/ domingo 9 de mayo de 2021

Escuela de Silencio, 1

Dijo el predicador:

¿Estás cansado de, como los peces, morir siempre por tu propia boca? Entonces, ven: yo te llevaré a la escuela del silencio.

¿Has caído en la trampa de la maledicencia y el cuchicheo? ¿Te has enemistado con más de uno a causa de tus palabras imprudentes y extemporáneas? Ven entonces a esta escuela: en ella no se cobra ni se paga y el cupo es ilimitado.

¿Tus palabras han sido malinterpretadas y has acabado cobrando fama de indiscreto y hablador? ¿Te han adjudicado palabras que no dijiste sólo por haber abierto la boca allí donde debiste permanecer callado? Si es así, no dejes de venir a la escuela del silencio. En ella no se abonan inscripciones ni tienes que erogar cuotas mensuales.

Ven, que te la muestro. Dame tu mano, yo te llevo. Pero debo advertirte que esta escuela no es un edificio, sino una persona; o, mejor aún, una mujer. ¿Quieres saber cómo se llama? Su nombre es María.

Mírala escuchando, el día de la Anunciación, las graves palabras del ángel. Sólo se limita a decir: “¿Y cómo podré ser madre, si no tengo relación con ningún hombre?” (Lucas 1, 34). Sólo eso. Y cuando el ángel se retiró de su presencia, no salió a las calles a proclamar el acontecimiento, ni se puso a cacarearlo, por decir así, entre sus amigas y vecinas.

¿Qué mujer no hubiera querido, en tiempos de Jesús, ser la madre del Mesías? ¡Ah, aquello era para salir a la calle y ponerse a pregonarlo en todas las esquinas! Pero María calla. Por ella nadie sabrá que el Esperado está ya en camino hacia la tierra.

Mira, en cambio, lo que hace María: como el ángel le ha anunciado que Isabel, su parienta, está esperando un hijo, y que “se encuentra ya en el sexto mes del embarazo la que llamaban estrora ya en el sexto mes del embarazo la que llamaban estse a pregonarlo en todas las esquinas. Pero Marno una persona; oéril” (Lucas 1, 36), se encamina presurosa al pueblo en donde ésta vive –tres largos días de marcha continuada- y “se queda con ella unos tres meses” (Lucas 1, 56).

Tres meses, dice el texto: es decir, hasta que la criatura que Isabel espera nazca; lo que nos hace pensar con todo fundamento que, si ha emprendido María tan larga marcha, no ha sido por curiosidad, ni para contar, a su vez, lo que le ha sucedido a ella, sino para auxiliar a su parienta en las fatigas del parto.

Y fíjate en esto: María no cuenta a Isabel que un ángel se le ha aparecido, ni le refiere cuanto éste acababa de decirle, sino que se pone a entonar un cántico del que un oyente ajeno no podría colegir nada: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lucas 1, 46-55), etcétera.

Y cuando llegaron los pastores al pesebre, algunos meses después de este encuentro con su parienta, ¿qué dice María? ¡No dice nada! El texto sagrado se limita a decir: “María, por su parte, observaba cuidadosamente estos acontecimientos y los guardaba en su corazón” (Lucas 2, 19). Y cuando, a su debido tiempo, vengan los magos a postrarse delante del Niño, ¿qué dirá María? Lo mismo que dijo ante la llegada de los pastores: nada, nada. Y mira lo que sigue: “A los ocho días circuncidaron al Niño según la Ley y le pusieron el nombre de Jesús, nombre que había indicado el ángel antes de que su madre quedara embarazada. Asimismo, cuando llegó el día en que, de acuerdo con la Ley de Moisés, debían cumplir el rito de la purificación de la madre, llevaron al Niño a Jerusalén y lo consagraron al Señor, tal y como estaba escrito en la Ley…

“Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era muy bueno y piadoso y el Espíritu Santo estaba en él. Esperaba los tiempos en que Dios consolara a Israel y sabía por una revelación del Espíritu Santo que no moriría antes de haber visto al Señor. Vino, pues, al templo, inspirado por el Espíritu, cuando sus padres traían al Niño para cumplir por lo establecido por la Ley. Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios con estas palabras: ‘Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu siervo muera en paz, como le has dicho. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, que Tú preparaste para presentarlo a todas las naciones. Luz para iluminar a todos los pueblos y gloria de tu pueblo Israel’.

“Su padre y su madre estaban maravillados por todo lo que Simeón decía del Niño.

“Simeón los felicitó y después dijo a María, su madre: ‘Mira, este Niño debe ser causa tanto de caída como de resurrección para la gente de Israel. Será puesto como una señal que muchos rechazarán, y a ti misma una espada te atravesará el alma’” (Lucas 2, 21-35).

¡Ah, hermanos míos! ¡Hay tanto que decir aún acerca de esta escuela de silencio! Pero lo que nos resta por contar, lo diremos en nuestra próxima reunión. Hoy terminaremos leyendo el fragmento de una homilía de San Bernardo de Claraval (1090-1153), un hombre que asistió a esta escuela y egresó de ella muy aventajado:

“¿Por ventura –dice- no se lee desde el principio que vinieron los pastores y encontraron a María?... Así también los magos, si haces memoria, hallaron al Niño, no sin María, su madre; y cuando llevó al templo del Señor al Señor del templo, muchas cosas ciertamente oyó decir a Simeón, así de Él como de sí misma, siendo tarda para hablar y pronta para oír. Y sin duda ‘María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón’; pero en todo ello no hallarás que ni aun del misterio de la Encarnación del Señor hablase una sola palabra. ¡Ay de nosotros, que tenemos el espíritu en las narices! ¡Ay, pues sacamos fuera todo el espíritu y, llenos de hendiduras, como dice el cómico, nos derramamos por todas partes!”.

Dijo el predicador:

¿Estás cansado de, como los peces, morir siempre por tu propia boca? Entonces, ven: yo te llevaré a la escuela del silencio.

¿Has caído en la trampa de la maledicencia y el cuchicheo? ¿Te has enemistado con más de uno a causa de tus palabras imprudentes y extemporáneas? Ven entonces a esta escuela: en ella no se cobra ni se paga y el cupo es ilimitado.

¿Tus palabras han sido malinterpretadas y has acabado cobrando fama de indiscreto y hablador? ¿Te han adjudicado palabras que no dijiste sólo por haber abierto la boca allí donde debiste permanecer callado? Si es así, no dejes de venir a la escuela del silencio. En ella no se abonan inscripciones ni tienes que erogar cuotas mensuales.

Ven, que te la muestro. Dame tu mano, yo te llevo. Pero debo advertirte que esta escuela no es un edificio, sino una persona; o, mejor aún, una mujer. ¿Quieres saber cómo se llama? Su nombre es María.

Mírala escuchando, el día de la Anunciación, las graves palabras del ángel. Sólo se limita a decir: “¿Y cómo podré ser madre, si no tengo relación con ningún hombre?” (Lucas 1, 34). Sólo eso. Y cuando el ángel se retiró de su presencia, no salió a las calles a proclamar el acontecimiento, ni se puso a cacarearlo, por decir así, entre sus amigas y vecinas.

¿Qué mujer no hubiera querido, en tiempos de Jesús, ser la madre del Mesías? ¡Ah, aquello era para salir a la calle y ponerse a pregonarlo en todas las esquinas! Pero María calla. Por ella nadie sabrá que el Esperado está ya en camino hacia la tierra.

Mira, en cambio, lo que hace María: como el ángel le ha anunciado que Isabel, su parienta, está esperando un hijo, y que “se encuentra ya en el sexto mes del embarazo la que llamaban estrora ya en el sexto mes del embarazo la que llamaban estse a pregonarlo en todas las esquinas. Pero Marno una persona; oéril” (Lucas 1, 36), se encamina presurosa al pueblo en donde ésta vive –tres largos días de marcha continuada- y “se queda con ella unos tres meses” (Lucas 1, 56).

Tres meses, dice el texto: es decir, hasta que la criatura que Isabel espera nazca; lo que nos hace pensar con todo fundamento que, si ha emprendido María tan larga marcha, no ha sido por curiosidad, ni para contar, a su vez, lo que le ha sucedido a ella, sino para auxiliar a su parienta en las fatigas del parto.

Y fíjate en esto: María no cuenta a Isabel que un ángel se le ha aparecido, ni le refiere cuanto éste acababa de decirle, sino que se pone a entonar un cántico del que un oyente ajeno no podría colegir nada: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lucas 1, 46-55), etcétera.

Y cuando llegaron los pastores al pesebre, algunos meses después de este encuentro con su parienta, ¿qué dice María? ¡No dice nada! El texto sagrado se limita a decir: “María, por su parte, observaba cuidadosamente estos acontecimientos y los guardaba en su corazón” (Lucas 2, 19). Y cuando, a su debido tiempo, vengan los magos a postrarse delante del Niño, ¿qué dirá María? Lo mismo que dijo ante la llegada de los pastores: nada, nada. Y mira lo que sigue: “A los ocho días circuncidaron al Niño según la Ley y le pusieron el nombre de Jesús, nombre que había indicado el ángel antes de que su madre quedara embarazada. Asimismo, cuando llegó el día en que, de acuerdo con la Ley de Moisés, debían cumplir el rito de la purificación de la madre, llevaron al Niño a Jerusalén y lo consagraron al Señor, tal y como estaba escrito en la Ley…

“Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era muy bueno y piadoso y el Espíritu Santo estaba en él. Esperaba los tiempos en que Dios consolara a Israel y sabía por una revelación del Espíritu Santo que no moriría antes de haber visto al Señor. Vino, pues, al templo, inspirado por el Espíritu, cuando sus padres traían al Niño para cumplir por lo establecido por la Ley. Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios con estas palabras: ‘Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu siervo muera en paz, como le has dicho. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, que Tú preparaste para presentarlo a todas las naciones. Luz para iluminar a todos los pueblos y gloria de tu pueblo Israel’.

“Su padre y su madre estaban maravillados por todo lo que Simeón decía del Niño.

“Simeón los felicitó y después dijo a María, su madre: ‘Mira, este Niño debe ser causa tanto de caída como de resurrección para la gente de Israel. Será puesto como una señal que muchos rechazarán, y a ti misma una espada te atravesará el alma’” (Lucas 2, 21-35).

¡Ah, hermanos míos! ¡Hay tanto que decir aún acerca de esta escuela de silencio! Pero lo que nos resta por contar, lo diremos en nuestra próxima reunión. Hoy terminaremos leyendo el fragmento de una homilía de San Bernardo de Claraval (1090-1153), un hombre que asistió a esta escuela y egresó de ella muy aventajado:

“¿Por ventura –dice- no se lee desde el principio que vinieron los pastores y encontraron a María?... Así también los magos, si haces memoria, hallaron al Niño, no sin María, su madre; y cuando llevó al templo del Señor al Señor del templo, muchas cosas ciertamente oyó decir a Simeón, así de Él como de sí misma, siendo tarda para hablar y pronta para oír. Y sin duda ‘María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón’; pero en todo ello no hallarás que ni aun del misterio de la Encarnación del Señor hablase una sola palabra. ¡Ay de nosotros, que tenemos el espíritu en las narices! ¡Ay, pues sacamos fuera todo el espíritu y, llenos de hendiduras, como dice el cómico, nos derramamos por todas partes!”.