/ miércoles 26 de septiembre de 2018

Javier Zapata Castro

LOS PACÍFICOS

En ese ranchito chihuahuense surcado por mil caminos cual si hubiera sido arado erráticamente por cuatro días y tres noches―fantasmal yunta que dejó tras de sí un solo surco sin principio ni fin entrelazado tantas veces que no se pueden contar cabalmente el total de sus cruzamientos―, viven algunas familias, todas poseídas por el encanto emanado de paredones viejos completamente horadados por fantasmas que no tienen otro quehacer que el rascar los muros en lo que fue un casco de hacienda y ahora es solamente nido de tecolotes, recuerdos y sombras.

El rancho se llama “El Peñón” pero todos por ahí le nombran “la hacienda”. Y de ese sitio, los más viejos ―hombres de barba blanca y calzón de manta― admirados en sus recuerdos que hasta la cara les cambia, platican:

― ¡Lo más bonito de ver era cuando las aguas llegaban! ¡Ni toda la peonada se daba abasto cuando, junto con el agua, se dejaba venir, a la par, todo el trabajo del mundo! Se alargaba la faena desde que Dios amanecía hasta ya bien entrada la noche a luz de luna y cabrillas en el cielo, que ni de comer daban ganas de puro cansancio del cuerpo.

Recuerdan, con un movimiento de bastón señalando el rumbo de la sierra, que de siempre el agua sabia llegar de por allá, primeramente limpiecita que ni se resumía en la tierra y, después de poco tiempo, formando arroyos de agua revolcada. Todo esto mucho antes de que el cielo se encapotara en el llano. Es ley bien conocida por aquellos lugares el que primeramente la sierra se obscurece, lueguito bajan hilos de plata por los arroyos hasta que el volumen del agua llega a asustar nada más de oírle, baja arrastrando piedras, troncos y cuanto animal se cruce, pero aún falta buen rato para que el cielo del llano se obscurezca. Recuerdan que algunas veces el agua bajaba despacio, dando tiempo de juntar la peonada y guardar el ganado... Desde que en la lejanía se empezaba a negrear la sierra, sabían que había llegado el agua y, con ella, todo el trabajo del mundo.

Así son los recuerdos de los viejos habitantes de ese pueblo de los mil caminos: pláticas apoyadas en bastones que constantemente sirven para señalar el casco de la hacienda, los potreros y a personajes que la memoria se niega a borrar; mismos que en la intensidad de la plática ―ellos o sus fantasmas― aparecen a la vista; solitos o montados, deshijando magueyes, echándole el pial a una yegua joven para calarla, tejiendo la palma para un techo nuevo, en fin... Gente y más gente ahora convertida en polvo… Ramón Hernández, al que Dios tenga en los apretados infiernos… Fernando Ochoa, al que el cielo haya perdonado tantas pendejadas como hizo.

Por aquellos lares, en tiempos de la revolución, hambre, fusilamientos y rebelión, la muerte se dio harto gusto según recuerdan estos platicadores viejos. Harta quedó según dicen los díceres, y que hasta engordó cuando sentó plaza en Chihuahua. “No imagino a la pelona gorda”, les dije, pero los viejos platicones dicen que así quedó… Se atusan el bigote y señalan que fue poco tiempo, que ya después enflacó. Agregan que la doña Muerte puso casa entre los límites del llano y la sierra, agarrando a dos manos sin distinción de llanero o serrano. Y dicen que un buen rato dejó en paz al resto del mundo de tanto que por estos lugares se ocupó.

Estos viejos que en su momento me platicaron no se crea que sobrevivieron de milagro, no. Torearon a la revolución y al hambre a resultas de que nunca combatieron. Se les conoció como “los pacíficos”. Ellos se dejaban nombrar de cualquier forma. Finalmente alguien tenía que sembrar y criar animales para que comieran los que andaban en la bola. Además, esperaban la oportunidad, al paso del tiempo, de poder contar historias de medieros, peones, soldados, generales y hacendados; de su valor y cobardía, de sus amores y engaños… No es que fueran miedosos y zacatones como junior adelantados a su tiempo, no. Solamente es que preferían ser los pacíficos en un ”llano en llamas”.

El más viejo de estos viejos ya nada oye, pero el tiempo le ha respetado la vista. Refiere que sus recuerdos llegan suavemente, como volar de búho. Así, el recuerdo le echa un lazo pescuecero que diariamente le lleva a las cercanías de las tapias en lo que fue la hacienda, al amparo de las cuales dice quedar adormilado como si la sombra de esos paredones evocara los brazos de tantos fusilados al igual que los ahorcados quienes, según recuerda, semejaban racimos mecidos por el viento solamente esperando que otros más nuevos llegaran a ocupar su lugar. Es por eso que este ex pacífico se la pasa prendiendo fogatas, según dice, para calentarle las patas a tanto colgado como él ve en los arcos de este rancho chihuahuense, por allá conocido como “la hacienda”.

LOS PACÍFICOS

En ese ranchito chihuahuense surcado por mil caminos cual si hubiera sido arado erráticamente por cuatro días y tres noches―fantasmal yunta que dejó tras de sí un solo surco sin principio ni fin entrelazado tantas veces que no se pueden contar cabalmente el total de sus cruzamientos―, viven algunas familias, todas poseídas por el encanto emanado de paredones viejos completamente horadados por fantasmas que no tienen otro quehacer que el rascar los muros en lo que fue un casco de hacienda y ahora es solamente nido de tecolotes, recuerdos y sombras.

El rancho se llama “El Peñón” pero todos por ahí le nombran “la hacienda”. Y de ese sitio, los más viejos ―hombres de barba blanca y calzón de manta― admirados en sus recuerdos que hasta la cara les cambia, platican:

― ¡Lo más bonito de ver era cuando las aguas llegaban! ¡Ni toda la peonada se daba abasto cuando, junto con el agua, se dejaba venir, a la par, todo el trabajo del mundo! Se alargaba la faena desde que Dios amanecía hasta ya bien entrada la noche a luz de luna y cabrillas en el cielo, que ni de comer daban ganas de puro cansancio del cuerpo.

Recuerdan, con un movimiento de bastón señalando el rumbo de la sierra, que de siempre el agua sabia llegar de por allá, primeramente limpiecita que ni se resumía en la tierra y, después de poco tiempo, formando arroyos de agua revolcada. Todo esto mucho antes de que el cielo se encapotara en el llano. Es ley bien conocida por aquellos lugares el que primeramente la sierra se obscurece, lueguito bajan hilos de plata por los arroyos hasta que el volumen del agua llega a asustar nada más de oírle, baja arrastrando piedras, troncos y cuanto animal se cruce, pero aún falta buen rato para que el cielo del llano se obscurezca. Recuerdan que algunas veces el agua bajaba despacio, dando tiempo de juntar la peonada y guardar el ganado... Desde que en la lejanía se empezaba a negrear la sierra, sabían que había llegado el agua y, con ella, todo el trabajo del mundo.

Así son los recuerdos de los viejos habitantes de ese pueblo de los mil caminos: pláticas apoyadas en bastones que constantemente sirven para señalar el casco de la hacienda, los potreros y a personajes que la memoria se niega a borrar; mismos que en la intensidad de la plática ―ellos o sus fantasmas― aparecen a la vista; solitos o montados, deshijando magueyes, echándole el pial a una yegua joven para calarla, tejiendo la palma para un techo nuevo, en fin... Gente y más gente ahora convertida en polvo… Ramón Hernández, al que Dios tenga en los apretados infiernos… Fernando Ochoa, al que el cielo haya perdonado tantas pendejadas como hizo.

Por aquellos lares, en tiempos de la revolución, hambre, fusilamientos y rebelión, la muerte se dio harto gusto según recuerdan estos platicadores viejos. Harta quedó según dicen los díceres, y que hasta engordó cuando sentó plaza en Chihuahua. “No imagino a la pelona gorda”, les dije, pero los viejos platicones dicen que así quedó… Se atusan el bigote y señalan que fue poco tiempo, que ya después enflacó. Agregan que la doña Muerte puso casa entre los límites del llano y la sierra, agarrando a dos manos sin distinción de llanero o serrano. Y dicen que un buen rato dejó en paz al resto del mundo de tanto que por estos lugares se ocupó.

Estos viejos que en su momento me platicaron no se crea que sobrevivieron de milagro, no. Torearon a la revolución y al hambre a resultas de que nunca combatieron. Se les conoció como “los pacíficos”. Ellos se dejaban nombrar de cualquier forma. Finalmente alguien tenía que sembrar y criar animales para que comieran los que andaban en la bola. Además, esperaban la oportunidad, al paso del tiempo, de poder contar historias de medieros, peones, soldados, generales y hacendados; de su valor y cobardía, de sus amores y engaños… No es que fueran miedosos y zacatones como junior adelantados a su tiempo, no. Solamente es que preferían ser los pacíficos en un ”llano en llamas”.

El más viejo de estos viejos ya nada oye, pero el tiempo le ha respetado la vista. Refiere que sus recuerdos llegan suavemente, como volar de búho. Así, el recuerdo le echa un lazo pescuecero que diariamente le lleva a las cercanías de las tapias en lo que fue la hacienda, al amparo de las cuales dice quedar adormilado como si la sombra de esos paredones evocara los brazos de tantos fusilados al igual que los ahorcados quienes, según recuerda, semejaban racimos mecidos por el viento solamente esperando que otros más nuevos llegaran a ocupar su lugar. Es por eso que este ex pacífico se la pasa prendiendo fogatas, según dice, para calentarle las patas a tanto colgado como él ve en los arcos de este rancho chihuahuense, por allá conocido como “la hacienda”.

ÚLTIMASCOLUMNAS
viernes 06 de marzo de 2020

Antena

Javier Zapata Castro

jueves 27 de diciembre de 2018

Los reyes vagos

Javier Zapata Castro

miércoles 19 de diciembre de 2018

$ JUSTOS $

Javier Zapata Castro

miércoles 12 de diciembre de 2018

Justos

Javier Zapata Castro

miércoles 05 de diciembre de 2018

$ Justos $

Javier Zapata Castro

miércoles 28 de noviembre de 2018

Noche Panteonera

Javier Zapata Castro

miércoles 14 de noviembre de 2018

Sabia virtud de conocer…

Javier Zapata Castro

miércoles 31 de octubre de 2018

Noche panteonera

Javier Zapata Castro

Cargar Más