/ domingo 17 de febrero de 2019

La dignidad de la vejez

Hoy por la mañana he sido testigo de un espectáculo lamentable y vergonzoso: una mujer con el cabello teñido de rojo, y ya de edad avanzada, grita indecencias a un taxista con una desenvoltura y un desparpajo que haría empalidecer al más soez de los garroteros. Bueno, no sé, tal vez un garrotero se hubiese contenido, pero lo que era esta mujer… ¡Qué conocimiento tenía de la jerga más baja y con qué destreza la utilizaba! Y luego, cuando el taxi se perdió en la distancia, la dama encendió un cigarrillo y así lo mantuvo, en la comisura de sus labios, mientras decía gritando a su acompañante:

-Lo que es éste, ya se puede ir a donde le he dicho. ¡Oh, pero no vamos a margarnos por eso! ¿Verdad, querido?

El querido era un joven por lo menos treinta años menor que ella. Por un momento pensé que se trataba de su hijo, pero pronto las palabras de la mujer me desengañaron:

-Hoy por la noche vas a ver cómo te doy batería –dijo sin quitarse el cigarrillo de la boca y que le entorpecía el habla-. Lo que pasa es que anoche aún me dolía un poco la cabeza, pero hoy estoy en forma. ¡Ya verás cómo te aguanto el ritmo y bailamos hasta que amanezca! ¡Hasta las quinceañeras envidiarán mi condición física!

Por desgracia, ya no pude escuchar lo que esta mujer siguió diciendo a su querido porque en ese momento el semáforo encendió la luz verde de los peatones y tuve que cruzar la calle, en tanto que la pareja siguió de la largo por la avenida. “¡¿Pero, cómo?! –me decía a mí mismo mientras me alejaba de ellos-. ¿A su edad esta mujer aún hablaba de baterías y de bailes hasta el amanecer? ¿Cómo era eso? Y luego todos esos cabellos pintados de rojo que”…

Pero no, no es que me espantara a mí la contemplación de aquella escena. Es que ésta me dejó sencillamente boquiabierto. En cierto sentido, me dio mucha más lástima que espanto esta mujer que todavía luchaba por parecer joven y hacía de todo por retener a su amante. ¡De cuánta energía tenía que hacer acopio para correr a la misma velocidad que él! “Pero es que la juventud y la vejez se llevan en el alma” –seguí diciéndome a mí mismo para acabar de una vez por todas con este desagradable asunto. Y, sin embargo, todavía por la noche me acordaba de ella; quiero decir, de la mujer de los cabellos colorados. Y a tal punto me acordaba que al instante –o sea, sin pensármelo dos veces- tomé la pluma para escribir este artículo y confesar el miedo que me da llegar a la vejez en semejantes condiciones. El joven tiene que ser joven y no avergonzarse de serlo; pero el viejo tiene que ser viejo también sin sentir vergüenza. En otras palabras: si la juventud puede ser alocada, la vejez tiene que ser digna.

Un moralista francés de finales del siglo XIX, el dominico F. A. Vuillermet (1879-1927), escribió acerca de este asunto una página digna de Pascal, de Vauvenargues, o, incluso, de Bossuet: “Es necesario envejecer y, cuando suena el toque de queda, recogerse. Hay quienes no quieren envejecer y que, para resistir a la cruel evidencia, llaman en su auxilio a todos los recursos, colores, polvos, vestidos deslumbrantes. En esta lucha de todas horas contra el tiempo que cumple en silencio su obra, marca implacable sus huellas en el semblante, traza arrugas sobre su frente, siembra de cabellos blancos la cabeza, o los enrarece como espigas luego de la siega, ellas deben un día, llegado repentinamente, confesarse vencidas con la rabia bien instalada en el corazón. A pesar de todos los esfuerzos, de todos los trucos, su juventud, su hermosura, no son sino recuerdos.

“En rigor, que tratéis de no envejecer demasiado pronto, lo comprendo. Pero el método no es el que ordinariamente emplean la mayor parte de las mujeres del mundo, esto es, la moderación en las diversiones. En efecto, la existencia nerviosa, palpitante de tantas mundanas con sus relaciones, visitas, banquetes, fiestas, teatros, sesiones de modistas, jiras de compras y viajes, las agota, las atrofia, sin que de ello se den cuenta cabal. Malgastan sus energías en una incesante fiebre de fruslerías. Puesto que es menester envejecer, señoras mías, sabed hacerlo... Por eso, aceptad como naturales los pequeños renunciamientos de la ancianidad. Renunciad a las diversiones de la juventud. Los recreos un tanto insensatos de esa edad no deben ya inspiraros una tentación, sino solamente traer una sonrisa a vuestros labios. Vuestro lugar ya no está en los parques donde se baila, sino en las instalaciones donde se mira; no en los lugares donde se juega ruidosamente, sino junto a la chimenea y tras los cristales de las ventanas donde se conversa apaciblemente. Abandonad el mundo antes de que el mundo os abandone… Todo contribuirá a secundar este deseo y todo lo favorecerá. La gracia de Dios os ayudará, y el mundo hará su parte. Porque si tenéis el temor de las burlas mundanas, éste desaparecerá desde el momento en que os alejéis del mundo, ocurriendo lo contrario si os empeñáis en manteneros atada a él. Años antes os hubiera preguntado por qué no os veía por aquí, o por allá, pero quizás ahora empieza a preguntarse por qué se os ve aún en él y qué os atrae todavía. Renunciad a los vestidos juveniles, no disimuléis las arrugas de vuestro semblante: tendréis entonces no ya el aspecto de una ruina, sino de una reina con la autoridad de los años… La vejez, para quien sabe envejecer, es una verdadera realeza”. Todo esto es verdad. Y, sin embargo, estas palabras valen no únicamente para las mujeres, sino también para los varones. ¡Dios me libre, a los sesenta años, de comportarme como un chiquillo de quince! ¡Dios me libre de que, cuando ya no queden cabellos en mi cabeza, quiera ocultar mi calvicie valiéndome de un peluquín! Si “pasión” es la palabra de la juventud, la palabra de la vejez tendría que ser “dignidad”.

Hoy por la mañana he sido testigo de un espectáculo lamentable y vergonzoso: una mujer con el cabello teñido de rojo, y ya de edad avanzada, grita indecencias a un taxista con una desenvoltura y un desparpajo que haría empalidecer al más soez de los garroteros. Bueno, no sé, tal vez un garrotero se hubiese contenido, pero lo que era esta mujer… ¡Qué conocimiento tenía de la jerga más baja y con qué destreza la utilizaba! Y luego, cuando el taxi se perdió en la distancia, la dama encendió un cigarrillo y así lo mantuvo, en la comisura de sus labios, mientras decía gritando a su acompañante:

-Lo que es éste, ya se puede ir a donde le he dicho. ¡Oh, pero no vamos a margarnos por eso! ¿Verdad, querido?

El querido era un joven por lo menos treinta años menor que ella. Por un momento pensé que se trataba de su hijo, pero pronto las palabras de la mujer me desengañaron:

-Hoy por la noche vas a ver cómo te doy batería –dijo sin quitarse el cigarrillo de la boca y que le entorpecía el habla-. Lo que pasa es que anoche aún me dolía un poco la cabeza, pero hoy estoy en forma. ¡Ya verás cómo te aguanto el ritmo y bailamos hasta que amanezca! ¡Hasta las quinceañeras envidiarán mi condición física!

Por desgracia, ya no pude escuchar lo que esta mujer siguió diciendo a su querido porque en ese momento el semáforo encendió la luz verde de los peatones y tuve que cruzar la calle, en tanto que la pareja siguió de la largo por la avenida. “¡¿Pero, cómo?! –me decía a mí mismo mientras me alejaba de ellos-. ¿A su edad esta mujer aún hablaba de baterías y de bailes hasta el amanecer? ¿Cómo era eso? Y luego todos esos cabellos pintados de rojo que”…

Pero no, no es que me espantara a mí la contemplación de aquella escena. Es que ésta me dejó sencillamente boquiabierto. En cierto sentido, me dio mucha más lástima que espanto esta mujer que todavía luchaba por parecer joven y hacía de todo por retener a su amante. ¡De cuánta energía tenía que hacer acopio para correr a la misma velocidad que él! “Pero es que la juventud y la vejez se llevan en el alma” –seguí diciéndome a mí mismo para acabar de una vez por todas con este desagradable asunto. Y, sin embargo, todavía por la noche me acordaba de ella; quiero decir, de la mujer de los cabellos colorados. Y a tal punto me acordaba que al instante –o sea, sin pensármelo dos veces- tomé la pluma para escribir este artículo y confesar el miedo que me da llegar a la vejez en semejantes condiciones. El joven tiene que ser joven y no avergonzarse de serlo; pero el viejo tiene que ser viejo también sin sentir vergüenza. En otras palabras: si la juventud puede ser alocada, la vejez tiene que ser digna.

Un moralista francés de finales del siglo XIX, el dominico F. A. Vuillermet (1879-1927), escribió acerca de este asunto una página digna de Pascal, de Vauvenargues, o, incluso, de Bossuet: “Es necesario envejecer y, cuando suena el toque de queda, recogerse. Hay quienes no quieren envejecer y que, para resistir a la cruel evidencia, llaman en su auxilio a todos los recursos, colores, polvos, vestidos deslumbrantes. En esta lucha de todas horas contra el tiempo que cumple en silencio su obra, marca implacable sus huellas en el semblante, traza arrugas sobre su frente, siembra de cabellos blancos la cabeza, o los enrarece como espigas luego de la siega, ellas deben un día, llegado repentinamente, confesarse vencidas con la rabia bien instalada en el corazón. A pesar de todos los esfuerzos, de todos los trucos, su juventud, su hermosura, no son sino recuerdos.

“En rigor, que tratéis de no envejecer demasiado pronto, lo comprendo. Pero el método no es el que ordinariamente emplean la mayor parte de las mujeres del mundo, esto es, la moderación en las diversiones. En efecto, la existencia nerviosa, palpitante de tantas mundanas con sus relaciones, visitas, banquetes, fiestas, teatros, sesiones de modistas, jiras de compras y viajes, las agota, las atrofia, sin que de ello se den cuenta cabal. Malgastan sus energías en una incesante fiebre de fruslerías. Puesto que es menester envejecer, señoras mías, sabed hacerlo... Por eso, aceptad como naturales los pequeños renunciamientos de la ancianidad. Renunciad a las diversiones de la juventud. Los recreos un tanto insensatos de esa edad no deben ya inspiraros una tentación, sino solamente traer una sonrisa a vuestros labios. Vuestro lugar ya no está en los parques donde se baila, sino en las instalaciones donde se mira; no en los lugares donde se juega ruidosamente, sino junto a la chimenea y tras los cristales de las ventanas donde se conversa apaciblemente. Abandonad el mundo antes de que el mundo os abandone… Todo contribuirá a secundar este deseo y todo lo favorecerá. La gracia de Dios os ayudará, y el mundo hará su parte. Porque si tenéis el temor de las burlas mundanas, éste desaparecerá desde el momento en que os alejéis del mundo, ocurriendo lo contrario si os empeñáis en manteneros atada a él. Años antes os hubiera preguntado por qué no os veía por aquí, o por allá, pero quizás ahora empieza a preguntarse por qué se os ve aún en él y qué os atrae todavía. Renunciad a los vestidos juveniles, no disimuléis las arrugas de vuestro semblante: tendréis entonces no ya el aspecto de una ruina, sino de una reina con la autoridad de los años… La vejez, para quien sabe envejecer, es una verdadera realeza”. Todo esto es verdad. Y, sin embargo, estas palabras valen no únicamente para las mujeres, sino también para los varones. ¡Dios me libre, a los sesenta años, de comportarme como un chiquillo de quince! ¡Dios me libre de que, cuando ya no queden cabellos en mi cabeza, quiera ocultar mi calvicie valiéndome de un peluquín! Si “pasión” es la palabra de la juventud, la palabra de la vejez tendría que ser “dignidad”.