/ domingo 25 de abril de 2021

Hoy

Existe, amigo mío, una palabra sacrosanta. ¿Quiere usted saber cuál es? Es la palabra hoy. ¡Ah, si supiéramos lo que significan estas tres letras cuando aparecen juntas y a qué nos comprometen!

No creo que ignore usted que hay gente que vive en el pasado. Es gente que quedó anclada en lo que fue. El tiempo ha seguido pasando, pero no por ellos; ellos se niegan a dar vuelta a la página y permanecen en ese pequeño mundo cerrado que existió hace veinte años, hace treinta años, pero que ya no existe más. ¡Viven en un mundo desaparecido, contemplan una estrella apagada!

-¡Oh! –exclaman-. ¿Cómo cree usted que voy a poder olvidar todo lo que sufrí? ¿Cómo cree que voy a estar bien si mi padre, si mi madre, si yo mismo…?

Los que así hablan, amigo, no viven: vivieron. Su vida está en el ayer.

Pero hay, al lado de éstos, los que, por el contrario, viven en el futuro. Desde hace tiempo se han ido a vivir a los reinos de la utopía: viven proyectando, haciendo planes, sin tener nunca en cuenta, por supuesto, los imponderables de la vida.

-Entonces –dicen, mientras afilan el lápiz y le ensalivan la punta-, si vendiera pongamos que 200 piezas diarias, entonces mi ganancia mensual sería de 12.000 pesos. ¡Una linda suma! Eso si pusiéramos únicamente 200 piezas en el mercado, porque si fuesen 400, la ganancia se duplicaría…

Se puede vivir del pasado, pero no es una actitud viable; se puede vivir proyectando, haciendo planes, y no es malo. Pero hay una tercera actitud que, por ser la más sensata, es también la más aconsejable y, espiritualmente hablando, la más fructífera también: vivir el hoy.

¡Ah, amigo mío! El pasado ya pasó, y del futuro no sé nada. ¿Quién puede asegurarme que dentro de un mes aún estaré aquí? ¿Quién me ha prometido siquiera el día de mañana? Puesto que somos mortales, seamos también cautos.

En las Escrituras Sagradas, esta palabra, hoy, se repite constantemente. ¿Pero es que no lo había notado usted? Seré sincero: yo tampoco sabía nada de esto, hasta que empecé a comparar textos y a leerlos sin prisa.

Cuando Moisés, por ejemplo, exhorta al pueblo para que cumpla fielmente los mandamientos de Dios, lo hace de esta manera:

“Hoy te manda el Señor, tu Dios, que cumplas estos mandamientos y decretos. Guárdalos y cúmplelos con todo el corazón y con toda el alma” (Deuteronomio 26, 16).

Es como si dijera: “¿De veras, Israel, estás dispuesto a amar a Dios? Entonces no tienes más que el presente para hacerlo; es decir, que no cuentas para ello más que con el día de hoy”.

Y sigue diciendo Moisés:

“Hoy te has comprometido a aceptar lo que el Señor te propone: que serás su pueblo –como te prometió-, que guardarás todos sus preceptos, y que él te elevará en gloria, nombre y esplendor por encima de todas las naciones que ha hecho, y que serás el pueblo santo del Señor, como ha dicho” (Deuteronomio 26, 18-19).

Pero esto no es todo, amigo mío. Si seguimos hojeando el libro santo, nos encontraremos con que de la manera más imperiosa dice el autor del salmo 94: “¡Ojalá escuchéis hoy su voz!”. Sí, se trata de hoy, amigo mío: el único día que realmente tenemos en nuestras manos, porque los otros días o ya se fueron o aún no llegan. Por su parte, Dios dice: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Salmo 2, 7). Todos los días, por decirlo así, tanto usted como yo, amigo mío, somos engendrados por Dios. No es que Él nos haya creado y se olvide de nosotros, un poco así como la casa Rolex produce sus relojes y, una vez vendidos, se desentiende de ellos. Todos los días somos creados, recreados: engendrados, en una palabra. Al amanecer, Dios nos dice: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”. Cada día es una nueva creación.

Y cuando Jesús da a conocer su misión en la sinagoga de Nazaret, ¿con qué palabras lo hace? Con éstas: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír” (Lucas 4, 21). ¿Cuándo? Hoy.

¿Lo he cansado, amigo? Escúcheme, sin embargo, todavía un poco más. Y cuando el Maestro enseña a orar a sus discípulos, ¿cómo les hace decir? “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Mateo 6, 2). Les enseñó a pedir no el pan de mañana, pues no se trata de acumular, sino el pan de hoy, el alimento de cada día.

¡Ah, cuántas cosas podrían decirse en torno a esto! Llega Jesús a casa de Zaqueo, el jefe de recaudador de impuestos, ¿y qué le dice entonces? “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lucas 19, 10).

Y cuando, al final, fue crucificado en medio de dos malhechores, ¿qué le dijo al de su derecha? Éste le había suplicado: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Le respondió el Señor: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lucas 23, 42-43).

¿Recuerda usted, amigo mío, la vez aquella en que Jesús le dijo a un hombre rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme”? (Mateo 19, 16ss)? Recordará, entonces, que el hombre se fue triste, porque tenía muchos bienes. Pues bien, comentando este pasaje, exclamó una vez San Agustín (354-430): “Timeo Iesum praetereuntem et non revertentem!”. O sea: “Temo a Jesús que pasa y no vuelve”. ¡Ah, yo también lo temo, amigo mío! Porque si no lo amo ni lo sigo hoy, quien sabe si podré amarlo y seguirlo mañana…

Existe, amigo mío, una palabra sacrosanta. ¿Quiere usted saber cuál es? Es la palabra hoy. ¡Ah, si supiéramos lo que significan estas tres letras cuando aparecen juntas y a qué nos comprometen!

No creo que ignore usted que hay gente que vive en el pasado. Es gente que quedó anclada en lo que fue. El tiempo ha seguido pasando, pero no por ellos; ellos se niegan a dar vuelta a la página y permanecen en ese pequeño mundo cerrado que existió hace veinte años, hace treinta años, pero que ya no existe más. ¡Viven en un mundo desaparecido, contemplan una estrella apagada!

-¡Oh! –exclaman-. ¿Cómo cree usted que voy a poder olvidar todo lo que sufrí? ¿Cómo cree que voy a estar bien si mi padre, si mi madre, si yo mismo…?

Los que así hablan, amigo, no viven: vivieron. Su vida está en el ayer.

Pero hay, al lado de éstos, los que, por el contrario, viven en el futuro. Desde hace tiempo se han ido a vivir a los reinos de la utopía: viven proyectando, haciendo planes, sin tener nunca en cuenta, por supuesto, los imponderables de la vida.

-Entonces –dicen, mientras afilan el lápiz y le ensalivan la punta-, si vendiera pongamos que 200 piezas diarias, entonces mi ganancia mensual sería de 12.000 pesos. ¡Una linda suma! Eso si pusiéramos únicamente 200 piezas en el mercado, porque si fuesen 400, la ganancia se duplicaría…

Se puede vivir del pasado, pero no es una actitud viable; se puede vivir proyectando, haciendo planes, y no es malo. Pero hay una tercera actitud que, por ser la más sensata, es también la más aconsejable y, espiritualmente hablando, la más fructífera también: vivir el hoy.

¡Ah, amigo mío! El pasado ya pasó, y del futuro no sé nada. ¿Quién puede asegurarme que dentro de un mes aún estaré aquí? ¿Quién me ha prometido siquiera el día de mañana? Puesto que somos mortales, seamos también cautos.

En las Escrituras Sagradas, esta palabra, hoy, se repite constantemente. ¿Pero es que no lo había notado usted? Seré sincero: yo tampoco sabía nada de esto, hasta que empecé a comparar textos y a leerlos sin prisa.

Cuando Moisés, por ejemplo, exhorta al pueblo para que cumpla fielmente los mandamientos de Dios, lo hace de esta manera:

“Hoy te manda el Señor, tu Dios, que cumplas estos mandamientos y decretos. Guárdalos y cúmplelos con todo el corazón y con toda el alma” (Deuteronomio 26, 16).

Es como si dijera: “¿De veras, Israel, estás dispuesto a amar a Dios? Entonces no tienes más que el presente para hacerlo; es decir, que no cuentas para ello más que con el día de hoy”.

Y sigue diciendo Moisés:

“Hoy te has comprometido a aceptar lo que el Señor te propone: que serás su pueblo –como te prometió-, que guardarás todos sus preceptos, y que él te elevará en gloria, nombre y esplendor por encima de todas las naciones que ha hecho, y que serás el pueblo santo del Señor, como ha dicho” (Deuteronomio 26, 18-19).

Pero esto no es todo, amigo mío. Si seguimos hojeando el libro santo, nos encontraremos con que de la manera más imperiosa dice el autor del salmo 94: “¡Ojalá escuchéis hoy su voz!”. Sí, se trata de hoy, amigo mío: el único día que realmente tenemos en nuestras manos, porque los otros días o ya se fueron o aún no llegan. Por su parte, Dios dice: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Salmo 2, 7). Todos los días, por decirlo así, tanto usted como yo, amigo mío, somos engendrados por Dios. No es que Él nos haya creado y se olvide de nosotros, un poco así como la casa Rolex produce sus relojes y, una vez vendidos, se desentiende de ellos. Todos los días somos creados, recreados: engendrados, en una palabra. Al amanecer, Dios nos dice: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”. Cada día es una nueva creación.

Y cuando Jesús da a conocer su misión en la sinagoga de Nazaret, ¿con qué palabras lo hace? Con éstas: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír” (Lucas 4, 21). ¿Cuándo? Hoy.

¿Lo he cansado, amigo? Escúcheme, sin embargo, todavía un poco más. Y cuando el Maestro enseña a orar a sus discípulos, ¿cómo les hace decir? “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Mateo 6, 2). Les enseñó a pedir no el pan de mañana, pues no se trata de acumular, sino el pan de hoy, el alimento de cada día.

¡Ah, cuántas cosas podrían decirse en torno a esto! Llega Jesús a casa de Zaqueo, el jefe de recaudador de impuestos, ¿y qué le dice entonces? “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lucas 19, 10).

Y cuando, al final, fue crucificado en medio de dos malhechores, ¿qué le dijo al de su derecha? Éste le había suplicado: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Le respondió el Señor: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lucas 23, 42-43).

¿Recuerda usted, amigo mío, la vez aquella en que Jesús le dijo a un hombre rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme”? (Mateo 19, 16ss)? Recordará, entonces, que el hombre se fue triste, porque tenía muchos bienes. Pues bien, comentando este pasaje, exclamó una vez San Agustín (354-430): “Timeo Iesum praetereuntem et non revertentem!”. O sea: “Temo a Jesús que pasa y no vuelve”. ¡Ah, yo también lo temo, amigo mío! Porque si no lo amo ni lo sigo hoy, quien sabe si podré amarlo y seguirlo mañana…