/ domingo 24 de mayo de 2020

La falta de seso del amor

Si no fuera la Biblia la que cuenta esta historia, sencillamente no la creería. ¿Cómo se puede ser tan ingenuo, tan bruto? Sansón, según dice el libro santo, era un hombre de una fuerza descomunal, y los filisteos lo temían como al mismo diablo. Cuando lo ataban, rompía las más resistentes cuerdas cual si fuesen hilos de araña, y en una ocasión, valiéndose de una quijada de burro, mató nada menos que a mil hombres, lo que hizo temblar no poco a sus enemigos. ¿Cómo hacerle para acabar con él? Por más que los filisteos le daban vueltas al asunto, la cosa no les quedaba nada clara. Y, sobre todo, se preguntaban: ¿de dónde le venía a Sansón esa fuerza descomunal?

Pero entonces sucedió una cosa, y fue que Sansón, que también tenía su corazoncito, como se dice, se enamoró perdidamente de una mujer pagana llamada Dalila. Allí comenzó su desgracia… “Más tarde se enamoró Sansón de una mujer del valle de Soreq cuyo nombre era Dalila. Los príncipes filisteos fueron a visitarla y le dijeron:

“-Sedúcelo y averigua en qué está su gran fuerza y cómo nos apoderaríamos de él para sujetarlo y domarlo. Te daremos cada uno mil cien ciclos de plata” (Jueces 16, 4-5).

No sabemos a cuánto equivaldrían hoy mil cien ciclos de plata, pero debía tratarse, en todo caso, de una suma nada despreciable. “Dalila le dijo a Sansón:


“-Anda, dime el secreto de tu gran fuerza y cómo se te podría sujetar y domar” (Jueces 16, 6).


¡Qué pregunta, Dios mío! Más clara, la cosa no podía estar. ¿Cómo se atrevía esta mujer a plantear la cuestión con tanto desparpajo? Y Sansón, tal vez esbozando una sonrisa, le respondió así:


“-Si me atan con siete cuerdas humedecidas, sin dejarlas secar, perderé la fuerza y seré como uno cualquiera” (Jueces 16, 7).


¡Y espántese usted! Mire lo que sucedió entonces:


“Los príncipes filisteos le llevaron a Dalila siete cuerdas humedecidas, sin dejarlas secar, y lo ató con ellas. Se apostaron al acecho en la alcoba, y ella gritó: ‘¡Sansón, los filisteos!’.


“-Él rompió las cuerdas como se rompe un cordón de estopa chamuscada, y no se supo el secreto de su fuerza.


“Dalila se quejó con él:


“-Vaya, me has engañado; me has dicho una mentira. Anda, dime cómo se te puede sujetar” (Jueces 16, 8-9).


Imagino que el lector supondrá que con esto era suficiente para que Sansón dudara de las intenciones de Dalila y se apartara de ella como de una víbora. Pero la verdad es que no fue así: en vez de marcharse de su lado, Sansón respondió a su pregunta de la siguiente manera:


“-Si me atan bien con cuerdas nuevas, sin estrenar, perderé la fuerza y seré como uno cualquiera.


“Dalila tomó cuerdas nuevas y lo ató con ellas. Y gritó: ‘¡Sansón, los filisteos!


“Éstos estaban apostados al acecho en la alcoba. Pero él rompió las cuerdas como si fuesen hilos” (Jueces 16, 11- 13).


¿No escarmentó Sansón con las experiencias pasada y ni aún con ésta? Pues bien, no, no escarmentó. Y Dalila venga otra vez a decirle:


“-Hasta ahora me has engañado, me has dicho una mentira. Anda, dime cómo se te puede sujetar.


“Sansón respondió:


“-Si trenzas los siete mechones de mi cabeza en la urdimbre de un telar, si las apretaras con el peine de un tejedor, perderé mi fuerza y seré como uno cualquiera.


“Dalila lo dejó dormirse, le trenzó los siete mechones en la urdimbre de un telar y le gritó: ‘¡Sansón, los filisteos!’. Él despertó y arrancó el peine, la lanzadera y la urdimbre” (Jueces 16, 13-14).


Bueno, Sansón estaba loco, ¿o qué? ¿Cómo era posible que no se diera cuenta de las intenciones de Dalila? Pero no, no quería darse cuenta: él estaba enamorado de aquella mujer que, por lo demás, debía dispensarle ciertos favores. Ésta volvió a quejarse:


“-¡Tú dices que me quieres, pero tu corazón no es mío! Es la tercera vez que me engañas y no me dices el secreto de tu fuerza.


“Y como lo importunaba con sus quejas día tras día hasta marearlo, Sansón, ya desesperado, le dijo su secreto:


“-Nunca ha pasado la navaja por mi cabeza, porque estoy consagrado a Dios desde antes de nacer. Si me corto el pelo, perderé mi fuerza, me quedaré débil y seré como uno cualquiera.


“Dalila se dio cuenta de que le había dicho su secreto, y mandó llamar a los príncipes filisteos.


“-Vengan ahora, que me ha dicho su secreto.


“Los príncipes fueron allá, con el dinero. Dalila dejó que Sansón se durmiera en sus rodillas, y entonces llamó a un hombre, que cortó los siete mechones de la cabeza de Sansón, y Sansón empezó a debilitarse y su fuerza desapareció… Los filisteos lo agarraron, le vaciaron los ojos, lo ataron con cadenas y lo tenían moliendo grano en la cárcel” (Jueces 16, 15-21).


Y colorín colorado. Ojalá esta historia sirva a mis lectores para que caigan en la cuenta de que si bien amar consiste en perder tiempo con la persona amada, no por eso se debe perder, junto con el tiempo, la cabeza. ¡Hasta la próxima!


Si no fuera la Biblia la que cuenta esta historia, sencillamente no la creería. ¿Cómo se puede ser tan ingenuo, tan bruto? Sansón, según dice el libro santo, era un hombre de una fuerza descomunal, y los filisteos lo temían como al mismo diablo. Cuando lo ataban, rompía las más resistentes cuerdas cual si fuesen hilos de araña, y en una ocasión, valiéndose de una quijada de burro, mató nada menos que a mil hombres, lo que hizo temblar no poco a sus enemigos. ¿Cómo hacerle para acabar con él? Por más que los filisteos le daban vueltas al asunto, la cosa no les quedaba nada clara. Y, sobre todo, se preguntaban: ¿de dónde le venía a Sansón esa fuerza descomunal?

Pero entonces sucedió una cosa, y fue que Sansón, que también tenía su corazoncito, como se dice, se enamoró perdidamente de una mujer pagana llamada Dalila. Allí comenzó su desgracia… “Más tarde se enamoró Sansón de una mujer del valle de Soreq cuyo nombre era Dalila. Los príncipes filisteos fueron a visitarla y le dijeron:

“-Sedúcelo y averigua en qué está su gran fuerza y cómo nos apoderaríamos de él para sujetarlo y domarlo. Te daremos cada uno mil cien ciclos de plata” (Jueces 16, 4-5).

No sabemos a cuánto equivaldrían hoy mil cien ciclos de plata, pero debía tratarse, en todo caso, de una suma nada despreciable. “Dalila le dijo a Sansón:


“-Anda, dime el secreto de tu gran fuerza y cómo se te podría sujetar y domar” (Jueces 16, 6).


¡Qué pregunta, Dios mío! Más clara, la cosa no podía estar. ¿Cómo se atrevía esta mujer a plantear la cuestión con tanto desparpajo? Y Sansón, tal vez esbozando una sonrisa, le respondió así:


“-Si me atan con siete cuerdas humedecidas, sin dejarlas secar, perderé la fuerza y seré como uno cualquiera” (Jueces 16, 7).


¡Y espántese usted! Mire lo que sucedió entonces:


“Los príncipes filisteos le llevaron a Dalila siete cuerdas humedecidas, sin dejarlas secar, y lo ató con ellas. Se apostaron al acecho en la alcoba, y ella gritó: ‘¡Sansón, los filisteos!’.


“-Él rompió las cuerdas como se rompe un cordón de estopa chamuscada, y no se supo el secreto de su fuerza.


“Dalila se quejó con él:


“-Vaya, me has engañado; me has dicho una mentira. Anda, dime cómo se te puede sujetar” (Jueces 16, 8-9).


Imagino que el lector supondrá que con esto era suficiente para que Sansón dudara de las intenciones de Dalila y se apartara de ella como de una víbora. Pero la verdad es que no fue así: en vez de marcharse de su lado, Sansón respondió a su pregunta de la siguiente manera:


“-Si me atan bien con cuerdas nuevas, sin estrenar, perderé la fuerza y seré como uno cualquiera.


“Dalila tomó cuerdas nuevas y lo ató con ellas. Y gritó: ‘¡Sansón, los filisteos!


“Éstos estaban apostados al acecho en la alcoba. Pero él rompió las cuerdas como si fuesen hilos” (Jueces 16, 11- 13).


¿No escarmentó Sansón con las experiencias pasada y ni aún con ésta? Pues bien, no, no escarmentó. Y Dalila venga otra vez a decirle:


“-Hasta ahora me has engañado, me has dicho una mentira. Anda, dime cómo se te puede sujetar.


“Sansón respondió:


“-Si trenzas los siete mechones de mi cabeza en la urdimbre de un telar, si las apretaras con el peine de un tejedor, perderé mi fuerza y seré como uno cualquiera.


“Dalila lo dejó dormirse, le trenzó los siete mechones en la urdimbre de un telar y le gritó: ‘¡Sansón, los filisteos!’. Él despertó y arrancó el peine, la lanzadera y la urdimbre” (Jueces 16, 13-14).


Bueno, Sansón estaba loco, ¿o qué? ¿Cómo era posible que no se diera cuenta de las intenciones de Dalila? Pero no, no quería darse cuenta: él estaba enamorado de aquella mujer que, por lo demás, debía dispensarle ciertos favores. Ésta volvió a quejarse:


“-¡Tú dices que me quieres, pero tu corazón no es mío! Es la tercera vez que me engañas y no me dices el secreto de tu fuerza.


“Y como lo importunaba con sus quejas día tras día hasta marearlo, Sansón, ya desesperado, le dijo su secreto:


“-Nunca ha pasado la navaja por mi cabeza, porque estoy consagrado a Dios desde antes de nacer. Si me corto el pelo, perderé mi fuerza, me quedaré débil y seré como uno cualquiera.


“Dalila se dio cuenta de que le había dicho su secreto, y mandó llamar a los príncipes filisteos.


“-Vengan ahora, que me ha dicho su secreto.


“Los príncipes fueron allá, con el dinero. Dalila dejó que Sansón se durmiera en sus rodillas, y entonces llamó a un hombre, que cortó los siete mechones de la cabeza de Sansón, y Sansón empezó a debilitarse y su fuerza desapareció… Los filisteos lo agarraron, le vaciaron los ojos, lo ataron con cadenas y lo tenían moliendo grano en la cárcel” (Jueces 16, 15-21).


Y colorín colorado. Ojalá esta historia sirva a mis lectores para que caigan en la cuenta de que si bien amar consiste en perder tiempo con la persona amada, no por eso se debe perder, junto con el tiempo, la cabeza. ¡Hasta la próxima!