/ domingo 30 de junio de 2019

Intuiciones teológicas

Cuando Íñigo se recuperaba en su casa de aquella herida en la pierna que lo dejaría cojo para el resto de su vida, no sabía qué hacer consigo mismo ni en qué pensar. ¡Se aburría tanto en su cama!

Y, sin embargo, era preciso guardar reposo. Eso era lo que le había dicho el médico, y tenía que someterse a sus prescripciones si quería sanar. ¡Y vaya que quería sanar! Con tal de que su pierna volviera a estar buena otra vez era capaz de cualquier cosa… ¡Pero qué tardes más largas, Dios mío! Y como por entonces no había televisión ni nada que se le pareciera, Íñigo estaba francamente molesto, si no es que hasta desesperado. Entonces pidió que le trajeran algo para leer, lo que fuera. El Amadís, por ejemplo, o algún otro libro de caballería. Pero no, no había esa clase de libros en aquella casa. Y tan desesperado estaba el joven militar por no encontrar en qué ocuparse que pidió lo que hubiera a mano para matar el tiempo antes de que el tiempo lo matara a él.

Le trajeron, al fin, unas vidas de santos. Y él las leyó. ¿Qué más le quedaba? ¡Un militar ocupándose de esas cosas! Era como para ponerse rojo de vergüenza. Tomó, pues, con desgano los libros que le ofrecieron. Sin embargo, conforme iba leyendo, su curiosidad se encendió. ¡Cuántas proezas, todas ellas encomiables, habían hecho por Dios esos claros varones! ¿Y si él hiciese otro tanto?

-¿Qué pasaría –se preguntaba- si yo hiciese lo que hizo San Francisco, o lo que cumplió Santo Domingo?

Se imaginaba a sí mismo haciendo proezas también él por amor a Cristo y su corazón le ardía en el pecho.

Luego, cuando cansado por la lectura hacía a un lado los libros, sus pensamientos echaban a volar, se colaban por debajo de la puerta del palacio y allí se quedaban durante algún tiempo; mentalmente, el soldado herido pasaba revista a los cortesanos que usaban peluca, bailaban al ritmo de hermosas danzas y ejecutaban graciosas reverencias a diestro y siniestro. Se imaginaba a sí mismo sirviendo al rey, su señor, y que éste, en recompensa por sus trabajos, lo colmaba honores, fortuna y fama.

Y, por último, comparaba ambas imágenes. En seguida notó que cuando se imaginaba a sí mismo sirviendo a Cristo, una gran paz se apoderaba de su alma, en tanto que se ponía triste cuando se veía como un gentilhombre más en el palacio del rey. Éste fue para él un gran descubrimiento. De pronto ya lo le atrajeron los honores, las escaramuzas y la vida libertina, pues lo dejaban, al menos imaginariamente, con el alma reseca y con resaca. ¡De ahora en adelante sólo serviría a Aquel que podía hacerlo feliz! Y así lo hizo, llegando con el tiempo a convertirse nada menos que en San Ignacio de Loyola (1491-1556).

En otra ocasión, al referirme a este mismo momento de su vida, hablé de lo benéficas que pueden llegar a ser ciertas lecturas cuando son realizadas por un individuo inquieto. Hoy volveré a utilizar su ejemplo, pero ahora para hablar del abatimiento que caía sobre él cuando se imaginaba a sí mismo llevando una vida mundana. He aquí lo que Íñigo pudo descubrir de una vez y para siempre: que el pecado es triste; que, una vez cometido, deja a aquel que lo comete infeliz y apesadumbrado.

Tal es el motivo por el que algunos teólogos y novelistas creen que el infierno no será lo que muchos se imaginan, sino un lugar en el que el pecador se verá obligado a hacer eternamente aquella precisa acción –o aquella serie de acciones- que le hicieron perder el cielo.

Cuando Íñigo se recuperaba en su casa de aquella herida en la pierna que lo dejaría cojo para el resto de su vida, no sabía qué hacer consigo mismo ni en qué pensar. ¡Se aburría tanto en su cama!

Y, sin embargo, era preciso guardar reposo. Eso era lo que le había dicho el médico, y tenía que someterse a sus prescripciones si quería sanar. ¡Y vaya que quería sanar! Con tal de que su pierna volviera a estar buena otra vez era capaz de cualquier cosa… ¡Pero qué tardes más largas, Dios mío! Y como por entonces no había televisión ni nada que se le pareciera, Íñigo estaba francamente molesto, si no es que hasta desesperado. Entonces pidió que le trajeran algo para leer, lo que fuera. El Amadís, por ejemplo, o algún otro libro de caballería. Pero no, no había esa clase de libros en aquella casa. Y tan desesperado estaba el joven militar por no encontrar en qué ocuparse que pidió lo que hubiera a mano para matar el tiempo antes de que el tiempo lo matara a él.

Le trajeron, al fin, unas vidas de santos. Y él las leyó. ¿Qué más le quedaba? ¡Un militar ocupándose de esas cosas! Era como para ponerse rojo de vergüenza. Tomó, pues, con desgano los libros que le ofrecieron. Sin embargo, conforme iba leyendo, su curiosidad se encendió. ¡Cuántas proezas, todas ellas encomiables, habían hecho por Dios esos claros varones! ¿Y si él hiciese otro tanto?

-¿Qué pasaría –se preguntaba- si yo hiciese lo que hizo San Francisco, o lo que cumplió Santo Domingo?

Se imaginaba a sí mismo haciendo proezas también él por amor a Cristo y su corazón le ardía en el pecho.

Luego, cuando cansado por la lectura hacía a un lado los libros, sus pensamientos echaban a volar, se colaban por debajo de la puerta del palacio y allí se quedaban durante algún tiempo; mentalmente, el soldado herido pasaba revista a los cortesanos que usaban peluca, bailaban al ritmo de hermosas danzas y ejecutaban graciosas reverencias a diestro y siniestro. Se imaginaba a sí mismo sirviendo al rey, su señor, y que éste, en recompensa por sus trabajos, lo colmaba honores, fortuna y fama.

Y, por último, comparaba ambas imágenes. En seguida notó que cuando se imaginaba a sí mismo sirviendo a Cristo, una gran paz se apoderaba de su alma, en tanto que se ponía triste cuando se veía como un gentilhombre más en el palacio del rey. Éste fue para él un gran descubrimiento. De pronto ya lo le atrajeron los honores, las escaramuzas y la vida libertina, pues lo dejaban, al menos imaginariamente, con el alma reseca y con resaca. ¡De ahora en adelante sólo serviría a Aquel que podía hacerlo feliz! Y así lo hizo, llegando con el tiempo a convertirse nada menos que en San Ignacio de Loyola (1491-1556).

En otra ocasión, al referirme a este mismo momento de su vida, hablé de lo benéficas que pueden llegar a ser ciertas lecturas cuando son realizadas por un individuo inquieto. Hoy volveré a utilizar su ejemplo, pero ahora para hablar del abatimiento que caía sobre él cuando se imaginaba a sí mismo llevando una vida mundana. He aquí lo que Íñigo pudo descubrir de una vez y para siempre: que el pecado es triste; que, una vez cometido, deja a aquel que lo comete infeliz y apesadumbrado.

Tal es el motivo por el que algunos teólogos y novelistas creen que el infierno no será lo que muchos se imaginan, sino un lugar en el que el pecador se verá obligado a hacer eternamente aquella precisa acción –o aquella serie de acciones- que le hicieron perder el cielo.