/ domingo 11 de abril de 2021

La casa de la prisa

Hace muchos, muchos años, Josip Kozarac (1858-1906), el escritor esloveno, escribió un hermoso cuento titulado Tres días en la casa del hijo. Es, en realidad, un cuento muy sencillo, y sin más argumento que éste: un día, un viejo zapatero recibe de su hijo la invitación de ir a visitarlo a la ciudad de Zagreb. ¿Por qué no hacía su padre ese pequeño sacrificio? ¡Hacía tanto tiempo que no se veían! Para ser precisos, cinco años. Y en cinco años, como todos saben, pasan muchas cosas.

El viejo zapatero dudó. Había demasiadas novedades en el mundo: ya no se movía en él con la seguridad de antaño. Antes, por ejemplo, se viajaba en carro, y no se viajaba mal. Pero resulta que ahora existían unos animales de hierro que traqueteaban bufando llamados trenes. Alguien le había dicho que eran como volcanes en movimiento, o tal vez como feroces dragones que lanzaban a su paso fuego y ceniza. ¡No, él nunca se subiría a un artefacto de esos! Era demasiado tarde para pactar con la modernidad o, si se quiere, con el progreso.

Ya que el viejo no se decidía a tomar una decisión tan contraria a sus inclinaciones, su hijo Juan –así se llamaba el hombre- hizo “un huequecito en el tiempo, una hora o dos solamente, para llegar hasta el pueblo y obligar a su padre a venir con él a la ciudad. Así conocería a la mujer y a la hija, que no han estado jamás en aquel rincón perdido del mundo”. Un huequecito en el tiempo, sí, porque ha de saberse que Juan, el hijo del viejo zapatero, era en la ciudad un hombre importante, un abogado famoso: en fin, uno de esos graves señores que viven siempre ocupados y sin tiempo suficiente para echarse una siesta o descabezar un sueño.

Cuando el zapatero vio a su hijo, se abalanzó para abrazarlo. ¡Cinco años! ¡Dios santo, cómo pasa el tiempo! Y, al contemplarlo detenidamente, lo notó cansado y lleno de estrías en el rostro: viejo, en una palabra. “Subieron al tren en un departamento de primera clase. El anciano se sentó sobre el mullido butacón y comenzó a mirar a su hijo y todo lo que le rodeaba. No acertaba a poner orden en sus juicios ante tantas novedades. No sabía qué contemplar con mayor atención: si aquel endiablado monstruo al que se había subido por primera vez, si a aquellas gentes que entraban y salían precipitadamente, o si a aquel hijo envejecido, de cabellos grises y más tétrico y apagado que su padre de setenta años. Ésta es una cuestión que jamás ha sido resuelta por el viejo: los negocios van bien, no existe tortura por el pan de cada día y, sin embargo, envejece precipitadamente, se le ve hundirse en una sombría preocupación”…

¿Qué pasa con lo jóvenes, que se les ve tan atormentados? Esto era lo que se preguntaba el buen viejo, pero luego ya no pudo seguir haciéndose más preguntas porque habían llegado a su destino: la hermosa ciudad de Zagreb; y de la estación a la casa del hijo, donde todo era limpio, tal vez demasiado limpio y, por eso mismo, intimidante. Como era ya la medianoche, el anciano fue conducido a una pieza cuyo umbral se rehusaba a traspasar. “La habitación a donde le condujo su hijo era tan brillante, que el zapatero no se atrevía a sentarse ni a caminar siquiera. Los hermosos tapices, los profundos sillones revestidos de seda; la cama blanca como la nieve y con una colcha azul, todo le intimidaba, le hacía temblar ante la sola idea de mancharlo con su presencia”. Se durmió en el piso, ovillado como un bebé, para ocupar el menor espacio posible. Y al otro día, cuando despertó, su hijo ya no estaba: había salido a trabajar desde las seis de la mañana y no regresaría hasta bien entrada la tarde. Preguntó entonces a su nuera –“una mujer simpatiquísima y charlatana”- si la nieta se había despertado ya, pues quería verla cuanto antes y plantarle un beso en la mejilla. “-¡Imposible! –respondió la mujer-. Vikica, después del baño, había salido a caminar. Luego vendría el profesor de piano. Y después la institutriz francesa. Sólo después de comer dispondría de unos minutos para disfrutarlos al lado del abuelo. Es decir que Vikica, una niña de seis años, al igual que su padre, ya no tenía tiempo para nada”.

Casi al anochecer regresó el hijo. Quiso pasar un rato charlando despreocupadamente con su padre, “pero la esposa le informó que un alto funcionario gubernamental tenía necesidad urgente de hablar con él”. Así que padre e hijo casi no se vieron ya durante todo ese día. Y así el siguiente, y el siguiente, y el siguiente…“El viejo estaba sorprendido. Su hijo, cierto era, se hallaba muy bien situado en la sociedad croata, pero él le veía perderse en un trabajo inmenso, en una tarea absurda, sin freno ni medida.

“-Sí –dijo un día Juan a su padre, y muy rápidamente, porque no podía permitirse estarse sentado demasiado tiempo-, lo sé. Todo esto es incomprensible para ti, porque no aciertas a entender el terrible espíritu que anima al mundo actual… He de alimentar no solamente a mi mujer y a mi hija, sino a mi secretario, a mis empleados, al profesor de piano… Todos quieren ser pagados puntualmente a primeros de mes”.

Y el viejo, puesto que no le quedaba de otra, pidió a su hijo que lo devolviera a su casa. ¡Aquello no era vida!

“-Moriría si me quedara un día más –le confesó el zapatero-. Esta vida no está hecha para mí. Yo estoy habituado a vivir lentamente y no a toda prisa como tú. ¿Qué vida es ésta que no te deja ni siquiera saber cuándo es de noche? No me acuerdo cuándo lloré por última vez; pero, si continúo aquí, tendría que llorar ante tu desastrosa existencia. ¡Y yo que pensaba que eras feliz!”…

Y el viejo se volvió a su casa, a su horma, a su vida lenta: cosas éstas a las que no renunciaría ni aunque lo desollasen vivo. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mateo 16, 26)? ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero su pierde su calma?

Hace muchos, muchos años, Josip Kozarac (1858-1906), el escritor esloveno, escribió un hermoso cuento titulado Tres días en la casa del hijo. Es, en realidad, un cuento muy sencillo, y sin más argumento que éste: un día, un viejo zapatero recibe de su hijo la invitación de ir a visitarlo a la ciudad de Zagreb. ¿Por qué no hacía su padre ese pequeño sacrificio? ¡Hacía tanto tiempo que no se veían! Para ser precisos, cinco años. Y en cinco años, como todos saben, pasan muchas cosas.

El viejo zapatero dudó. Había demasiadas novedades en el mundo: ya no se movía en él con la seguridad de antaño. Antes, por ejemplo, se viajaba en carro, y no se viajaba mal. Pero resulta que ahora existían unos animales de hierro que traqueteaban bufando llamados trenes. Alguien le había dicho que eran como volcanes en movimiento, o tal vez como feroces dragones que lanzaban a su paso fuego y ceniza. ¡No, él nunca se subiría a un artefacto de esos! Era demasiado tarde para pactar con la modernidad o, si se quiere, con el progreso.

Ya que el viejo no se decidía a tomar una decisión tan contraria a sus inclinaciones, su hijo Juan –así se llamaba el hombre- hizo “un huequecito en el tiempo, una hora o dos solamente, para llegar hasta el pueblo y obligar a su padre a venir con él a la ciudad. Así conocería a la mujer y a la hija, que no han estado jamás en aquel rincón perdido del mundo”. Un huequecito en el tiempo, sí, porque ha de saberse que Juan, el hijo del viejo zapatero, era en la ciudad un hombre importante, un abogado famoso: en fin, uno de esos graves señores que viven siempre ocupados y sin tiempo suficiente para echarse una siesta o descabezar un sueño.

Cuando el zapatero vio a su hijo, se abalanzó para abrazarlo. ¡Cinco años! ¡Dios santo, cómo pasa el tiempo! Y, al contemplarlo detenidamente, lo notó cansado y lleno de estrías en el rostro: viejo, en una palabra. “Subieron al tren en un departamento de primera clase. El anciano se sentó sobre el mullido butacón y comenzó a mirar a su hijo y todo lo que le rodeaba. No acertaba a poner orden en sus juicios ante tantas novedades. No sabía qué contemplar con mayor atención: si aquel endiablado monstruo al que se había subido por primera vez, si a aquellas gentes que entraban y salían precipitadamente, o si a aquel hijo envejecido, de cabellos grises y más tétrico y apagado que su padre de setenta años. Ésta es una cuestión que jamás ha sido resuelta por el viejo: los negocios van bien, no existe tortura por el pan de cada día y, sin embargo, envejece precipitadamente, se le ve hundirse en una sombría preocupación”…

¿Qué pasa con lo jóvenes, que se les ve tan atormentados? Esto era lo que se preguntaba el buen viejo, pero luego ya no pudo seguir haciéndose más preguntas porque habían llegado a su destino: la hermosa ciudad de Zagreb; y de la estación a la casa del hijo, donde todo era limpio, tal vez demasiado limpio y, por eso mismo, intimidante. Como era ya la medianoche, el anciano fue conducido a una pieza cuyo umbral se rehusaba a traspasar. “La habitación a donde le condujo su hijo era tan brillante, que el zapatero no se atrevía a sentarse ni a caminar siquiera. Los hermosos tapices, los profundos sillones revestidos de seda; la cama blanca como la nieve y con una colcha azul, todo le intimidaba, le hacía temblar ante la sola idea de mancharlo con su presencia”. Se durmió en el piso, ovillado como un bebé, para ocupar el menor espacio posible. Y al otro día, cuando despertó, su hijo ya no estaba: había salido a trabajar desde las seis de la mañana y no regresaría hasta bien entrada la tarde. Preguntó entonces a su nuera –“una mujer simpatiquísima y charlatana”- si la nieta se había despertado ya, pues quería verla cuanto antes y plantarle un beso en la mejilla. “-¡Imposible! –respondió la mujer-. Vikica, después del baño, había salido a caminar. Luego vendría el profesor de piano. Y después la institutriz francesa. Sólo después de comer dispondría de unos minutos para disfrutarlos al lado del abuelo. Es decir que Vikica, una niña de seis años, al igual que su padre, ya no tenía tiempo para nada”.

Casi al anochecer regresó el hijo. Quiso pasar un rato charlando despreocupadamente con su padre, “pero la esposa le informó que un alto funcionario gubernamental tenía necesidad urgente de hablar con él”. Así que padre e hijo casi no se vieron ya durante todo ese día. Y así el siguiente, y el siguiente, y el siguiente…“El viejo estaba sorprendido. Su hijo, cierto era, se hallaba muy bien situado en la sociedad croata, pero él le veía perderse en un trabajo inmenso, en una tarea absurda, sin freno ni medida.

“-Sí –dijo un día Juan a su padre, y muy rápidamente, porque no podía permitirse estarse sentado demasiado tiempo-, lo sé. Todo esto es incomprensible para ti, porque no aciertas a entender el terrible espíritu que anima al mundo actual… He de alimentar no solamente a mi mujer y a mi hija, sino a mi secretario, a mis empleados, al profesor de piano… Todos quieren ser pagados puntualmente a primeros de mes”.

Y el viejo, puesto que no le quedaba de otra, pidió a su hijo que lo devolviera a su casa. ¡Aquello no era vida!

“-Moriría si me quedara un día más –le confesó el zapatero-. Esta vida no está hecha para mí. Yo estoy habituado a vivir lentamente y no a toda prisa como tú. ¿Qué vida es ésta que no te deja ni siquiera saber cuándo es de noche? No me acuerdo cuándo lloré por última vez; pero, si continúo aquí, tendría que llorar ante tu desastrosa existencia. ¡Y yo que pensaba que eras feliz!”…

Y el viejo se volvió a su casa, a su horma, a su vida lenta: cosas éstas a las que no renunciaría ni aunque lo desollasen vivo. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mateo 16, 26)? ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero su pierde su calma?