/ domingo 13 de marzo de 2022

La expectación

Poco antes de morir –ella, claro está, no sabía que estaba por morirse-, un prestigioso editor italiano dijo a la escritora italiana Grazia Deledda (1871-1936) que si por fin se decidía a escribir su autobiografía, él se la publicaría de inmediato y además con mucho gusto.

Claro, ¿quién no iba a querer publicar la autobiografía de un Premio Nobel? Grazia Deledda había recibido este Premio en 1926, pero no estaba muy segura de querer publicar su autobiografía.

Con firme determinación, Grazia Deledda respondió que muchas gracias, pero que no lo haría. Sin embargo, entre los papeles que dejó sin publicar estaba, en una carpeta, un escrito inconcluso que llevaba el siguiente título: Cosima. Aparentemente, se trataba de una novela más de las muchas que escribió, aunque los que la conocieron de cerca aseguraban que no se trataba precisamente de una novela, sino de su autobiografía, escrita utilizando la tercera persona del singular y en forma novelada. Cosima, la protagonista de la historia, era ella misma y podía reconocérsela al instante, aunque, para despistar a los lectores, hubiese optado por ponerse una máscara.

En fin, no vamos a abundar mucho sobre este asunto, ni a engarzarnos en discusiones formales, sino que nos limitaremos a contar la historia de esta niña, Cosima, que se hallaba perdidamente enamorada, ya desde el principio del relato, como si siempre lo hubiera estado, de un joven de su edad llamado Antonino y que ya escribía por aquella época sus primeros cuentos. ¿Quién era este tal Antonino? Un amigo de su hermano que ella, al calor de los recuerdos, evocaba así: “Un guapísimo joven moreno, con aire algo burlón, vestido irreprochablemente a la moda de entonces –sombrero de paja con cinta de gasa y velo en el verano, capa azul en el invierno, embozada con elegancia dannunziana”-, etcétera.

Cosima suspiraba por él, y verlo llegar en busca de su hermano era para ella una fiesta que terminaba en el exacto momento en que él partía. A través de las paredes demasiado delgadas lo oía reír, recitar versos, hablar en voz alta, y temblaba de emoción con sólo pensar que él, el inaccesible Antonino, estaba en su casa, que respiraba el mismo aire que ella y veían las mismas cosas: el jardín que se extendía más allá de la ventana, los árboles viejos que amurallaban la propiedad, las vigas de madera del techo… ¡Habitaban un mundo común, qué maravilla!

Por esas mismas fechas, Cosima envió uno de sus cuentos a una revista literaria de gran tirada, y, ¡oh sorpresa!, el editor lo aceptó de inmediato, invitándolo a enviarle a otros más. Ella estaba que no se lo creía. Su nombre reproducido en miles de ejemplares. Su nombre aquí y allá. Pero no era esto lo que más le entusiasmaba, sino la posibilidad de que lo leyera en la revista él. ¿Lo vería alguna vez? Si llegaba a verlo, tal vez ahora sí la mirara de otra manera, no con la indiferencia de siempre, sino… ¡Pero claro! ¿Quién no iba a enamorarse de una mujer cuyo nombre aparecía en las revistas, y en qué revistas?

“Era el verano de la estación más bella, sobre todo para Cosima… Era, además, la estación en que Antonino regresaba de vacaciones. Cosima esperaba aquel regreso como otros aguardan la primavera o el despuntar del día. Aquel año se mezclaba a su expectación un vago miedo; miedo de que Antonino no hubiese sabido la gran novedad, la de que también ella se había convertido en una escritora, en una candidata a la gloria, y se riera de ella, con aquella irónica sonrisa suya…”.

¿Qué reacciones iba a suscitar en Antonino el hecho de que ella, Cosima, una insignificante joven de provincias, se hubiese convertido en una escritora a la que los editores le escribían personalmente? Y se imaginaba a Antonino abriendo la revista y descubriendo en sus páginas el nombre de Cosima. ¿Qué diría él? ¿Saltaría en su asiento, presa de la emoción? ¿Caería rendido a sus pies? ¿La admiraría a partir de ese momento?

Pero no. Antonino nunca supo de la existencia de esa revista, ni la abrió jamás en la página más importante de todas. Tampoco se enteró de la existencia de ese cuento, y menos aún del amor que Cosima sentía por él. Y, si lo supo, jamás dijo nada a este respecto. Y al final de su vida, Cosima, es decir, Grazia Deledda, aun recordaba el rostro hermoso de aquel joven que no tuvo para ella una sola palabra de reconocimiento, de afecto, de atención.

“En aquel momento –recuerda la escritora, evocando aquella época lejana- todo era luminoso en él, y la dorada luz del crepúsculo parecía brotar de su ojos, de su rostro moreno, de los refulgentes cabellos. Durante toda su vida Cosima lo recordó así; y basta con que piense en él para sentir esa alegría misteriosa, hecha de luz y de angustia, que solamente se experimenta al revelarse por primera vez la vida consciente, cual si la imagen de ésta sonriese como en aquel instante lo hacía Antonino. Sin embargo, en el fondo de su pensamiento permanecía el recuerdo de sus primeras experiencias artísticas, y esperaba con orgullo que el joven aludiese a su novela, pronto a defenderla si la ridiculizaba. Mas le pareció que no sabía nada; o, por lo menos, no hizo ninguna alusión”.

Nada. Nada. Ni una palabra. ¿Sabría alguna vez Antonino que hubo una vez una joven que escribía y escribía a la luz de las velas sólo para hacerse querer por él?

No, no lo supo. Y pasaron los años. Y la palabra de felicitación jamás llegó.

¡Señor, cuánta ternura ignorada en este mundo! ¡Cuántas esperas frustradas! ¡Cuánto amor inadvertido! Es una pena.

Poco antes de morir –ella, claro está, no sabía que estaba por morirse-, un prestigioso editor italiano dijo a la escritora italiana Grazia Deledda (1871-1936) que si por fin se decidía a escribir su autobiografía, él se la publicaría de inmediato y además con mucho gusto.

Claro, ¿quién no iba a querer publicar la autobiografía de un Premio Nobel? Grazia Deledda había recibido este Premio en 1926, pero no estaba muy segura de querer publicar su autobiografía.

Con firme determinación, Grazia Deledda respondió que muchas gracias, pero que no lo haría. Sin embargo, entre los papeles que dejó sin publicar estaba, en una carpeta, un escrito inconcluso que llevaba el siguiente título: Cosima. Aparentemente, se trataba de una novela más de las muchas que escribió, aunque los que la conocieron de cerca aseguraban que no se trataba precisamente de una novela, sino de su autobiografía, escrita utilizando la tercera persona del singular y en forma novelada. Cosima, la protagonista de la historia, era ella misma y podía reconocérsela al instante, aunque, para despistar a los lectores, hubiese optado por ponerse una máscara.

En fin, no vamos a abundar mucho sobre este asunto, ni a engarzarnos en discusiones formales, sino que nos limitaremos a contar la historia de esta niña, Cosima, que se hallaba perdidamente enamorada, ya desde el principio del relato, como si siempre lo hubiera estado, de un joven de su edad llamado Antonino y que ya escribía por aquella época sus primeros cuentos. ¿Quién era este tal Antonino? Un amigo de su hermano que ella, al calor de los recuerdos, evocaba así: “Un guapísimo joven moreno, con aire algo burlón, vestido irreprochablemente a la moda de entonces –sombrero de paja con cinta de gasa y velo en el verano, capa azul en el invierno, embozada con elegancia dannunziana”-, etcétera.

Cosima suspiraba por él, y verlo llegar en busca de su hermano era para ella una fiesta que terminaba en el exacto momento en que él partía. A través de las paredes demasiado delgadas lo oía reír, recitar versos, hablar en voz alta, y temblaba de emoción con sólo pensar que él, el inaccesible Antonino, estaba en su casa, que respiraba el mismo aire que ella y veían las mismas cosas: el jardín que se extendía más allá de la ventana, los árboles viejos que amurallaban la propiedad, las vigas de madera del techo… ¡Habitaban un mundo común, qué maravilla!

Por esas mismas fechas, Cosima envió uno de sus cuentos a una revista literaria de gran tirada, y, ¡oh sorpresa!, el editor lo aceptó de inmediato, invitándolo a enviarle a otros más. Ella estaba que no se lo creía. Su nombre reproducido en miles de ejemplares. Su nombre aquí y allá. Pero no era esto lo que más le entusiasmaba, sino la posibilidad de que lo leyera en la revista él. ¿Lo vería alguna vez? Si llegaba a verlo, tal vez ahora sí la mirara de otra manera, no con la indiferencia de siempre, sino… ¡Pero claro! ¿Quién no iba a enamorarse de una mujer cuyo nombre aparecía en las revistas, y en qué revistas?

“Era el verano de la estación más bella, sobre todo para Cosima… Era, además, la estación en que Antonino regresaba de vacaciones. Cosima esperaba aquel regreso como otros aguardan la primavera o el despuntar del día. Aquel año se mezclaba a su expectación un vago miedo; miedo de que Antonino no hubiese sabido la gran novedad, la de que también ella se había convertido en una escritora, en una candidata a la gloria, y se riera de ella, con aquella irónica sonrisa suya…”.

¿Qué reacciones iba a suscitar en Antonino el hecho de que ella, Cosima, una insignificante joven de provincias, se hubiese convertido en una escritora a la que los editores le escribían personalmente? Y se imaginaba a Antonino abriendo la revista y descubriendo en sus páginas el nombre de Cosima. ¿Qué diría él? ¿Saltaría en su asiento, presa de la emoción? ¿Caería rendido a sus pies? ¿La admiraría a partir de ese momento?

Pero no. Antonino nunca supo de la existencia de esa revista, ni la abrió jamás en la página más importante de todas. Tampoco se enteró de la existencia de ese cuento, y menos aún del amor que Cosima sentía por él. Y, si lo supo, jamás dijo nada a este respecto. Y al final de su vida, Cosima, es decir, Grazia Deledda, aun recordaba el rostro hermoso de aquel joven que no tuvo para ella una sola palabra de reconocimiento, de afecto, de atención.

“En aquel momento –recuerda la escritora, evocando aquella época lejana- todo era luminoso en él, y la dorada luz del crepúsculo parecía brotar de su ojos, de su rostro moreno, de los refulgentes cabellos. Durante toda su vida Cosima lo recordó así; y basta con que piense en él para sentir esa alegría misteriosa, hecha de luz y de angustia, que solamente se experimenta al revelarse por primera vez la vida consciente, cual si la imagen de ésta sonriese como en aquel instante lo hacía Antonino. Sin embargo, en el fondo de su pensamiento permanecía el recuerdo de sus primeras experiencias artísticas, y esperaba con orgullo que el joven aludiese a su novela, pronto a defenderla si la ridiculizaba. Mas le pareció que no sabía nada; o, por lo menos, no hizo ninguna alusión”.

Nada. Nada. Ni una palabra. ¿Sabría alguna vez Antonino que hubo una vez una joven que escribía y escribía a la luz de las velas sólo para hacerse querer por él?

No, no lo supo. Y pasaron los años. Y la palabra de felicitación jamás llegó.

¡Señor, cuánta ternura ignorada en este mundo! ¡Cuántas esperas frustradas! ¡Cuánto amor inadvertido! Es una pena.