/ miércoles 19 de septiembre de 2018

Javier Zapata Castro

ESCUELA, RECUERDOS, PELIGROS Y AMORES

Ahí estaba Juan Lagunillas sentado frente a mí en esa oficina de gobierno, sitio para tramitar y esperar una credencial de viejo. Evidentemente no me reconoció. Él era el mismo de la escuela secundaria ―tal vez y así nació: 1.85 metros de alto, fuerte, rostro afable y color serio, enchapopotádamente serio―. Amablemente respondía a quienes llegando preguntaban: “¿Van formados?”, “¿Me puedo sentar aquí?”. Lagunillas hacia un trámite como yo mismo, pero tomó el papel de edecán. Siempre fue amable. Al parecer los años le habían acrecentado la amabilidad.

Inmediatamente recordé cuando Juan y otros compañeros nos escondíamos para no entrar a la clase de álgebra. Y ¿cómo no hacerlo? Era la primera de la mañana iniciando a las 7 de la madrugada todavía con el sabor del sueño en los ojos y el aderezo de un maestro duro, tan duro que nunca se le vio sonreír… Decíamos entre los escondidos: “¡Se necesita estar loco para entrar a esa clase…!” Además era rebeldemente placentero estar escondido a esa hora y fumar. ¿Pereza? ¿Rebeldía? ¡¿Qué importa?! Si no eres rebelde cuando joven, ¿cuándo pues…? Tenía su encanto ver la gran cantidad de humo que expelías fumando. Ese humito agregado al vaho de tu aliento y al frío del medio ambiente… ¿El álgebra? ¡Pa’ los perros!

Recuerdo a Juan Lagunillas diciéndome vez tras vez: “Zapata, pásate un delicado sin filtro” (marca de los cigarros), y agregaba: “Soy reserva del equipo de futbol San Luis, de la tercera división, ¡pero tú me enseñaste a fumar…, ja, ja, ja…!”. Me mataba de risa el “Negro” con más de 1.80 de estatura. ¡Además de que ya había hecho el servicio militar, y diciéndole eso a quien apenas si hacia año y medio había terminado la educación primaria!

Quise hablarle cuando después de tantos años le volví a ver en aquella oficina en donde todos éramos viejos, pero definitivamente era más agradable observarle y recordar aquellos antiguos tiempos. Juan Lagunillas se llama. Le decíamos “el Nitos”, “el Negro”. ¡Caray, si parece que fue ayer! ¡Qué rápido se nos va el tiempo!

Así las cosas, de los desvanes del cerebro surgió la escuela secundaria: recordar que contaba ―y cuenta―, con planta baja y tres pisos. ¡Mi memoria se inunda de recuerdos que reclaman ser recordados…! Ahora y aquí gana uno ―seguramente por peligrosamente romántico―. Les cuento: resulta que las paredes de los pisos superiores y que ven hacia la Diagonal Sur ―hoy Salvador Nava―, estaban hechas más o menos de un metro y medio de altura y la parte superior estaba construida con marcolita de color verde; cada aula tenía sus tres ventanas de tijera que, cuando mucho, abrían 30 centímetros… Así las cosas, resulta que uno de los grupos de estudiantes ―en donde había una niña bonita― fue ubicado en el tercer piso, en el último o primer salón, para el caso da lo mismo.

Ni que decir que se presentaba difícil hablar con ella. Quien de esto sabe, entiende que los besos tienen sabor por dentro y por fuera… ¡Había que ir por ellos! Y no hubo de otra que destornillar la marcolita de una ventana y por ahí deslizarse, vez tras vez, a la saliente que ahí, a la altura del tercer piso se encuentra y que tiene como 60 centímetros de ancho, espacio en donde se puede ―y pude― caminar con rumbo a donde se encontraban, lo mismo el vacío de una caída en espera, como las manos sudorosas y el sabor de la saliva de aquella Dulcinea.

¡Qué tiempos aquellos en donde las alturas te vienen guangas por el sabor de un beso! ¡No daba miedo! Ni tampoco llegaban pensamientos en relación a que alguien abriera de pronto una ventana empujándote a caer tres pisos de pura cabeza… ¡Qué caray! ¿Quién iba a andar pensando en aquello?


Al final del sendero esperaba una mirada lánguida, unas manos que parecían pelear una contra de la otra para ver cual lograba tocarte primero, senos pequeños que ya veían como estorbo lo que impidiera su crecimiento… Allá, al final del sendero tan ancho como 60 centímetros, en donde la palabra era abatida por el sentimiento, en ella y en mí, solo quedando vivos los tibios apretones de manos, el acariciar dedos con dedos..., y aquellos besos sin fin. Allá en las alturas, a las supuestas escondidas ―porque la chava tenía su novio y no había otra forma de hacerlo―.

Son recuerdos de escuela secundaria y así los cuento... Un día, en medio patio, el prefecto se acercó y dijo: ¡―Ya lo vi allá arriba! ¡Y no nada más yo; de seguro toda la escuela. Hasta los carros que pasan se detienen! Agrego, Lo voy a reportar. Cualquier día de estos se puede caer―, señaló el don prefecto medio asustado, medio enojado, hablando rápido…

Finalmente no fue con el chisme, pero tomó medidas: al grupo de la niña bonita ese mismo día, a media mañana, lo cambiaron a la planta baja… Adiós besos, esos robados que por lo mismo tienen más sabor a beso.

ESCUELA, RECUERDOS, PELIGROS Y AMORES

Ahí estaba Juan Lagunillas sentado frente a mí en esa oficina de gobierno, sitio para tramitar y esperar una credencial de viejo. Evidentemente no me reconoció. Él era el mismo de la escuela secundaria ―tal vez y así nació: 1.85 metros de alto, fuerte, rostro afable y color serio, enchapopotádamente serio―. Amablemente respondía a quienes llegando preguntaban: “¿Van formados?”, “¿Me puedo sentar aquí?”. Lagunillas hacia un trámite como yo mismo, pero tomó el papel de edecán. Siempre fue amable. Al parecer los años le habían acrecentado la amabilidad.

Inmediatamente recordé cuando Juan y otros compañeros nos escondíamos para no entrar a la clase de álgebra. Y ¿cómo no hacerlo? Era la primera de la mañana iniciando a las 7 de la madrugada todavía con el sabor del sueño en los ojos y el aderezo de un maestro duro, tan duro que nunca se le vio sonreír… Decíamos entre los escondidos: “¡Se necesita estar loco para entrar a esa clase…!” Además era rebeldemente placentero estar escondido a esa hora y fumar. ¿Pereza? ¿Rebeldía? ¡¿Qué importa?! Si no eres rebelde cuando joven, ¿cuándo pues…? Tenía su encanto ver la gran cantidad de humo que expelías fumando. Ese humito agregado al vaho de tu aliento y al frío del medio ambiente… ¿El álgebra? ¡Pa’ los perros!

Recuerdo a Juan Lagunillas diciéndome vez tras vez: “Zapata, pásate un delicado sin filtro” (marca de los cigarros), y agregaba: “Soy reserva del equipo de futbol San Luis, de la tercera división, ¡pero tú me enseñaste a fumar…, ja, ja, ja…!”. Me mataba de risa el “Negro” con más de 1.80 de estatura. ¡Además de que ya había hecho el servicio militar, y diciéndole eso a quien apenas si hacia año y medio había terminado la educación primaria!

Quise hablarle cuando después de tantos años le volví a ver en aquella oficina en donde todos éramos viejos, pero definitivamente era más agradable observarle y recordar aquellos antiguos tiempos. Juan Lagunillas se llama. Le decíamos “el Nitos”, “el Negro”. ¡Caray, si parece que fue ayer! ¡Qué rápido se nos va el tiempo!

Así las cosas, de los desvanes del cerebro surgió la escuela secundaria: recordar que contaba ―y cuenta―, con planta baja y tres pisos. ¡Mi memoria se inunda de recuerdos que reclaman ser recordados…! Ahora y aquí gana uno ―seguramente por peligrosamente romántico―. Les cuento: resulta que las paredes de los pisos superiores y que ven hacia la Diagonal Sur ―hoy Salvador Nava―, estaban hechas más o menos de un metro y medio de altura y la parte superior estaba construida con marcolita de color verde; cada aula tenía sus tres ventanas de tijera que, cuando mucho, abrían 30 centímetros… Así las cosas, resulta que uno de los grupos de estudiantes ―en donde había una niña bonita― fue ubicado en el tercer piso, en el último o primer salón, para el caso da lo mismo.

Ni que decir que se presentaba difícil hablar con ella. Quien de esto sabe, entiende que los besos tienen sabor por dentro y por fuera… ¡Había que ir por ellos! Y no hubo de otra que destornillar la marcolita de una ventana y por ahí deslizarse, vez tras vez, a la saliente que ahí, a la altura del tercer piso se encuentra y que tiene como 60 centímetros de ancho, espacio en donde se puede ―y pude― caminar con rumbo a donde se encontraban, lo mismo el vacío de una caída en espera, como las manos sudorosas y el sabor de la saliva de aquella Dulcinea.

¡Qué tiempos aquellos en donde las alturas te vienen guangas por el sabor de un beso! ¡No daba miedo! Ni tampoco llegaban pensamientos en relación a que alguien abriera de pronto una ventana empujándote a caer tres pisos de pura cabeza… ¡Qué caray! ¿Quién iba a andar pensando en aquello?


Al final del sendero esperaba una mirada lánguida, unas manos que parecían pelear una contra de la otra para ver cual lograba tocarte primero, senos pequeños que ya veían como estorbo lo que impidiera su crecimiento… Allá, al final del sendero tan ancho como 60 centímetros, en donde la palabra era abatida por el sentimiento, en ella y en mí, solo quedando vivos los tibios apretones de manos, el acariciar dedos con dedos..., y aquellos besos sin fin. Allá en las alturas, a las supuestas escondidas ―porque la chava tenía su novio y no había otra forma de hacerlo―.

Son recuerdos de escuela secundaria y así los cuento... Un día, en medio patio, el prefecto se acercó y dijo: ¡―Ya lo vi allá arriba! ¡Y no nada más yo; de seguro toda la escuela. Hasta los carros que pasan se detienen! Agrego, Lo voy a reportar. Cualquier día de estos se puede caer―, señaló el don prefecto medio asustado, medio enojado, hablando rápido…

Finalmente no fue con el chisme, pero tomó medidas: al grupo de la niña bonita ese mismo día, a media mañana, lo cambiaron a la planta baja… Adiós besos, esos robados que por lo mismo tienen más sabor a beso.

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