/ domingo 10 de mayo de 2020

La discusión

“¡Pero es que yo no pedí nacer!”. No es la primera vez que escucho una queja como ésta. En realidad, la he escuchado miles de veces, proferida por diversos labios, de manera que no me espanto. Mas, dime: ¿quién, de entre los que vivimos, Efraín, pudo pedir semejante cosa? A nadie se nos pidió tal permiso por la sencilla razón de que, si hubieran de pedírnoslo, es que ya existíamos para que nos lo pidieran, lo cual es un absurdo. Contigo hicieron tus padres lo que conmigo: nos trajeron a rastras, eligiendo por nosotros e imponiendo su voluntad (o, si así lo prefieres, sus deseos).


No los juzgues. Sobre todo, no los condenes ni les guardes rencor. Enamorados tal vez de la vida, creyeron que compartirla contigo era un bien. ¿Cómo iban a pensar que en día, veinte años después, te dejaría tu novia para irse con otro? Y aunque lo hubieran sabido… Aunque lo hubieran sabido, igual te habrían hecho nacer.


Quizá tengas que leer a Peter Berger (sobre todo su libro Rumor de ángeles) para que comprendas que engendrar un hijo es, ante todo, un acto de esperanza, aunque inconsciente, en la bondad de la vida. Pues si ésta fuese tan mala como algunos creen (tú, ahora, eres uno de ellos), ¿para qué habrían de traer hijos al mundo? Concebir un hijo es poder decir: “Pese a todos los males que nos muestra la razón práctica, vivir es algo que sigue valiendo la pena”.


No obstante, te invito a ir más allá, mucho más allá, hasta esa Voluntad que se escribe con mayúscula y sin la cual no estarías aquí aunque tus padres hubieran hecho de todo por tenerte. En último término, fue Dios quien decidió que debías nacer y que, para ti al menos (como para los 7 mil millones de hombres que se apretujan en el universo), vivir era conveniente. ¿Por qué quiso Dios que existieras? Esto deberás preguntárselo tú. Es más, Él quiere que lo hagas para que te enteres de cuáles son sus planes con respecto a tu persona.


Hojea la Biblia y detente en algunos pasajes para que te enteres de que muchos hombres de Dios –hombres que yo no dudaría en llamar santos- desearon alguna vez morirse, como ahora lo deseas tú. “¡Basta ya, Señor, quítame la vida!” (1 Reyes 19, 4), exclamó un día Elías, el profeta de fuego, mientras se internaba, huyendo, en el desierto; literalmente, quería morirse: lo suyo no era lo que hoy se llama una depresión, sino una auténtica desesperación. Y Jeremías, por su parte, ¿qué fue lo que dijo? “¡Maldito sea el día en que nací; el día en que mi madre me dio a luz no sea bendito! ¡Maldito el día en que se avisó a mi padre y lo colmó de alegría, diciéndole: ‘Te ha nacido un hijo varón’! Que ese hombre sea como aquellas ciudades que Yahvé ha destruido sin compasión; que sienta el grito de alarma en la mañana y el clamor de la guerra al mediodía, porque no me hizo morir en el seno materno. ¡Mi madre habría sido mi tumba y yo me habría quedado para siempre en su seno. ¿Para qué, pues, salí de sus entrañas? ¿Para vivir angustias y tormentos sin cuento y acabar mis días en la humillación?” (Jeremías 20, 14-18).


¿Ves cómo se expresan los hombres de la Biblia? Pero todavía me falta citar a Jonás, que gritó así en un rincón de Nínive, la populosa ciudad: “¡Oh, Yahvé, te ruego que me quites la vida, pues me es mejor morir que vivir!” (Jonás 4, 3). Y a Job, por supuesto, que maldijo el día de su nacimiento de la siguiente manera: “¡Maldito el día en que nací y la noche que dijo: ‘Ha sido concebido un varón’! Conviértase ese día en tinieblas, y Yahvé allá arriba lo ignore para siempre; que ningún rayo de luz resplandezca sobre él. Lo cubran las tinieblas y las sombras, se extienda sobre él la oscuridad y haya ese día un eclipse total. Que esa noche siga siempre en la oscuridad, que no se añada a las otras del año, ni figure en la cuenta de los meses. Que sea triste aquella noche, impenetrable a los gritos de alegría. Que la maldigan los que odian la luz y que son capaces de invocar al diablo… ¿Por qué no morí en el seno o no nací ya muerto? ¿Por qué hubo dos rodillas para acogerme y dos pechos para amamantarme? ¿O por qué no fui como un aborto que se esconde, como los pequeños que nunca vieron la luz?” (Job 3, 3-13).


¿Te duele la vida? Quéjate con Dios. Es más, la misma Biblia invita a los creyentes a luchar con Él, como hizo Jacob en el vado de Yaboc (Cf. Génesis 32, 23- 33), pues Dios prefiere con mucho la lucha a la indiferencia. O, si no, pídele que te hable al oído y te expliqué qué estás haciendo aquí. En vez de maltratarte a ti mismo, ¿por qué no lo intentas? Él mismo invita a los suyos a pedirle explicaciones. “Vengan y discutamos”, dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Isaías (1, 18); y a Jonás: “¿Crees tú que tienes razón para enojarte así?” (4, 4). Y a Job: “Amárrate los pantalones como un hombre; voy a preguntarte y tú me enseñarás. ¿Dónde estabas tú mientras yo fundaba la tierra? ¡Habla, si es que sabes tanto!” (37, 1-4).


Dios está dispuesto a respondernos, a explicarse. Pero es necesario dirigirse a Él y preguntárselo personalmente, pues en esto nadie nos puede suplir. “¡Pero es que yo no nacía nacer!”, dices. Pues bien, dirígete a Dios e interrógalo acerca de lo que quiere de ti. ¿Por qué naciste? Para esta pregunta sólo hay Uno que tiene la respuesta.


Termino con las palabras de un gran conocedor de la Biblia y un gran hombre de Iglesia, el cardenal Carlo María Martini, quien afirmó esto en uno de sus libros: “Sólo el Dios que es Padre nuestro es capaz de soportar incluso las rebeliones y los gritos de sus hijos: es la relación con un Dios tan bueno y fuerte que nos hace posible litigar con él” Y con estas otras de un filósofo judío llamado Martin Buber (1878-1965): “Todos los pueblos practican la oración, pero sólo Israel ha convertido la existencia en un pleito con el Todopoderoso, una sucesión de preguntas y respuestas, en las que el hombre interroga y Dios contesta”.


“¡Pero es que yo no pedí nacer!”. No es la primera vez que escucho una queja como ésta. En realidad, la he escuchado miles de veces, proferida por diversos labios, de manera que no me espanto. Mas, dime: ¿quién, de entre los que vivimos, Efraín, pudo pedir semejante cosa? A nadie se nos pidió tal permiso por la sencilla razón de que, si hubieran de pedírnoslo, es que ya existíamos para que nos lo pidieran, lo cual es un absurdo. Contigo hicieron tus padres lo que conmigo: nos trajeron a rastras, eligiendo por nosotros e imponiendo su voluntad (o, si así lo prefieres, sus deseos).


No los juzgues. Sobre todo, no los condenes ni les guardes rencor. Enamorados tal vez de la vida, creyeron que compartirla contigo era un bien. ¿Cómo iban a pensar que en día, veinte años después, te dejaría tu novia para irse con otro? Y aunque lo hubieran sabido… Aunque lo hubieran sabido, igual te habrían hecho nacer.


Quizá tengas que leer a Peter Berger (sobre todo su libro Rumor de ángeles) para que comprendas que engendrar un hijo es, ante todo, un acto de esperanza, aunque inconsciente, en la bondad de la vida. Pues si ésta fuese tan mala como algunos creen (tú, ahora, eres uno de ellos), ¿para qué habrían de traer hijos al mundo? Concebir un hijo es poder decir: “Pese a todos los males que nos muestra la razón práctica, vivir es algo que sigue valiendo la pena”.


No obstante, te invito a ir más allá, mucho más allá, hasta esa Voluntad que se escribe con mayúscula y sin la cual no estarías aquí aunque tus padres hubieran hecho de todo por tenerte. En último término, fue Dios quien decidió que debías nacer y que, para ti al menos (como para los 7 mil millones de hombres que se apretujan en el universo), vivir era conveniente. ¿Por qué quiso Dios que existieras? Esto deberás preguntárselo tú. Es más, Él quiere que lo hagas para que te enteres de cuáles son sus planes con respecto a tu persona.


Hojea la Biblia y detente en algunos pasajes para que te enteres de que muchos hombres de Dios –hombres que yo no dudaría en llamar santos- desearon alguna vez morirse, como ahora lo deseas tú. “¡Basta ya, Señor, quítame la vida!” (1 Reyes 19, 4), exclamó un día Elías, el profeta de fuego, mientras se internaba, huyendo, en el desierto; literalmente, quería morirse: lo suyo no era lo que hoy se llama una depresión, sino una auténtica desesperación. Y Jeremías, por su parte, ¿qué fue lo que dijo? “¡Maldito sea el día en que nací; el día en que mi madre me dio a luz no sea bendito! ¡Maldito el día en que se avisó a mi padre y lo colmó de alegría, diciéndole: ‘Te ha nacido un hijo varón’! Que ese hombre sea como aquellas ciudades que Yahvé ha destruido sin compasión; que sienta el grito de alarma en la mañana y el clamor de la guerra al mediodía, porque no me hizo morir en el seno materno. ¡Mi madre habría sido mi tumba y yo me habría quedado para siempre en su seno. ¿Para qué, pues, salí de sus entrañas? ¿Para vivir angustias y tormentos sin cuento y acabar mis días en la humillación?” (Jeremías 20, 14-18).


¿Ves cómo se expresan los hombres de la Biblia? Pero todavía me falta citar a Jonás, que gritó así en un rincón de Nínive, la populosa ciudad: “¡Oh, Yahvé, te ruego que me quites la vida, pues me es mejor morir que vivir!” (Jonás 4, 3). Y a Job, por supuesto, que maldijo el día de su nacimiento de la siguiente manera: “¡Maldito el día en que nací y la noche que dijo: ‘Ha sido concebido un varón’! Conviértase ese día en tinieblas, y Yahvé allá arriba lo ignore para siempre; que ningún rayo de luz resplandezca sobre él. Lo cubran las tinieblas y las sombras, se extienda sobre él la oscuridad y haya ese día un eclipse total. Que esa noche siga siempre en la oscuridad, que no se añada a las otras del año, ni figure en la cuenta de los meses. Que sea triste aquella noche, impenetrable a los gritos de alegría. Que la maldigan los que odian la luz y que son capaces de invocar al diablo… ¿Por qué no morí en el seno o no nací ya muerto? ¿Por qué hubo dos rodillas para acogerme y dos pechos para amamantarme? ¿O por qué no fui como un aborto que se esconde, como los pequeños que nunca vieron la luz?” (Job 3, 3-13).


¿Te duele la vida? Quéjate con Dios. Es más, la misma Biblia invita a los creyentes a luchar con Él, como hizo Jacob en el vado de Yaboc (Cf. Génesis 32, 23- 33), pues Dios prefiere con mucho la lucha a la indiferencia. O, si no, pídele que te hable al oído y te expliqué qué estás haciendo aquí. En vez de maltratarte a ti mismo, ¿por qué no lo intentas? Él mismo invita a los suyos a pedirle explicaciones. “Vengan y discutamos”, dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Isaías (1, 18); y a Jonás: “¿Crees tú que tienes razón para enojarte así?” (4, 4). Y a Job: “Amárrate los pantalones como un hombre; voy a preguntarte y tú me enseñarás. ¿Dónde estabas tú mientras yo fundaba la tierra? ¡Habla, si es que sabes tanto!” (37, 1-4).


Dios está dispuesto a respondernos, a explicarse. Pero es necesario dirigirse a Él y preguntárselo personalmente, pues en esto nadie nos puede suplir. “¡Pero es que yo no nacía nacer!”, dices. Pues bien, dirígete a Dios e interrógalo acerca de lo que quiere de ti. ¿Por qué naciste? Para esta pregunta sólo hay Uno que tiene la respuesta.


Termino con las palabras de un gran conocedor de la Biblia y un gran hombre de Iglesia, el cardenal Carlo María Martini, quien afirmó esto en uno de sus libros: “Sólo el Dios que es Padre nuestro es capaz de soportar incluso las rebeliones y los gritos de sus hijos: es la relación con un Dios tan bueno y fuerte que nos hace posible litigar con él” Y con estas otras de un filósofo judío llamado Martin Buber (1878-1965): “Todos los pueblos practican la oración, pero sólo Israel ha convertido la existencia en un pleito con el Todopoderoso, una sucesión de preguntas y respuestas, en las que el hombre interroga y Dios contesta”.