/ domingo 19 de enero de 2020

Elogio de la amistad

En una larga entrevista que le hizo María Luisa Blanco, la periodista española –una entrevista que duró varios días y que abarca más de doscientas páginas de un libro-, António Lobo Antunes, el escritor portugués, se refirió a su miedo a la muerte; a sus clases en la Facultad de Medicina, que seguía con desgano; a la guerra de Angola, donde vio hombres que jugaban al fútbol con cabezas humanas en lugar de balones; a su primera mujer, de la que se separó sin que supiera a ciencia cierta por qué, y, por supuesto, también a sus amigos. No fueron muchos, sólo cuatro, a lo mucho cinco, y ya casi todos estaban muertos, aunque para él seguían vivos. ¿Cómo no recordarlos? ¿Por qué olvidarlos?

En el ocaso de su vida, António Lobo Antunes lamentaba haberlos descuidado un poco; hubiera debito tener más tiempo para ellos, pero ahora ya era tarde.

“-Nunca he necesitado verlos muchos –dice-, y ahora lamento no haberlo hecho”.

Es que la escritura lo tenía atrapado. La escritura atrapa, devora al que se entrega a ella: es totalitaria, carnívora y cronófaga. Había demasiadas novelas que escribir como para darse el lujo de salir, de convivir, de estar con los que quería, y, sin embargo…

“-He tenido dos amigos excepcionales –confiesa el novelista-: Eduardo Pires, con quien he hablado mucho, y Ernesto Melo Antunes, con quien no hablaba nada. Con Ernesto podía estar toda la tarde en silencio y, cuando nos separábamos, me iba con la sensación de que habíamos hablado mucho”.

Esto podría parecer paradójico, pero no lo es. En el amor y en la amistad el silencio es tan necesario como las palabras, y, en ocasiones, aún más necesario que éstas. ¿Cómo ser amigo de un charlatán, de un individuo que no para nunca de hablar? “En el fondo –escribió don Gregorio Marañón (1887-1960) en Vida e historia, uno de sus muchos libros-, la prueba mejor de la auténtica compañía, es que florezca en el silencio mutuo. Hasta que dos seres humanos no alcanzan a estar juntos, sin sentir, no la obligación, sino ni siquiera la necesidad de hablar, no se puede decir que son amigos verdaderos”.

Las preguntas siguen; las respuestas se suceden. El escritor portugués hace una pausa y suspira por los amigos que ya no están, por esos desaparecidos a los que, si bien no les dio mucho tiempo cuando estaban vivos, había amado entrañablemente.

Dice –me imagino que en voz muy baja: en el tono en que se hacen las confidencias verdaderas-:

“-Creo que he tenido mucha suerte, la vida ha sido muy generosa conmigo. Mire los amigos que me ha dado.

“-También se los ha quitado –interrumpe, también en voz muy baja, María Luisa Blanco.

“-Pero aunque hayan muerto, ellos continúan conmigo. Tenía cuatro, ahora tengo dos. Tenía a Zé [Cardoso Pires], a Ernesto [Melo Antunes], los dos han muerto. Me quedan Daniel [Sampaio] y Nelson [de Matos].

“Cardoso Pires, cada vez que yo obtenía un premio, llamaba a Nelson y le decía:

“-Ganamos.

“Y cuando el Nobel no vino, decía:

“-Lo perdimos.

“Zé hablaba así. Cuando ganó su último premio me llamó para decirme: ‘Mira, te quiero felicitar porque gané el premio’. Es curioso, ¿no? Cada vez que una cosa buena le acontecía me llamaba. Nos hablábamos todos los días; era la única persona con la que hablaba de todo, no solamente de literatura, porque, además, teníamos gustos diferentes: hablábamos sobre todo de la vida. Era un hombre muy jugoso, y al mismo tiempo era un hombre extremadamente delicado, de una amistad vigilante.

“Hablaba con él todas las mañanas y, diez minutos después, volvía a llamarme:

“-‘Me ha parecido que estabas aburrido, que no estabas bien contigo’.

“Tenía una atención muy grande. También Ernesto era así. Yo tuve unas pequeñas molestias y me llamaba todos los días para preguntarme cómo estaba, cuando él se estaba muriendo de cáncer de pulmón.

“Por eso yo no concibo separar la amistad del amor. Para mí no existe esa separación. Con el tiempo aprendes a tener la pasión de la amistad. Por eso le digo que he tenido mucha suerte, mucha suerte. Fíjese en los amigos que he tenido”.

Y yo, al acabar de leer esta página, digo:

-Sí, sí, António, has sido, como dices, muy afortunado. Hay quien daría todo lo que posee por tener un solo amigo de la calidad de los tuyos. ¡Y tú tuviste cuatro! Has tenido suerte. O, mejor dicho: has sido bendecido con la mayor –con la mejor- de las bendiciones. ¿Quieres que te diga que te envidio? Bueno, pues te lo diré.

Ya te lo he dicho. Y, ahora, adiós, pues se hace tarde.

Ah, y una cosa: no te olvides de agradecer a Dios los amigos que te ha dado. Todo don perfecto viene siempre de lo alto, dice el apóstol, y los amigos son dones perfectos. Te mando un abrazo junto con la promesa de que seguiré leyendo tus novelas. Adiós.


En una larga entrevista que le hizo María Luisa Blanco, la periodista española –una entrevista que duró varios días y que abarca más de doscientas páginas de un libro-, António Lobo Antunes, el escritor portugués, se refirió a su miedo a la muerte; a sus clases en la Facultad de Medicina, que seguía con desgano; a la guerra de Angola, donde vio hombres que jugaban al fútbol con cabezas humanas en lugar de balones; a su primera mujer, de la que se separó sin que supiera a ciencia cierta por qué, y, por supuesto, también a sus amigos. No fueron muchos, sólo cuatro, a lo mucho cinco, y ya casi todos estaban muertos, aunque para él seguían vivos. ¿Cómo no recordarlos? ¿Por qué olvidarlos?

En el ocaso de su vida, António Lobo Antunes lamentaba haberlos descuidado un poco; hubiera debito tener más tiempo para ellos, pero ahora ya era tarde.

“-Nunca he necesitado verlos muchos –dice-, y ahora lamento no haberlo hecho”.

Es que la escritura lo tenía atrapado. La escritura atrapa, devora al que se entrega a ella: es totalitaria, carnívora y cronófaga. Había demasiadas novelas que escribir como para darse el lujo de salir, de convivir, de estar con los que quería, y, sin embargo…

“-He tenido dos amigos excepcionales –confiesa el novelista-: Eduardo Pires, con quien he hablado mucho, y Ernesto Melo Antunes, con quien no hablaba nada. Con Ernesto podía estar toda la tarde en silencio y, cuando nos separábamos, me iba con la sensación de que habíamos hablado mucho”.

Esto podría parecer paradójico, pero no lo es. En el amor y en la amistad el silencio es tan necesario como las palabras, y, en ocasiones, aún más necesario que éstas. ¿Cómo ser amigo de un charlatán, de un individuo que no para nunca de hablar? “En el fondo –escribió don Gregorio Marañón (1887-1960) en Vida e historia, uno de sus muchos libros-, la prueba mejor de la auténtica compañía, es que florezca en el silencio mutuo. Hasta que dos seres humanos no alcanzan a estar juntos, sin sentir, no la obligación, sino ni siquiera la necesidad de hablar, no se puede decir que son amigos verdaderos”.

Las preguntas siguen; las respuestas se suceden. El escritor portugués hace una pausa y suspira por los amigos que ya no están, por esos desaparecidos a los que, si bien no les dio mucho tiempo cuando estaban vivos, había amado entrañablemente.

Dice –me imagino que en voz muy baja: en el tono en que se hacen las confidencias verdaderas-:

“-Creo que he tenido mucha suerte, la vida ha sido muy generosa conmigo. Mire los amigos que me ha dado.

“-También se los ha quitado –interrumpe, también en voz muy baja, María Luisa Blanco.

“-Pero aunque hayan muerto, ellos continúan conmigo. Tenía cuatro, ahora tengo dos. Tenía a Zé [Cardoso Pires], a Ernesto [Melo Antunes], los dos han muerto. Me quedan Daniel [Sampaio] y Nelson [de Matos].

“Cardoso Pires, cada vez que yo obtenía un premio, llamaba a Nelson y le decía:

“-Ganamos.

“Y cuando el Nobel no vino, decía:

“-Lo perdimos.

“Zé hablaba así. Cuando ganó su último premio me llamó para decirme: ‘Mira, te quiero felicitar porque gané el premio’. Es curioso, ¿no? Cada vez que una cosa buena le acontecía me llamaba. Nos hablábamos todos los días; era la única persona con la que hablaba de todo, no solamente de literatura, porque, además, teníamos gustos diferentes: hablábamos sobre todo de la vida. Era un hombre muy jugoso, y al mismo tiempo era un hombre extremadamente delicado, de una amistad vigilante.

“Hablaba con él todas las mañanas y, diez minutos después, volvía a llamarme:

“-‘Me ha parecido que estabas aburrido, que no estabas bien contigo’.

“Tenía una atención muy grande. También Ernesto era así. Yo tuve unas pequeñas molestias y me llamaba todos los días para preguntarme cómo estaba, cuando él se estaba muriendo de cáncer de pulmón.

“Por eso yo no concibo separar la amistad del amor. Para mí no existe esa separación. Con el tiempo aprendes a tener la pasión de la amistad. Por eso le digo que he tenido mucha suerte, mucha suerte. Fíjese en los amigos que he tenido”.

Y yo, al acabar de leer esta página, digo:

-Sí, sí, António, has sido, como dices, muy afortunado. Hay quien daría todo lo que posee por tener un solo amigo de la calidad de los tuyos. ¡Y tú tuviste cuatro! Has tenido suerte. O, mejor dicho: has sido bendecido con la mayor –con la mejor- de las bendiciones. ¿Quieres que te diga que te envidio? Bueno, pues te lo diré.

Ya te lo he dicho. Y, ahora, adiós, pues se hace tarde.

Ah, y una cosa: no te olvides de agradecer a Dios los amigos que te ha dado. Todo don perfecto viene siempre de lo alto, dice el apóstol, y los amigos son dones perfectos. Te mando un abrazo junto con la promesa de que seguiré leyendo tus novelas. Adiós.