/ domingo 24 de febrero de 2019

Elogio de la Calidez

Como celebrábamos aquel día la fiesta de la Presentación del Señor, conocida comúnmente como “Fiesta de la Candelaria” (2 de febrero), nada se me hizo tan fácil ni tan oportuno que hablar en la homilía de las candelas, aprovechando que el pueblo cristiano había venido en masa a la iglesia para bendecirlas

Hermanos –dije en aquella ocasión-, ustedes piden hoy al sacerdote que bendiga sus cirios, esas luminarias que acostumbran encender, por ejemplo, en las noches de tormenta, o de insomnio, o de angustia, o de tribulación. ¿El hijo amado está ausente? Entonces encendemos el cirio para que el Señor lo proteja, esté donde esté. ¿Un ser muy querido acaba de morir? Lo mismo haces entonces para que, mientras tú duermes, el humo suba al cielo como una plegaria que pide por su descanso eterno. ¿Hay tormenta, los elementos se han desatado? Igualmente lo enciendes para que nadie sucumba a causa de ella… ¿Qué significa encender una vela? Para nosotros, los cristianos, es un ejercicio del espíritu mediante el cual evocamos e invocamos a Aquel que desde que estaba en los brazos de su Madre fue llamado “luz que alumbra a las naciones y gloria de su pueblo, Israel” (Lucas 2, 32). Cuando encendemos un cirio traemos a nuestro pensamiento a Aquel de quien decimos en el Credo que es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero” y nos sentimos entonces iluminados interiormente. ¿No dijo el Señor que Él era la luz del mundo (Cf. Juan 8, 12)? Y, por su parte, anunciando desde la lejanía el nacimiento del Salvador, el profeta Isaías había dicho: “Sobre el pueblo que caminaba en tinieblas, una luz resplandeció” (9, 2). Ya en el Antiguo Testamento había quedado dicho que el Mesías prometido sería luz para cuantos creyeran en Él.

Así pues, cuando durante el día o durante la noche encendemos nuestras velas bendecidas, nos decimos a nosotros mismos: “Todo lo que es noche, penumbra y oscuridad ha quedado ya vencido por la luz de Jesucristo. No caminamos ya en tinieblas, ni perdidos en esas cañadas oscuras de las que habla el salmo 23, pues Él nos aclara el camino con el resplandor de su faz. ‘Aunque camine por cañadas oscuras, yo no tengo miedo, porque Tú vas conmigo’, decía el salmista’. De manera que yo tampoco debo ya temer, y por las mismas razones que él.

Pero esto no es todo aún, hermanos míos, pues hay algo que quisiera añadir: los cirios que hoy bendecimos no son solamente unos objetos devocionales que, una vez llegados a nuestra casa, nos limitaremos a encender, sino que son también un símbolo de lo que tendría que ser nuestra vida. ¡Si los contemplamos con atención, éstos podrían ayudarnos a vivir! Me preguntarán ustedes qué es lo que quiero decir con esto, y lo explicaré. Pero antes de hacerlo, permítanme leerles lo que a propósito del cirio pascual escribió una vez el gran teólogo de origen italiano y lengua alemana llamado Romano Guardini (1885-1968): “Helo aquí sobre el candelero –escribió en su libro Los signos sagrados-. ¿No es verdad que su vista evoca en tu espíritu una idea de nobleza? Todo él nos dice: ‘Estoy dispuesto, estoy alerta’. Y el cirio está, día y noche, allí donde debe estar: ante Dios. Nada de cuanto compone su ser escapa a su misión; nada frustra su fin: el cirio se entrega sin reserva. Está para eso: para consumirse. Y se consume cumpliendo su destino de ser luz y calor. ‘Pero, ¿qué sabe de todo esto el cirio –me dirás- si no tiene alma?’. Es verdad. Entonces tú debes darle una. ¡Haz del cirio el símbolo de tu propia alma!”. ¿No es hermoso este pensamiento? El cirio sólo es lo que es cuando está encendido, es decir, cuando se consume. Y se consume dando luz y calor. ¡Tú también, pues, sé caluroso! Sé como un cirio encendido y entonces se cumplirán en ti las palabras del Señor que dicen: “Ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5, 13-16).

Además de iluminar, la luz calienta. Tu misión, cristiano, es calentar. ¡Sé cálido, entonces!

Y si estas pobres palabras mías no te convencen, te diré entonces otras, que no son mías, para que te horrorices:

Una vez, San Serafín de Sarov (1759-1833), el santo ruso, hizo a uno de sus allegados la siguiente confesión: “El demonio es frío”. Él lo había visto de cerca y lo había aterrorizado su frialdad. Dios, como dice la Escritura, es un fuego devorador (Cf. Hebreos 12, 29), pero el demonio es gélido.

¿Quieres seguir escuchando más? Pues bien, en una de sus Instrucciones espirituales dijo el mismo San Serafín de Sarov:

“Dios es un fuego ardiente que inflama los corazones y las entrañas. Si sentimos en nuestros corazones el frío que proviene del demonio –ya que el demonio es frío- , recurramos al Señor y Él vendrá a calentar nuestro corazón con un amor perfecto no sólo hacia Él, sino también hacia nuestro prójimo. Y la frialdad del demonio huirá ante su rostro”. Todavía te diré algo más. Una mística francesa, MartheRobin (1902-1981), también vio al demonio en más de una ocasión y lo describió así a su amigo Jean Guitton: “Es bello, pero siempre está enojado”.

¡Siempre está enojado! Claro, el demonio es frío. Por eso tú, cristiano, sé cálido. Hoy por la noche, cuando enciendas el cirio que hoy te he bendecido, no pienses solamente en lo que quieres recibir. ¡Ya sé que le pedirás al Señor las cosas que te hacen falta! ¿Y por qué no? Tú tienes derecho a ello. Pero piensa también en esto: “Si no ardemos de amor, otros, en torno nuestro, morirán de frío (François Mauriac). Amén

Como celebrábamos aquel día la fiesta de la Presentación del Señor, conocida comúnmente como “Fiesta de la Candelaria” (2 de febrero), nada se me hizo tan fácil ni tan oportuno que hablar en la homilía de las candelas, aprovechando que el pueblo cristiano había venido en masa a la iglesia para bendecirlas

Hermanos –dije en aquella ocasión-, ustedes piden hoy al sacerdote que bendiga sus cirios, esas luminarias que acostumbran encender, por ejemplo, en las noches de tormenta, o de insomnio, o de angustia, o de tribulación. ¿El hijo amado está ausente? Entonces encendemos el cirio para que el Señor lo proteja, esté donde esté. ¿Un ser muy querido acaba de morir? Lo mismo haces entonces para que, mientras tú duermes, el humo suba al cielo como una plegaria que pide por su descanso eterno. ¿Hay tormenta, los elementos se han desatado? Igualmente lo enciendes para que nadie sucumba a causa de ella… ¿Qué significa encender una vela? Para nosotros, los cristianos, es un ejercicio del espíritu mediante el cual evocamos e invocamos a Aquel que desde que estaba en los brazos de su Madre fue llamado “luz que alumbra a las naciones y gloria de su pueblo, Israel” (Lucas 2, 32). Cuando encendemos un cirio traemos a nuestro pensamiento a Aquel de quien decimos en el Credo que es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero” y nos sentimos entonces iluminados interiormente. ¿No dijo el Señor que Él era la luz del mundo (Cf. Juan 8, 12)? Y, por su parte, anunciando desde la lejanía el nacimiento del Salvador, el profeta Isaías había dicho: “Sobre el pueblo que caminaba en tinieblas, una luz resplandeció” (9, 2). Ya en el Antiguo Testamento había quedado dicho que el Mesías prometido sería luz para cuantos creyeran en Él.

Así pues, cuando durante el día o durante la noche encendemos nuestras velas bendecidas, nos decimos a nosotros mismos: “Todo lo que es noche, penumbra y oscuridad ha quedado ya vencido por la luz de Jesucristo. No caminamos ya en tinieblas, ni perdidos en esas cañadas oscuras de las que habla el salmo 23, pues Él nos aclara el camino con el resplandor de su faz. ‘Aunque camine por cañadas oscuras, yo no tengo miedo, porque Tú vas conmigo’, decía el salmista’. De manera que yo tampoco debo ya temer, y por las mismas razones que él.

Pero esto no es todo aún, hermanos míos, pues hay algo que quisiera añadir: los cirios que hoy bendecimos no son solamente unos objetos devocionales que, una vez llegados a nuestra casa, nos limitaremos a encender, sino que son también un símbolo de lo que tendría que ser nuestra vida. ¡Si los contemplamos con atención, éstos podrían ayudarnos a vivir! Me preguntarán ustedes qué es lo que quiero decir con esto, y lo explicaré. Pero antes de hacerlo, permítanme leerles lo que a propósito del cirio pascual escribió una vez el gran teólogo de origen italiano y lengua alemana llamado Romano Guardini (1885-1968): “Helo aquí sobre el candelero –escribió en su libro Los signos sagrados-. ¿No es verdad que su vista evoca en tu espíritu una idea de nobleza? Todo él nos dice: ‘Estoy dispuesto, estoy alerta’. Y el cirio está, día y noche, allí donde debe estar: ante Dios. Nada de cuanto compone su ser escapa a su misión; nada frustra su fin: el cirio se entrega sin reserva. Está para eso: para consumirse. Y se consume cumpliendo su destino de ser luz y calor. ‘Pero, ¿qué sabe de todo esto el cirio –me dirás- si no tiene alma?’. Es verdad. Entonces tú debes darle una. ¡Haz del cirio el símbolo de tu propia alma!”. ¿No es hermoso este pensamiento? El cirio sólo es lo que es cuando está encendido, es decir, cuando se consume. Y se consume dando luz y calor. ¡Tú también, pues, sé caluroso! Sé como un cirio encendido y entonces se cumplirán en ti las palabras del Señor que dicen: “Ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5, 13-16).

Además de iluminar, la luz calienta. Tu misión, cristiano, es calentar. ¡Sé cálido, entonces!

Y si estas pobres palabras mías no te convencen, te diré entonces otras, que no son mías, para que te horrorices:

Una vez, San Serafín de Sarov (1759-1833), el santo ruso, hizo a uno de sus allegados la siguiente confesión: “El demonio es frío”. Él lo había visto de cerca y lo había aterrorizado su frialdad. Dios, como dice la Escritura, es un fuego devorador (Cf. Hebreos 12, 29), pero el demonio es gélido.

¿Quieres seguir escuchando más? Pues bien, en una de sus Instrucciones espirituales dijo el mismo San Serafín de Sarov:

“Dios es un fuego ardiente que inflama los corazones y las entrañas. Si sentimos en nuestros corazones el frío que proviene del demonio –ya que el demonio es frío- , recurramos al Señor y Él vendrá a calentar nuestro corazón con un amor perfecto no sólo hacia Él, sino también hacia nuestro prójimo. Y la frialdad del demonio huirá ante su rostro”. Todavía te diré algo más. Una mística francesa, MartheRobin (1902-1981), también vio al demonio en más de una ocasión y lo describió así a su amigo Jean Guitton: “Es bello, pero siempre está enojado”.

¡Siempre está enojado! Claro, el demonio es frío. Por eso tú, cristiano, sé cálido. Hoy por la noche, cuando enciendas el cirio que hoy te he bendecido, no pienses solamente en lo que quieres recibir. ¡Ya sé que le pedirás al Señor las cosas que te hacen falta! ¿Y por qué no? Tú tienes derecho a ello. Pero piensa también en esto: “Si no ardemos de amor, otros, en torno nuestro, morirán de frío (François Mauriac). Amén