/ domingo 25 de agosto de 2019

La campana de Dios

Un joven inquieto, como aquel del que habla Marcos en el capítulo décimo de su evangelio, me pregunta, escribiéndome un e-mail, si vale la pena ser sacerdote hoy.

Me llama la atención, sobre todo, ese hoy que, a primera vista, nada tenía que hacer allí. “Posiblemente en otro tiempo valió la pena; pero, ¿hoy?”. Así es como entendí la pregunta; pregunta a la que ahora quiero responder de manera más amplia.

¿Vale la pena ser sacerdote? Todo depende del lugar que ocupe Dios en el corazón de un hombre. Si Dios es importante para él, entonces vale la pena; pero si no lo es, o no lo es mucho, entonces…

En otro tiempo, hace muchos años, cayó en mis manos una novela del escritor flamenco Maxence van der Meersch (1907-1951) en la que leí las siguientes palabras que al punto anoté en una libreta y me aprendí de memoria:

“Salí de aquella casa con la idea cegadora y la certeza asombrosa de que nada cuenta en este mudo: ni la vida, ni la muerte, ni la gloria, ni el placer, ni el dinero… ¡Sólo la alegría de ayudar a esa humanidad tan hermosa, tan valerosa, que sufre con tanta paciencia, tan admirablemente! Comprendí de pronto que es posible hacerse sacerdote por amor al hombre, por la única dicha de aliviar al hombre, por la grandeza y la exaltación de consagrarse al hombre”.

De tal manera me cautivaron estas palabras que había decidido convertirlas en el lema de mi vida. Pensando en ellas entré al Seminario y, cuando se acercaba el día de mi ordenación sacerdotal, pensé colocarlas a modo de epígrafe en las invitaciones de mi primera Misa. Finalmente no lo hice y opté, en cambio, por poner el fragmento de una de las Oraciones teológicas de Romano Guardini (1885-1968). ¿Por qué cambié de parecer? Por una razón bien sencilla: porque uno no se hace sacerdote sólo para servir al hombre, sino también, y sobre todo, para estar a disposición de Dios, y esta palabra maravillosa no aparecía por ningún lado en la cita de van der Meersch.

Hay, por supuesto, muchas maneras de servir al hombre. Y una de ellas, acaso la menos valorada, consiste en recordarle que no se olvide de su Dios. Tal es, según lo veo ahora, la razón de ser del ministerio sacerdotal.

Dios sabe perfectamente con qué facilidad podemos olvidarlo, y por eso, ya desde los lejanísimos tiempos del Antiguo Testamento, decía así a su pueblo por boca de Moisés: “Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra que juró a tus padres –a Abraham, Isaac y Jacob- que te había de dar, con ciudades grandes y ricas que tú no has construido, casas rebosantes de riquezas que tú no has llenado, pozos que tú no has cavado, viñas y olivares que tú no has plantado, cuando comas hasta hartarte, guárdate de olvidar al Señor, que te sacó de Egipto, de la esclavitud” (Deuteronomio 6, 10-12).

¡A los hombres se nos olvida Dios! Tal es la tragedia. Y, puesto que Dios es a menudo no sólo el Gran Desconocido –como llamó alguien al Espíritu Santo-, sino también el Gran Olvidado, se hace necesario que exista una raza de hombres que vivan sólo para recordárselo: estos hombres, para decirlo ya, son los sacerdotes.

Cierta vez, en una clase de catecismo, pregunté a una niña que estaba por allí yendo y viniendo, que de dónde había salido esa manzana roja y grande que había traído de su casa para comérsela a la salida. Me respondió, muy segura de sí misma:

-De Wall-Mart.

¡Qué respuesta, Dios mío! Y, sin embargo, sí: para muchos, el pan, la harina y la leche vienen de Wall-Mart, y allí dejan la cosa. En realidad, no se hacen a este respecto demasiadas preguntas. Pues bien, la misión del sacerdote consiste en llevar a los hombres más allá, es decir, hasta Aquel del que todo procede y tiene nuestra vida en sus manos.

Al final de un largo ensayo sobre Jean Paul Sartre, maestro de ateísmo, escribió el literato francés André Maurois (1885-1967):

“El ateísmo de Sartre es la conquista progresiva de la libertad contra la teología. No hay duda alguna sobre la victoria final del ateísmo. Dios es un concepto que ha respondido a una necesidad y que ‘perecerá’ a medida que los hombres tomen conciencia de su libertad. Además, no hay creyentes auténticos: ‘Hoy Dios está muerto, hasta en el corazón de los creyentes’ ” (Véase su libro De Gide a Sartre).

Pero, ¿es verdad que será el ateísmo el que tenga, al final, la última palabra? No lo creo. Como tampoco creo que Dios esté muerto hasta en el corazón de los creyentes. A simple vista lo parece; pero, después de todo, quién sabe…

Algunos teólogos han dicho recientemente que hemos pasado de la época de la muerte de Dios a la época de la muerte del deseo de Dios. Es posible. Pero, de todas formas, el sacerdote existe para que esto no suceda. A él se le ha encomendado alimentar la llama y avivar el deseo. No existe para otra cosa.


La campana de aldea

le dice con su voz,

al pájaro, que crea.


Estos sencillos versos de Valle-Inclán (1866-1936) lo resumen todo. Tal vez el sacerdote no tenga otra finalidad que ser una campana. Una campana que Dios tañe para que los hombres, entre una ocupación y otra, entre un pensamiento y otro, se acuerden de Él.

Un joven inquieto, como aquel del que habla Marcos en el capítulo décimo de su evangelio, me pregunta, escribiéndome un e-mail, si vale la pena ser sacerdote hoy.

Me llama la atención, sobre todo, ese hoy que, a primera vista, nada tenía que hacer allí. “Posiblemente en otro tiempo valió la pena; pero, ¿hoy?”. Así es como entendí la pregunta; pregunta a la que ahora quiero responder de manera más amplia.

¿Vale la pena ser sacerdote? Todo depende del lugar que ocupe Dios en el corazón de un hombre. Si Dios es importante para él, entonces vale la pena; pero si no lo es, o no lo es mucho, entonces…

En otro tiempo, hace muchos años, cayó en mis manos una novela del escritor flamenco Maxence van der Meersch (1907-1951) en la que leí las siguientes palabras que al punto anoté en una libreta y me aprendí de memoria:

“Salí de aquella casa con la idea cegadora y la certeza asombrosa de que nada cuenta en este mudo: ni la vida, ni la muerte, ni la gloria, ni el placer, ni el dinero… ¡Sólo la alegría de ayudar a esa humanidad tan hermosa, tan valerosa, que sufre con tanta paciencia, tan admirablemente! Comprendí de pronto que es posible hacerse sacerdote por amor al hombre, por la única dicha de aliviar al hombre, por la grandeza y la exaltación de consagrarse al hombre”.

De tal manera me cautivaron estas palabras que había decidido convertirlas en el lema de mi vida. Pensando en ellas entré al Seminario y, cuando se acercaba el día de mi ordenación sacerdotal, pensé colocarlas a modo de epígrafe en las invitaciones de mi primera Misa. Finalmente no lo hice y opté, en cambio, por poner el fragmento de una de las Oraciones teológicas de Romano Guardini (1885-1968). ¿Por qué cambié de parecer? Por una razón bien sencilla: porque uno no se hace sacerdote sólo para servir al hombre, sino también, y sobre todo, para estar a disposición de Dios, y esta palabra maravillosa no aparecía por ningún lado en la cita de van der Meersch.

Hay, por supuesto, muchas maneras de servir al hombre. Y una de ellas, acaso la menos valorada, consiste en recordarle que no se olvide de su Dios. Tal es, según lo veo ahora, la razón de ser del ministerio sacerdotal.

Dios sabe perfectamente con qué facilidad podemos olvidarlo, y por eso, ya desde los lejanísimos tiempos del Antiguo Testamento, decía así a su pueblo por boca de Moisés: “Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra que juró a tus padres –a Abraham, Isaac y Jacob- que te había de dar, con ciudades grandes y ricas que tú no has construido, casas rebosantes de riquezas que tú no has llenado, pozos que tú no has cavado, viñas y olivares que tú no has plantado, cuando comas hasta hartarte, guárdate de olvidar al Señor, que te sacó de Egipto, de la esclavitud” (Deuteronomio 6, 10-12).

¡A los hombres se nos olvida Dios! Tal es la tragedia. Y, puesto que Dios es a menudo no sólo el Gran Desconocido –como llamó alguien al Espíritu Santo-, sino también el Gran Olvidado, se hace necesario que exista una raza de hombres que vivan sólo para recordárselo: estos hombres, para decirlo ya, son los sacerdotes.

Cierta vez, en una clase de catecismo, pregunté a una niña que estaba por allí yendo y viniendo, que de dónde había salido esa manzana roja y grande que había traído de su casa para comérsela a la salida. Me respondió, muy segura de sí misma:

-De Wall-Mart.

¡Qué respuesta, Dios mío! Y, sin embargo, sí: para muchos, el pan, la harina y la leche vienen de Wall-Mart, y allí dejan la cosa. En realidad, no se hacen a este respecto demasiadas preguntas. Pues bien, la misión del sacerdote consiste en llevar a los hombres más allá, es decir, hasta Aquel del que todo procede y tiene nuestra vida en sus manos.

Al final de un largo ensayo sobre Jean Paul Sartre, maestro de ateísmo, escribió el literato francés André Maurois (1885-1967):

“El ateísmo de Sartre es la conquista progresiva de la libertad contra la teología. No hay duda alguna sobre la victoria final del ateísmo. Dios es un concepto que ha respondido a una necesidad y que ‘perecerá’ a medida que los hombres tomen conciencia de su libertad. Además, no hay creyentes auténticos: ‘Hoy Dios está muerto, hasta en el corazón de los creyentes’ ” (Véase su libro De Gide a Sartre).

Pero, ¿es verdad que será el ateísmo el que tenga, al final, la última palabra? No lo creo. Como tampoco creo que Dios esté muerto hasta en el corazón de los creyentes. A simple vista lo parece; pero, después de todo, quién sabe…

Algunos teólogos han dicho recientemente que hemos pasado de la época de la muerte de Dios a la época de la muerte del deseo de Dios. Es posible. Pero, de todas formas, el sacerdote existe para que esto no suceda. A él se le ha encomendado alimentar la llama y avivar el deseo. No existe para otra cosa.


La campana de aldea

le dice con su voz,

al pájaro, que crea.


Estos sencillos versos de Valle-Inclán (1866-1936) lo resumen todo. Tal vez el sacerdote no tenga otra finalidad que ser una campana. Una campana que Dios tañe para que los hombres, entre una ocupación y otra, entre un pensamiento y otro, se acuerden de Él.