dios como sólo saben pedir ellos. ¡Ah, el día que oremos como los niños piden, ese día, tal vez, habremos descubierto el poder de la plegaria!

“Pero hay todavía más. Un famoso teólogo jesuita español, comentando este pasaje, escribió así: ‘Cuando Cristo habla de los niños nos propone a nosotros, sus discípulos, hacernos como ellos, es decir, recuperar no el pasado, sino la esperanza de un futuro mejor; no la inocencia de la infancia, que al fin y al cabo no es a veces tan inocente, sino la inagotable inocencia del origen. En el niño, si sabemos mirar con un poco de calma, si vemos en el fondo de sus ojos, penetramos hasta muy cerca el misterio de la procedencia del hombre. Es así: tenemos que llegar a ser niños para tocar nuestro propio origen, para religarnos a nuestra procedencia’.

“Estas palabras podrán parecer un tanto enigmáticas, y no sé si las interpreté bien, pero, al leerlas, comprendí que en el niño está ya en germen el secreto del adulto. Sólo los niños se conocen a sí mismos, y si le preguntas a uno de ellos qué quieren ser en la vida, enseguida te lo dirá. Él sabe ya a qué ha venido a este mundo. Con los años se le olvida, esa es la verdad, pero el que conserva el recuerdo, es decir, el deseo, ése será siempre un niño, así tenga veinte años o noventa.

“¡Pobre del niño que soñó con ser aviador y termina su vida reparando cañerías! ¡Pobre del que quiso ser escritor y ve pasar los años agazapado detrás de una vitrina!

“Los que realizan los sueños de su infancia; los que acaban siendo lo que siempre quisieron ser: ésos, y no otros, son los niños de los que habla el evangelio, y a ellos debemos parecernos si queremos entrar al Reino de los Cielos”.

Cuando me callé por fin vi que una mujer lloraba y que un hombre, sin esforzarse en disimularlo, esbozaba una sonrisa de franco escepticismo; unos se limpiaban el sudor de la frente y otros se limitaban a mirar hacia el vacío. Pero, ¿qué me importaba lo que hicieran si de todas formas los había hecho pensar?