/ domingo 3 de enero de 2021

La elocuencia, según Pascal

Les digo a mis alumnos de la clase de retórica:

Todo el arte de la elocuencia se halla contenido en dos pensamientos de Blaise Pascal (1623-1662) que ahora voy a leerles. Espero que escuchen con atención y, como se dice, desenreden la madeja. ¡Ya sé que no es fácil leer a Pascal! Pero permítanme decirles que tampoco es difícil. ¿Están listos?

Tomé entonces mi libro de los Pensamientos, traducido por Xavier Zubiri y encuadernado en piel, y leí en voz alta:

“Cuando un discurso natural pinta una pasión o un efecto, se descubre dentro de sí mismo la verdad de lo que se escucha, la cual no se sabía que estuviera ahí, de suerte que nos sentimos inclinados a amar a quien nos la hace sentir; porque no nos ha exhibido su haber, sino el nuestro; y así este beneficio nos lo hace amable, aparte de que esta comunidad de inteligencia que con ella tenemos inclina, necesariamente, nuestro corazón a amarla” (n. 14, edición de Brunschwig).

Mis alumnos se quedaron como alelados (lo que quiere decir que se quedaron lelos). Uno me preguntó si podía leerlo otra vez; otro dijo que no le había encontrado a aquello ni pies ni cabeza, y uno más se tapó la cara con las manos en señal de desesperación. Volví a leerlo, como me lo pidieron, aunque ahora más pausadamente, y luego les dije:

-El razonamiento de nuestro filósofo parece complejo, pero yo quisiera que se lo aprendieran de memoria. Voy a intentar explicárselo a ustedes con mis pobres palabras. Pero, antes, ¿no sería bueno que lo escribieran en sus libretas?

Se lo dicté.

-Lo que quiere decir Pascal –proseguí- es que un discurso se vuelve amable (es decir, atractivo) cuando el que lo escucha siente que en lo que se dice se está hablando de él: de sus miedos, de sus alegrías, etcétera: en fin, de eso que el filósofo llama sencillamente sus pasiones. Pasiones que estaban ya allí, agitándose en su corazón y que él no sabía llamar por su nombre. He aquí, pues, lo que habría que pedirle a todo orador, si es que de veras quiere ser bueno: que todo el que lo escuche se sienta retratado en su discurso. Cuando, a la salida, aquél pregunta a éste: “¿Dijo usted todo esto por mí?”, y sólo cuando lo pregunta, o lo piensa sin preguntarlo, podrá decirse que el orador ha tenido verdadero éxito. Y cuando esto sucede una y otra vez, un día y otro y otro más, éste acaba volviéndose amable a su auditorio. La gente lo buscará entonces como busca los espejos para mirarse en ellos. Pausa. Silencio general en el salón. El muchacho que se había tapado la cara con las manos parecía ahora más reflexivo y atento.

-Creo, jóvenes –continué- no haber interpretado mal el pensamiento de Pascal, pues en el número 15, es decir, el siguiente, prosigue su explicación de la elocuencia de la siguiente manera: “La elocuencia es un arte de decir las cosas de tal manera: 1º. Que aquellos a quienes se habla puedan entenderlas sin trabajo y con agrado; 2º. Que interesen en forma que el amor propio les lleve más bien a reflexionar sobre ellas.

“Consiste, pues, en una correspondencia que se trata de establecer entre el espíritu y el corazón a quienes se habla, por un lado, y por otro, los pensamientos y expresiones de que se sirve, lo cual supone que se ha estudiado perfectamente el corazón del hombre para conocer todos sus resortes y para encontrar después las justas proporciones del discurso adecuado. Es menester colocarse en el lugar de los que han de escucharnos y ensayar en el propio corazón el giro que se da al discurso, para ver si el uno está hecho para el otro, y si se está seguro de que el auditorio se ha de ver como obligado a rendirse. Es preciso refugiarse lo más posible en lo natural y sencillo; no hacer grande lo que es pequeño, ni pequeño lo que es grande. No basta que una cosa sea hermosa, hace falta que sea adecuada al tema, que no haya en él nada de más ni de menos”.

Mis alumnos volvieron a quedarse lelos. Pero repetí la lectura y salieron de su estupor. Les dije, a modo de explicación:

-¡Conocer los resortes del corazón humano! Esto es lo que necesita el orador mucho más que otra cosa. Sí, es bueno aprender a vocalizar, a respirar y todo eso. Es bueno conocer las figuras retóricas, pero no hay que olvidar que, ante todo, deben ustedes, como dice el filósofo, refugiarse en lo natural y sencillo. ¡Nada molesta tanto al auditorio como un discurso ampuloso, al estilo de aquellos discursos enrevesados y góticos que espetaba a su auditorio fray Gerundio de Campazas en la España del siglo XVII! Sin embargo, hay algo aún más importante que todo esto, y es, como ya dije, conocer los resortes del corazón humano. Debe el orador ser un observador atento de sí mismo y llamar a las cosas por su nombre; ser sincero con los demás como lo es consigo y hablar sin temor de lo que encuentre en su propio corazón. Por ejemplo: si lo que descubre en sí mismo es miedo a la muerte, o miedo al olvido, o miedo al amor, o miedo al desamor, no deje de hablar de ello a su auditorio: lo más seguro es que éste también lo sienta. Les repito las palabras del pensamiento número 14: “Cuando un discurso natural pinta una pasión o un efecto, se descubre dentro de sí mismo la verdad de lo que se escucha, la cual no se sabía que estuviera ahí, de suerte que nos sentimos inclinados a amar a quien nos la hace sentir; porque no nos ha exhibido su haber, sino el nuestro”, etcétera. Para decirlo en pocas palabras, de lo que se trata es de tocar con nuestro dedo la llaga de la condición humana. Y para esto más bien les hará leer en su propio corazón que en los hermosos libros de sermones y homilías que caigan en sus manos. ¡Ah, jóvenes! Si sólo estos consejos recordaran de este curso, me sentiría más que satisfecho!

Les digo a mis alumnos de la clase de retórica:

Todo el arte de la elocuencia se halla contenido en dos pensamientos de Blaise Pascal (1623-1662) que ahora voy a leerles. Espero que escuchen con atención y, como se dice, desenreden la madeja. ¡Ya sé que no es fácil leer a Pascal! Pero permítanme decirles que tampoco es difícil. ¿Están listos?

Tomé entonces mi libro de los Pensamientos, traducido por Xavier Zubiri y encuadernado en piel, y leí en voz alta:

“Cuando un discurso natural pinta una pasión o un efecto, se descubre dentro de sí mismo la verdad de lo que se escucha, la cual no se sabía que estuviera ahí, de suerte que nos sentimos inclinados a amar a quien nos la hace sentir; porque no nos ha exhibido su haber, sino el nuestro; y así este beneficio nos lo hace amable, aparte de que esta comunidad de inteligencia que con ella tenemos inclina, necesariamente, nuestro corazón a amarla” (n. 14, edición de Brunschwig).

Mis alumnos se quedaron como alelados (lo que quiere decir que se quedaron lelos). Uno me preguntó si podía leerlo otra vez; otro dijo que no le había encontrado a aquello ni pies ni cabeza, y uno más se tapó la cara con las manos en señal de desesperación. Volví a leerlo, como me lo pidieron, aunque ahora más pausadamente, y luego les dije:

-El razonamiento de nuestro filósofo parece complejo, pero yo quisiera que se lo aprendieran de memoria. Voy a intentar explicárselo a ustedes con mis pobres palabras. Pero, antes, ¿no sería bueno que lo escribieran en sus libretas?

Se lo dicté.

-Lo que quiere decir Pascal –proseguí- es que un discurso se vuelve amable (es decir, atractivo) cuando el que lo escucha siente que en lo que se dice se está hablando de él: de sus miedos, de sus alegrías, etcétera: en fin, de eso que el filósofo llama sencillamente sus pasiones. Pasiones que estaban ya allí, agitándose en su corazón y que él no sabía llamar por su nombre. He aquí, pues, lo que habría que pedirle a todo orador, si es que de veras quiere ser bueno: que todo el que lo escuche se sienta retratado en su discurso. Cuando, a la salida, aquél pregunta a éste: “¿Dijo usted todo esto por mí?”, y sólo cuando lo pregunta, o lo piensa sin preguntarlo, podrá decirse que el orador ha tenido verdadero éxito. Y cuando esto sucede una y otra vez, un día y otro y otro más, éste acaba volviéndose amable a su auditorio. La gente lo buscará entonces como busca los espejos para mirarse en ellos. Pausa. Silencio general en el salón. El muchacho que se había tapado la cara con las manos parecía ahora más reflexivo y atento.

-Creo, jóvenes –continué- no haber interpretado mal el pensamiento de Pascal, pues en el número 15, es decir, el siguiente, prosigue su explicación de la elocuencia de la siguiente manera: “La elocuencia es un arte de decir las cosas de tal manera: 1º. Que aquellos a quienes se habla puedan entenderlas sin trabajo y con agrado; 2º. Que interesen en forma que el amor propio les lleve más bien a reflexionar sobre ellas.

“Consiste, pues, en una correspondencia que se trata de establecer entre el espíritu y el corazón a quienes se habla, por un lado, y por otro, los pensamientos y expresiones de que se sirve, lo cual supone que se ha estudiado perfectamente el corazón del hombre para conocer todos sus resortes y para encontrar después las justas proporciones del discurso adecuado. Es menester colocarse en el lugar de los que han de escucharnos y ensayar en el propio corazón el giro que se da al discurso, para ver si el uno está hecho para el otro, y si se está seguro de que el auditorio se ha de ver como obligado a rendirse. Es preciso refugiarse lo más posible en lo natural y sencillo; no hacer grande lo que es pequeño, ni pequeño lo que es grande. No basta que una cosa sea hermosa, hace falta que sea adecuada al tema, que no haya en él nada de más ni de menos”.

Mis alumnos volvieron a quedarse lelos. Pero repetí la lectura y salieron de su estupor. Les dije, a modo de explicación:

-¡Conocer los resortes del corazón humano! Esto es lo que necesita el orador mucho más que otra cosa. Sí, es bueno aprender a vocalizar, a respirar y todo eso. Es bueno conocer las figuras retóricas, pero no hay que olvidar que, ante todo, deben ustedes, como dice el filósofo, refugiarse en lo natural y sencillo. ¡Nada molesta tanto al auditorio como un discurso ampuloso, al estilo de aquellos discursos enrevesados y góticos que espetaba a su auditorio fray Gerundio de Campazas en la España del siglo XVII! Sin embargo, hay algo aún más importante que todo esto, y es, como ya dije, conocer los resortes del corazón humano. Debe el orador ser un observador atento de sí mismo y llamar a las cosas por su nombre; ser sincero con los demás como lo es consigo y hablar sin temor de lo que encuentre en su propio corazón. Por ejemplo: si lo que descubre en sí mismo es miedo a la muerte, o miedo al olvido, o miedo al amor, o miedo al desamor, no deje de hablar de ello a su auditorio: lo más seguro es que éste también lo sienta. Les repito las palabras del pensamiento número 14: “Cuando un discurso natural pinta una pasión o un efecto, se descubre dentro de sí mismo la verdad de lo que se escucha, la cual no se sabía que estuviera ahí, de suerte que nos sentimos inclinados a amar a quien nos la hace sentir; porque no nos ha exhibido su haber, sino el nuestro”, etcétera. Para decirlo en pocas palabras, de lo que se trata es de tocar con nuestro dedo la llaga de la condición humana. Y para esto más bien les hará leer en su propio corazón que en los hermosos libros de sermones y homilías que caigan en sus manos. ¡Ah, jóvenes! Si sólo estos consejos recordaran de este curso, me sentiría más que satisfecho!